Elogio de la sencillez

Hoy toca hacer un panegírico de la sencillez. Una virtud rara, que queremos apreciar en los demás, pero quizá no estamos convencidos de que también es muy buena para nosotros. Algunos, por la experiencia de vida acumulada, alimentan una cierta desconfianza ante lo natural, lo sencillo; y ante el temor de ser engañados, al encontrarse con una persona sencilla, se esfuerzan solamente en tratar de averiguar qué esconde.

La grandeza espiritual de la sencillez

Es posible que un buen número de personas consideren la sencillez como algo inútil para la lucha por la vida con la que nos enfrentamos cada mañana. Yo debo confesar que me conmuevo cada vez que me encuentro con una persona sencilla «natural o espontánea, de carácter no complicado, exenta de reserva o artificio», como la define el Diccionario; y de frente a esos otros seres humanos, también sencillos que –y sigue el Diccionario– «en el trato con otras, no toman actitud de personas de superior categoría, inteligencia, saber, etc., aunque los tenga».

El hombre sencillo goza de la bondad de los demás, se alegra con la alegría de los que le rodean, y goza del sexto sentido de descubrir la belleza y la bondad a su alrededor. Yo lo veo como si estuviera siempre al lado de Dios, agradeciéndole la creación.

La alegría de quien descubre a Dios en lo simple

Un atardecer a orillas del mar, una puesta del sol contemplada desde lo alto de un monte, una conversación serena con un amigo..., el hombre sencillo los degusta en todos sus detalles. Su sencillez abre el horizonte de su espíritu a la grandeza de Dios, del mundo, de toda la creación; la grandeza de la amistad, la grandeza de la compañía de una persona querida y de la maravilla del amor que se encierra en un corazón agradecido; la grandeza de un espíritu que se alegra con la alegría de quienes le rodean...

Persona contemplando un paisaje natural desde lo alto de un monte, simbolizando la sencillez y la búsqueda interior.
Contemplar un paisaje al atardecer, evocando la sencillez y la conexión espiritual con la Creación.

En este redescubrir, la inteligencia del sencillo encuentra un lugar para cada cosa en el orden del universo. Con la sencillez se goza conquistando la luna; y no es menor su gozo sonriendo con un recién nacido, ayudando a atravesar la calle a una anciana algo desvalida, consolando a un nieto que sufre el primer fracaso profesional de su vida, alegrándose con un vecino ante el premio de la lotería...

No sé si estaremos todavía demasiado influidos por los miserables sueños de grandeza de Nietzsche, con su superhombre a cuestas; un superhombre raquítico de inteligencia y con los pies de barro, fruto de una imaginación evasiva.

O quizá es el innato sentido de la tragedia, lo que nos impide descubrir el valor y el sabor de las cosas corrientes, y lleva al hombre a sueños inalcanzables, sueño estériles e inútiles, tan distintos de las verdaderas y grandes ambiciones humanas, y nos lleva a pasar por la vida sin gozar de la sencillez de tantas maravillas.

La Escritura lo expresa de forma gráfica al mostrarnos al profeta Elías aprendiendo a la descubrir a Dios, no en la tormenta, ni en el granizo, ni en los grandes vientos, ni en el temblor de la tierra, ni en el fuego; sino en “un suave soplo de viento”, Lo más ordinario y común, donde nadie se lo podía esperar. Cristo agradece, y premia, a quien da un vaso de agua a un sediento.

El hombre sencillo saborea, tiene paladar para catar el gusto de las cosas, se goza en agradecer –dar las gracias es también privilegio de inteligentes–, y en recibir ese pequeño premio de la vida que es la sencillez de la sonrisa.

Juan Ramón Jiménez lo expresa en prosa poética: «¡Qué sonreír el de la chiquilla!... Con su llorosa alegría me ofreció dos escogidas naranjas. Las tomé agradecido, y le di una al borriquillo débil, como dulce consuelo, otra a Platero, como premio áureo».

No es añoranza de otros tiempos pasados, mejores, infantiles. La sencillez es puerta hacia la comprensión de un futuro que comienza en cada instante. Ese futuro al que el sencillo va con los brazos abiertos. A veces pienso que el sencillo esconde un tesoro: la eternidad del Amor de Dios.


Ernesto Juliá (ernesto.julia@gmail.com) | Publicado anteriormente en Religión Confidencial.


Inmaculada Concepción: luz para el mundo

La fiesta de la Inmaculada Concepción nos invita cada 8 de diciembre a contemplar a María en la plenitud de la gracia. Es una solemnidad que hunde sus raíces en la tradición de la Iglesia y que, a la vez, mira hacia adelante: hacia la redención que Cristo trae al mundo y hacia la misión que cada creyente está llamado a vivir.

