Me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra (ἔσεσθέ μου μάρτυρες ἔν τε Ἰερουσαλὴμ καὶ ἐν πάσῃ τῇ Ἰουδαίᾳ καὶ Σαμαρείᾳ καὶ ἕως ἐσχάτου τῆς γῆς) (Hechos de los Apóstoles 1, 8).
(Carta a Diogneto)
Es difícil hablar de cristianismo en Japón sin utilizar la palabra “martirio”. una palabra que deriva del griego μάρτυς, es decir “testigo”.
En la Carta a Diogneto, un breve tratado apologético dirigido a un tal Diogneto y compuesto seguramente a finales del siglo II, se habla, con respecto a los cristianos, de un puesto que Dios les ha asignado, del que no les es lícito desertar.
El término utilizado para definir el “puesto”, taxis, indica la disposición que un soldado debe de mantener durante una batalla. Consecuentemente, el cristiano no es solo un testigo en un sentido jurídico, como alguien que da testimonio en un proceso, sino que es el mismo Cristo, es una semilla que debe morir y dar fruto. Y eso indica la necesidad de que quienes conozcan a un cristiano no solamente escuchen acerca de Jesús, como si Jesús fuera un cualquier personaje histórico que dijo o hizo algo importante, sino que vean, gusten, sientan al mismo Jesús presente ante sus ojos, a Jesús que sigue muriendo y resucitando, a una persona concreta, con un cuerpo que se puede tocar.
El modelo de ese testimonio, o “martirio”, al cual cada creyente en Cristo está llamado, no es necesariamente morir de forma violenta como muchos pensamos, sino vivir como mártir, y conduce a la kénosis, es decir, al proceso de purificación interior de renunciar a uno mismo para conformarse a la voluntad de Dios que es Padre, como lo hizo el Señor Jesucristo en toda su vida, no solamente muriendo en la cruz. De hecho, hay muchísimos “santos” (canonizados y no) que no son mártires en el primer sentido, o sea de ser asesinados por su fe, pero que están considerados mártires en el sentido de que fueron testigos de la fe: no se arredraron ante la persecución, pero no se les pidió dar su vida en la forma corporal.
En este sentido, uno de los muchos modelos de santidad es Justo Takayama Ukon (1552-1615), beatificado en 2017 por papa Francisco y también conocido como el Tomás Moro de Japón. De hecho, al igual que el canciller de Inglaterra, Takayama fue una de las más grandes figuras políticas y culturales de su tiempo en su país. Después de ser encarcelado y privado de su castillo y de sus tierras, fue mandado al exilio por negarse a renunciar a su fe cristiana. Su perseguidor fue el feroz Toyotomi Hideyoshi, quien, a pesar de sus numerosos intentos, no llegó a que el beato Takayama Ukon, un daimyo, o sea un barón feudal japonés, y además un excepcional táctico militar, calígrafo y maestro de la ceremonia del té, renegara a Cristo.
Obras de arte de la historia Católica Japonesa. Representación de mártires cristianos japoneses perseguidos.
(Carta a Diogneto)
Vamos a empezar el viaje en la historia del cristianismo en Japón con otras palabras de la Carta a Diogneto, que nos va a acompañar a lo largo de este trabajo.
Empieza precisamente el día 15 de agosto de 1549, cuando el español San Francisco Javier, fundador de la Orden de los Jesuitas junto con San Ignacio de Loyola, desembarcó en la isla de Kyushu, la más meridional de las cuatro grandes islas que conforman el archipiélago. Poco después llegaron también los frailes franciscanos. A los extranjeros que llegaban al sur de Japón con sus barcos de color oscuro (kuro hune, o sea barcos negros en japonés, para distinguirlos de los barcos locales hechos de bambú, generalmente de color más claro), se les llamaba nan banji (bárbaros del sur), pues se les consideraba personas rudas y poco educadas, por distintas razones.
La primera era el hecho de no seguir las costumbres del país, muy centradas en códigos caballerescos forjados por la práctica del bushido. Esta práctica, basada en las antiguas tradiciones japonesas y en el sintoísmo (la religión originaria de Japón, politeísta e animista, en que se veneran a los kami, es decir divinidades, espíritus naturales o simplemente presencias espirituales como los antepasados) valoraba mucho la rígida división en castas sociales, con el bushi, el noble caballero, quien tenía que modelar su vida alrededor de la valentía, del servicio a su daimyo (barón feudal), del honor a preservar a toda costa, hasta el sacrificio de la vida en la batalla o mediante el seppuku o harakiri, el suicidio ritual.
