El Museo de Historia de la Inmigración de París presentó a principio de año una exposición titulada Picasso, el extranjero. Pretendia demostrar que el pintor no siempre fue en Francia un artista reconocido.
A principios del siglo XX estuvo fichado por la Policía, ya que se le consideró sospechoso por frecuentar ambientes vanguardistas o por sus actitudes próximas al anarquismo. Se le investigó hasta por el robo de La Gioconda del Museo del Louvre en 1911.
Pese a todo, Picasso hizo buenas amistades con artistas franceses, entre ellos Max Jacob, poeta y pintor judío convertido al catolicismo. Compartió con él habitación en Montmartre y le aconsejó que dejara sus trabajos, como los de mozo de almacén o profesor de piano, para dedicarse a la creación artística.
Esta amistad llevó a Jacob a hacer a Picasso una petición insólita: que fuera su padrino de Bautismo. Opinaba que, al ser español, su amigo tendría muy interiorizada la fe.
El pintor Picasso hizo a lo largo de su vida profesión formal de ateísmo, y en 1944 se adhirió al Partido Comunista Francés.
Sus biógrafos señalan que su abandono del cristianismo pudo deberse a la muerte por difteria de una hermana pequeña, Conchita, que solo tenía 7 años. Esto no impidió que la imagen del Crucificado apareciera en sus pinturas y dibujos, incluidos los de la etapa cubista.
Aceptó, sin embargo, la petición, y fue el padrino en una ceremonia de Bautismo en la capilla parisina de Notre Dame de Sion el 18 de febrero de 1915. Aquel día regaló a su ahijado un ejemplar de la Imitación de Cristo de Kempis, en el que redactó esta dedicatoria: «A mi hermano Cyprien, Max Jacob, en recuerdo de su Bautismo».
Cipriano fue el nombre elegido por el nuevo cristiano, al parecer en recuerdo de un obispo de Antioquía que fue mago antes de convertirse. Todo un ejemplo de que Pablo Picasso sabía anteponer la amistad a sus convicciones.
Muchos años después, en 1941, Jacob, en sus Consejos a un joven poeta, transcribiría una recomendación de Picasso: «Piensa en Dios y trabaja».
Retrato de Max Jacob (Pablo Picasso)
El día del Bautismo Jacob echó de menos la presencia de Guillaume Apollinaire, el padre del surrealismo, destinado entonces en una guarnición militar de Nimes. El poeta quería que sus amigos compartieran su alegría, pese a que no fueran creyentes.
Hay que decir que la conversión de Max Jacob despertó el natural revuelo entre los intelectuales de vanguardia, aunque esto no implicó una actitud hostil hacia él. Con todo, Jacob se sintió profundamente incomprendido y molesto porque algunos le tacharan de ser un nuevo Tartufo, un falso devoto que solo quería llamar la atención.
Esto le llevó a publicar en 1919 La defensa de Tartufo. Éxtasis, remordimientos, visiones, oraciones, poemas y meditaciones de un judío converso, un libro dedicado al pintor Juan Gris.
Frente a los que dudan de su sinceridad o consideran que ha tenido trastornos por efectos del éter o del beleño, Jacob relata sus dos visiones de Cristo. En la primera, del 23 de septiembre de 1909, cuenta haber visto a un hombre, insertado en el paisaje de uno de los cuadros que estaba pintando, con una túnica amarilla y de largos cabellos. Estaba de espaldas, pero se volvió por un instante y vio su boca y sus cejas. Convencido de que era Jesús, Jacob tuvo una moción interna de que debía convertirse a la religión católica. Habló con varios sacerdotes, aunque estos le dijeron que no debía de precipitarse.
Pasaron cinco años, y el poeta acudió a un cine de Montparnasse, el 18 de diciembre de 1914, para ver una película de aventuras, La banda de las capas negras, según una novela del maestro del folletín, Paul Féval. Quitó su abrigo de una butaca para que otro espectador se sentara, y al mismo tiempo le pareció percibir en la pantalla un rostro entre una muchedumbre, el mismo rostro del compañero de butaca. Salió enseguida del cine y entró en una iglesia cercana para contarlo a un sacerdote. Este no solo no le creyó, sino que le reprochó que frecuentara ese tipo de espectáculos. Pese a todo, dos meses después recibió el Bautismo.
Por otra parte, el libro de Jacob contiene algunas interesantes reflexiones sobre la conversión. Su autor aspiraba a vivir «con personas que le enseñaran la belleza moral y la decencia de la vida». Quería dejarse instruir, contarles su vida y llorar sus faltas. Anhelaba ir más allá de los círculos de la transgresión, la profesión de fe de algunos intelectuales.
Sin embargo, no encontraba su sitio y no se atrevía a dirigirse a Dios. Le tildaban de loco, aunque afirmaba que «el Señor está en todas partes y en los peores lugares».
Tras haberse bautizado, se dio cuenta de que volvía a pecar. No podía desterrar de él la soberbia, la glotonería o la lujuria, pero a la vez su fe le hacía capaz de escribir en ese mismo libro un poema sugerido por la adoración eucarística a la que acudía por las mañanas en la basílica del Sacré Coeur.
Con la colaboración de:
Antonio R. Rubio Plo
Licenciado en Historia y en Derecho
Escritor y analista internacional
@blogculturayfe / @arubioplo