En este misterio, la Iglesia reconoce que Dios preparó a María de Nazaret desde el primer instante de su existencia para ser la Madre del Salvador. Una verdad que ilumina la Anunciación, nos introduce en la espera del Tiempo de Adviento y renueva la vida espiritual de los cristianos. También es un día de especial relevancia para instituciones como la Fundación CARF, que busca difundir una formación sólida en la fe y promover vocaciones al servicio de la Iglesia universal.

Cuadro de Murillo de la Inmaculada Concepción

Un dogma que revela la lógica del amor de Dios

La proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción el 8 de diciembre de 1854 no fue una novedad improvisada. Fue el reconocimiento solemne de algo que la piedad cristiana, la liturgia y los Padres de la Iglesia habían afirmado durante siglos: que María fue preservada del pecado original desde su concepción, por los méritos anticipados de Jesucristo.

Esta verdad expresa una lógica profunda del amor divino: Dios actúa antes, prepara, cuida, adelanta la gracia. El misterio de la Inmaculada Concepción muestra que la historia de la salvación no es improvisada, sino que responde a un plan donde la libertad humana y la iniciativa de Dios se encuentran.

La solemnidad del 8 de diciembre nos ayuda a comprender mejor la misión única de María. Al estar llena de gracia desde el inicio, su libertad estuvo plenamente orientada hacia Dios. Esto no significa ausencia de lucha o automatismo, sino la plenitud de una vida abierta por entero a la voluntad divina. Ella se convierte así en modelo de lo que Dios sueña para cada persona: una existencia marcada por la gracia y la disponibilidad.

El Arcángel san Gabriel, arrodillado con humildad ante la Virgen María en un pórtico, le anuncia que será la Madre de Dios.
"La Anunciación" (c. 1426) de Fra Angelico. San Gabriel es representado como el sublime mensajero de la Encarnación del Verbo.

La Anunciación: el momento donde la Inmaculada revela su misión

Al contemplar la Inmaculada Concepción, la mirada se dirige de forma natural hacia la Anunciación. Allí, el ángel Gabriel saluda a María con palabras que confirman el misterio: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo». Su plenitud de gracia no es un adorno espiritual, sino la condición para la misión que Dios le confía.

La respuesta de María –un sí “sin rodeos”, total– es posible porque su corazón no está dividido. Su libertad íntegra es fruto de esa preparación divina que celebramos el 8 de diciembre. De este modo, la Inmaculada Concepción ilumina todo el plan de Dios: en María comienza la nueva creación que Cristo consumará.

Esta perspectiva es especialmente valiosa en el Tiempo de Adviento. Mientras la Iglesia espera la venida del Señor, mira a María como anticipo y modelo. En ella ya brilla la redención futura; en ella ya se ve lo que Dios puede hacer cuando encuentra un corazón abierto

Un mensaje para la vida cristiana de hoy

Celebrar la Inmaculada Concepción no es solo recordar un dogma. Es asumir un mensaje para la vida diaria. María nos muestra que la gracia no es abstracta: transforma, sostiene, orienta. Su vida es una invitación a confiar en la acción de Dios incluso cuando no comprendemos todos los detalles del camino.

En un tiempo marcado por la prisa, la superficialidad y la búsqueda de seguridades inmediatas, la figura de la Inmaculada invita a volver al centro: a la docilidad, la escucha y la apertura a la gracia. El creyente descubre que la verdadera libertad nace cuando Dios ocupa el primer lugar.

Inspiración para la misión de la Iglesia

La Inmaculada Concepción también inspira la misión evangelizadora de la Iglesia. María, llena de gracia, es fuente de esperanza y modelo de entrega. Por eso instituciones al servicio de la formación y de las vocaciones sacerdotales —como la Fundación CARF— encuentran en esta fiesta una referencia luminosa. La Iglesia necesita hombres y mujeres que, como María, vivan en actitud de disponibilidad, guiados por la gracia y al servicio de la misión.

La belleza de este misterio anima a seguir construyendo una Iglesia más santa, más cercana y más capaz de llevar la luz de Cristo al mundo.


«En Loreto soy especialmente deudor de Nuestra Señora»

Josemaría Escrivá de Balaguer estuvo en Loreto por primera vez los días 3 y 4 de enero de 1948. Pero el motivo por el que el fundador del Opus Dei se consideraba especialmente en deuda con la Virgen de Loreto responde a una gravísima necesidad que surgió años después y que estaba ligada a la estructura jurídica de la Obra, por lo que acudió a pedir la protección de la Virgen María.