Durante el siglo XVI, la comunidad católica creció a más de 300 mil unidades. La ciudad costera de Nagasaki era su centro principal.
En 1579, el jesuita Alessandro Valignano (1539-1606) llegó a Japón y fue nombrado superior de la misión jesuita en las islas. Valignano era un sacerdote muy bien preparado, como san Francisco Javier, y había recibido también una formación secular como abogado. Antes de ser nombrado superior, había sido maestro de novicios, ocupándose de la formación de otro italiano, Matteo Ricci, quien se haría famoso como misionero en China.
Este Jesuita fue un gran misionero, dándose cuenta de la necesidad que los jesuitas aprendieran y respetaran el idioma y la cultura de las personas que evangelizaban. Su prioridad era la transmisión del Evangelio a través de la inculturación, sin que se identificara la Palabra de Dios con la cultura occidental del siglo XVI, española, portuguesa o italiana que fuera. También insistió en que los jesuitas tenían que instruir a los japoneses para que ellos se hicieran cargo de la misión, algo muy chocante para la época.
Valignano fue autor del manual fundamental para los misioneros en Japón y escribió un libro sobre las costumbres del país, solicitando que los misioneros jesuitas se conformaran a dichas costumbres en el evangelizar al pueblo. Por ejemplo, dada la gran consideración que se le daba a la ceremonia del té, ordenó que en cada residencia jesuita hubiera una habitación dedicada a esta ceremonia. Gracias a la política misionera de inculturación practicada por Valignano, varios intelectuales japoneses, incluso un buen número de daimyos, se convirtieron a la fe cristiana o al menos mostraron un gran respeto por la nueva religión.
Dentro del régimen en el poder, el shogunato (forma de oligarquía en la que el emperador solamente tenia un poder nominal, pues de hecho el shogun era el jefe político del país, asistido por jefes locales) Tokugawa, había una creciente sospecha hacia los jesuitas. De hecho, con su subida al poder, el líder político y militar Toyotomi Hideyoshi, Mariscal de la Corona en Nagasaki, temía que, a través de su trabajo evangelizador, los misioneros extranjeros, debido al número cada vez más alto de conversos, quienes, por su fe, podían tener relaciones privilegiadas con los europeos, amenazaran la estabilidad de su poder. Y, si lo pensamos, tenía toda la razón, En efecto, en Japón había un sistema de poder y una cultura que no consideraban en absoluto la vida de cada persona como algo de valor.
El mismo sistema se basaba sobre el dominio de unos pocos nobles sobre la masa de ciudadanos considerados casi como animales (al bushi, el caballero noble, incluso se le permitía la práctica del tameshigiri, o sea probar una espada nueva matando a un pueblerino cualquiera). Todo podía y debía ser sacrificado por el bien del estado y de la “raza”, así que lo más amenazador, para este tipo de cultura, era justamente el mensaje de quienes predicaban que cada vida humana es digna y que todos somos hijos de un solo Dios.
En 1587, pues, Hideyoshi emitió un edicto ordenando a los misioneros extranjeros que abandonaran el país. Sin embargo, estos no se rindieron y continuaron operando clandestinamente. Diez años después comenzaron las primeras persecuciones. El 5 de febrero de 1597, 26 cristianos, incluidos san Pablo Miki (6 franciscanos y 3 jesuitas europeos, junto con 17 terciarios franciscanos japoneses) fueron crucificados y quemados vivos en la plaza de Nagasaki.
La comunidad cristiana en Japón sufrió una segunda persecución en 1613.
En estos años, la élite japonesa en el poder llegó a experimentar formas de tortura y de homicidio cada vez más crueles y originales: a los cristianos se les crucificaba; se les quemaba a fuego lento; se les hervía vivos en las aguas termales; se les aserraba en dos partes; se les se les colgaba con la cabeza hacia abajo en un pozo llenado con excrementos, con un corte en el sien para que la sangre pudiera fluir y no se murieran rápido, una técnica llamada tsurushi y muy utilizada ya que permitía que los torturados siguieran conscientes hasta la muerte o hasta el momento en que decidieran renegar la fe, pisando los fumie (iconos con la imagen de Cristo y la Virgen).
El año anterior, en 1614, el shogun Tokugawa Yeyasu, señor de Japón, prohibió el cristianismo con un nuevo edicto e impidió a los cristianos japoneses de practicar su religión. El 14 de mayo de ese mismo año, la última procesión se llevó a cabo a lo largo de las calles de Nagasaki, tocando siete de las once iglesias de la ciudad, que fueron todas derrumbadas posteriormente. Sin embargo, los cristianos continuaron profesando su fe en la clandestinidad.
Así comenzó la era de los kakure kirishitan (cristianos ocultos).
La política del régimen de los shogunes se volvió cada vez más represiva. Estallando un levantamiento popular en Shimabara, cerca de Nagasaki, entre 1637 y 1638, animado principalmente por campesinos y liderado por el samurái cristiano Amakusa Shiro, la revuelta fue reprimida en la sangre con armas provistas por los holandeses protestantes, quienes detestaban al papa por razones de fe y a los católicos en general por razones más que nada económicas (querían quitarles a los portugueses y a los españoles la posibilidad de comerciar con Japón, para apropiarse ellos mismos del monopolio). En Shimabara y sus alrededores fallecieron alrededor de 40 mil cristianos, horriblemente masacrados. Su sacrificio sigue siendo, de todas formas, muy respetado en la cultura japonesa, debido al coraje y a la abnegación de estos hombres.
En 1641, el shogun Tokugawa Yemitsu emitió otro decreto, que más tarde se conocería como sakoku (país blindado), con el que prohibía cualquier forma de contacto entre los japoneses y los extranjeros. A lo largo de dos siglos y medio, la única entrada a Japón para los comerciantes holandeses siguió siendo a través de la pequeña isla de Deshima, cerca de Nagasaki, de la cual no podían salir. El puerto de la misma Nagasaki, sus alrededores y las islas de la bahía ofrecieron un refugio a lo que quedaba de la cristiandad.
Fue solamente en el Viernes Santo de 1865 que diez mil de estos kakure kirishitan, cristianos ocultos, emergieron de las aldeas donde profesaban su fe en la clandestinidad, sin sacerdotes y sin misa, y se presentaron al asombrado Bernard Petitjean, de la Societé des Missions Etrangères de París, quien había llegado poco antes para ser capellán de los extranjeros de la iglesia de los 26 mártires de Nagasaki (Oura). Al sacerdote, al cual le llamaron “padre” (palabra que se había preservado en su léxico religioso en el trascurso de los siglos) le pidieron poder participar en la misa.
Tras la presión de la opinión pública y de los gobiernos occidentales, la nueva dinastía imperial en el poder, los Meiyi, finalizó la época de los shogunes y, a pesar de mantener el sintoísmo como religión del estado, el 14 de marzo de 1873 decretó el fin de la persecución y en 1888 reconoció el derecho a la libertad religiosa. El 15 de junio de 1891 se erigió canónicamente la diócesis de Nagasaki, que en 1927 saludó a Monseñor Hayasaka como primer obispo japonés, personalmente consagrado por Pío XI.
Las ruinas de la Catedral de la Inmaculada Concepción en Nagasaki el 7 de enero de 1946.
El 9 de agosto de 1945, a las 11:02 de la mañana, una horrible explosión nuclear sacudió el cielo sobre Nagasaki, justo arriba de la catedral de la ciudad, dedicada a la Asunción de la Virgen. Ochenta mil personas murieron y más de cien mil resultaron heridas. La catedral de Urakami, llamada así por el barrio en el que se encontraba, era y sigue siendo hoy en día, tras su reconstrucción, el símbolo de una ciudad dos veces martirizada: por las persecuciones religiosas de las que miles de personas fueron víctimas en el transcurso de cuatro siglos, debido a su fe cristiana, y por el estallo de un dispositivo infernal que instantáneamente incineró a muchos de sus habitantes, incluidos miles de cristianos, definidos por su ilustre contemporáneo y conciudadano, el doctor Takashi Pablo Nagai, “cordero sin mancha ofrecido como holocausto para la paz mundial”.