Relato de las visitas del fundador del Opus Dei a Loreto

«En la tarde del 3 de enero llegaron a Loreto san Josemaría, don Álvaro del Portillo, Salvador Moret Bondía e Ignacio Sallent Casas. Hicieron la oración en el recinto de la Casa de Nazaret, dentro del Santuario. Al salir del templo, el Padre preguntó a don Álvaro:

—¿Qué has dicho a la Virgen?

—«¿Quiere que se lo diga? Y, ante un gesto del Padre, contestó: —«Pues he repetido lo de siempre, pero como si fuera la primera vez. Le he dicho: te pido lo que te pida el Padre.

Me parece muy bien lo que has dicho –le comentó más tarde san Josemaría–. Repítelo muchas veces».

La fiesta de Nuestra Señora de Loreto se celebra el 10 de diciembre. Foto: Vatican News.

Los años 50 fueron de mucho sufrimiento para san Josemaría, por incomprensiones y conflictos. En medio de estas dificultades, decidió ir a Loreto para ponerse al amparo del manto y caricias de la Virgen.

Consagración al Corazón Dulcísimo de María: 15 de agosto de 1951

«El día 14 de agosto de 1951 decide salir por carretera hacia Loreto –narra la escritora Ana Sastre– para estar allí el día 15, y consagrar el Opus Dei a la Santísima Virgen. El calor es sofocante y la sed se dejará sentir durante todo el trayecto. No había autopista. La carretera corre entre valles, se empina para escalar los Apeninos y desciende, en la última parte, hasta llegar al Adriático.

Según una tradición multisecular, desde 1294 la Santa Casa de Nazaret está en la colina de Loreto, bajo el crucero de la basílica edificada con posterioridad. Es rectangular, con muros de unos cuatro metros y medio de altura. Una pared es de factura moderna, pero las otras, desprovistas de cimientos, ennegrecidas por el humo de los cirios, son según la tradición las de la Casa de Nazareth. 

Su estructura y la formación geológica de los materiales no tienen parecido alguno con los caracteres de la antigua arquitectura de la zona: es perfectamente análoga a las construcciones que se realizaban en Palestina hace veinte siglos: sillares de piedra arenosa, que utilizaban la cal como elemento de unión.

El santuario se apoya sobre una loma cubierta de laureles, de ahí el nombre. Aparcan en la plaza Central y el Padre sale rápidamente del coche. Durante quince o veinte minutos, le pierden entre la gente que llena la basílica. Al fin sale, después de saludar a la Virgen, sonriente y animoso. Son las siete y media y hay que volver a Ancona para pasar la noche».

«A la mañana siguiente, antes de que el sol se deje caer con aplomo, vuelven a la carretera. A pesar de lo temprana que es la hora, el santuario está repleto. El Padre se reviste en la sacristía y avanza hacia el altar de la Casa de Nazaret para celebrar la Misa. El pequeño recinto está atestado y el calor es sofocante».

La Santa Misa y la consagración del Opus Dei

«Bajo las lámparas votivas, quiere oficiar la Liturgia con toda devoción. Pero no ha contado con el fervor de la muchedumbre en este día de fiesta: "Mientras besaba yo el altar cuando lo prescriben las rúbricas de la Misa, tres o cuatro campesinas lo besaban a la vez. Estuve distraído, pero me emocionaba.

Atraía también mi atención el pensamiento de que en aquella Santa Casa –que la tradición asegura que es el lugar donde vivieron Jesús, María y José–, encima de la mesa del altar, han puesto estas palabras: Hic Verbum caro factum est. Aquí, en una casa construida por la mano de los hombres, en un pedazo de la tierra en que vivimos, habitó Dios" (Es Cristo que pasa, 12).

«Durante la Misa, sin fórmula alguna pero con palabras llenas de fe, el Padre hace la consagración del Opus Dei a la Señora. Y, después, hablando en voz baja a los que están a su lado, vuelve a repetirla en nombre de todo el Opus Dei: 

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El fundador del Opus Dei con Mons. Alvaro del Portillo delante de la Santa Casa.

Una invocación a la Virgen

"Te consagramos nuestro ser y nuestra vida; todo lo nuestro: lo que amamos y somos. Para ti nuestros cuerpos, nuestros corazones y nuestras almas; tuyos somos. Y para que esta consagración sea verdaderamente eficaz y duradera, renovamos hoy a tus pies, Señora, la entrega que hicimos a Dios en el Opus Dei. Infunde en nosotros amor grande a la Iglesia y al Papa, y haznos vivir plenamente sumisos a todas sus enseñanzas" (RHF 20755, p. 450).