En primer lugar, no había necesidad de lanzar una segunda bomba nuclear, ya que la rendición de Japón era inminente después de que, en Hiroshima, unos días antes se había detonado otro artefacto, pero de un tipo diferente (uranio 235) y en un territorio con una topografía diferente. Hiroshima era una ciudad en la llanura, Nagasaki estaba rodeada por cerros, lo que hizo necesario un nuevo experimento para ver cuáles podían ser los efectos de otra bomba, esta vez de plutonio 239, en un territorio distinto.
En segundo lugar, el lanzamiento del nuevo artefacto no debía realizarse en Nagasaki, sino en otra ciudad, llamada Kokura. Sin embargo, en Kokura el cielo estaba nublado y no permitía localizar el punto donde arrojar la bomba. Por lo contrario, en Nagasaki, elegida como reserva, el sol brillaba, así que el piloto tomó la decisión de desplazarse hacia la nueva ubicación y lanzar la bomba atómica sobre el objetivo designado en la ciudad, es decir, una fábrica de municiones. Pero, una vez que se arrojó la bomba, se produjo un nuevo accidente: el viento desvió ligeramente la trayectoria del artefacto, haciendo que detonase justo unas centenas de metros arriba del distrito de Urakami, donde se encontraba la que una vez fue la catedral católica más grande de Asia oriental, en aquel momento repleta de fieles que rezaban por la paz.
Hoy en día, en Oriente, en África y en muchas otras partes del mundo, miles de cristianos siguen siendo asesinados muy a menudo, y a veces justo en el momento en que suplican a Dios que les salve de la guerra, de la mano de sus enemigos, que salve al mundo y que perdone a sus perseguidores. ¿No hizo lo mismo Jesucristo?
Todo esto puede hacer que, tal vez, nos preguntemos cuál es la perspectiva real, la mirada que se debe tener hacia la historia humana: ¿lo malo para quienes desean y buscan el bien y la paz y lo bueno para los que persiguen el mal? ¿La muerte de su Hijo y sus discípulos y la vida tranquila de sus perseguidores? ¿Es esto realmente lo que Dios siempre ha querido?
A dichas preguntas nos puede contestar muy bien Takashi Pablo Nagai, quien no solamente no identificó como mal la que humanamente puede parecer una de las peores desgracias de la historia, sino incluso llegó a agradecerle a Dios por el sacrificio de muchos mártires pulverizados por la bomba, incluida su amada esposa Midori, de la cual el médico japonés, él mismo herido de gravedad y enfermo de leucemia, no encontró, entre las ruinas de su hogar, nada más que los huesos carbonizados, con la cadena del rosario al lado.
Como para Cristo, también para un mártir, un seguidor y un testigo de Cristo, el verdadero sentido de la vida es ser un instrumento en la mano de Dios, y, según Nagai, aquellos que murieron en el holocausto nuclear de Nagasaki sí se han convertido en un instrumento del Padre para salvar un número enormemente mayor de vidas.
Esta es la perspectiva de vida de un cristiano y de un “mártir”, de un testigo de Cristo: si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto. El que tiene apego a su vida la perderá; y el que no está apegado a su vida en este mundo, la conservará para la Vida eterna (Evangelio de Juan 12, 22-24)
Pablo Miki, fue un religioso japonés, venerado como santo mártir cristiano de la Iglesia católica. Es conmemorado el 6 de febrero. Falleció el día 5 de febrero de 1597 en la ciudad japonesa de Nagasaki
Servicio conmemorativo en la Catedral Católica Romana de Urakami.
Bibliografía:
Takashi Nagai, La campana de Nagasaki, Editorial Oberon, 1956;
Inazo Nitobe, Bushido: the soul of Japan, Kodansha International, 2002;
Adriana Boscaro, Ventura e Sventura dei gesuiti in Giappone, Libreria Editrice Cafoscarina, 2008;
Shusaku Endo: Silencio; Edhasa, 2017;
Hisayasu Nakagawa: Introducción a la cultura japonesa, Melusina, 2006;
Gerardo Ferrara
Licenciado en Historia y en Ciencias Políticas, especializado en Oriente Medio.
Responsable de alumnado Universidad de la Santa Cruz de Roma.