El Padre ha salido de Roma visiblemente cansado. Pero, al volver, parece renovado. Como si todo obstáculo acabara de pulverizarse en el camino de Dios. Hace unas semanas que ha propuesto a sus hijos e hijas una invocación dirigida a la Madre de Jesús para que la repitan continuamente Cor Mariae dulcissimum, iter para tutum!, Corazón dulcísimo de María, ¡prepáranos un camino seguro!»

«Las rutas del Opus Dei siempre estarán precedidas por la sonrisa y el amor de la Virgen. Una vez más, el Fundador se ha movido en las coordenadas de la fe. Pone los medios humanos, pero confía en la intervención decisiva de lo alto. "Dios es el de siempre. –Hombres de fe hacen falta: y se renovarán los prodigios que leemos en la Santa EscrituraEcce non est abbreviata manus Domini –¡El brazo de Dios, su poder, no se ha empequeñecido! (Camino, 586)”.

Fue a la Santa Casa otras seis veces: el 7 de noviembre de 1953, el 12 de mayo de 1955, el 8 de mayo de 1960, el 22 abril de 1969, el 8 de mayo de1969 y la última el 22 de abril de 1971. El 9 de diciembre de 1973, víspera de la fiesta de la Virgen de Loreto, dijo "Todas las imágenes, todos los nombres, todas las advocaciones que el pueblo cristiano da a Santa María, a mí me parecen maravillosas. Pero en Loreto soy especialmente deudor de Nuestra Señora"».

La Leyenda de la Santa Casa de Loreto

La historia de esta advocación mariana se mueve entorno a la casa donde nació la Virgen María y vivió con Jesús y san José en Nazaret, Palestina.

El milagro: según la tradición, cuando los Cruzados perdieron el control de Tierra Santa en 1291, la casa corría peligro de ser destruida. Para salvarla, una comitiva de ángeles la levantó por los aires y la transportó cruzando el Mediterráneo.

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Basílica de la Santa Casa.

La historia del viaje cuenta que la casa voló primero a Croacia (Trsat), luego cruzó el mar Adriático hacia Italia (Ancona) y finalmente se posó, el 10 de diciembre de 1294, en un bosque de laureles (lauretum en latín, de donde viene el nombre Loreto).

Desde el punto de vista de las distintas investigaciones modernas algunos sugieren que la familia noble bizantina Angeli (apellido que significa ángeles) financió y organizó el traslado de las piedras de la Santa Casa en un barco para salvarlas, lo que dio origen a la hermosa leyenda del vuelo angelical.

¿Por qué Loreto es una Virgen Negra?

Cuando visitas el santuario de Loreto o contemplas las imágenes de muchas advocaciones marianas, Torreciudad, Montserrat..., notas que tanto la Virgen como el Niño son de piel oscura. La causa más habitual de ese tono marrón muy oscuro es que la madera tomaba ese color con el paso de los años, sobre todo, debido al humo de las velas y de las lámparas de aceite dentro de la pequeña Santa Casa.

En el caso de Loreto, la restauración, tras un incendio en 1921, se talló una nueva imagen utilizando cedro del Líbano (una madera oscura) y se decidió mantener el color negro tradicional que la había hecho tan reconocible para los peregrinos durante siglos.

Loreto, patrona de la Aviación

Debido al traslado milagroso de la Santa Casa, desde Palestina hasta Italia, el Papa Benedicto XV la proclamó patrona principal de la aviación universal en 1920. Además, en España es la patrona del Ejército del Aire, del Sepla y del Espacio. Cada 10 de diciembre es un día grande en todas las bases aéreas españolas.

La Virgen de Loreto protege a los pilotos y militares, pero también a los viajeros aéreos y a todo el personal de vuelo.

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4. Himno: la Salve Aviadora

En España, la devoción está muy ligada a este himno emocionante que se canta en los actos castrenses y religiosos:

«Salve, Madre, Salve, Reina del Cielo, de la hermosura una estrella, de la pureza el fulgor; fuente del más puro amor, nuestra esperanza está en ella, Salve, Madre, Salve, Reina del Cielo.

Si nuestras alas se quiebran, al final de nuestro vuelo, antes de llegar al suelo, tus brazos con amor se abran, Salve, Madre, Salve, Reina del Cielo».

Celebraciones en España

Además de las tradicionales celebraciones militares, también hay fiestas religiosas y civiles muy populares: el mismo 10 de diciembre, que es la la festividad litúrgica oficial. Se celebra en muchas parroquias dedicadas a Nuestra Señora de Lore (como la de Barajas en Madrid o en colinas cercanas a aeropuertos).

Como fiestas populares destacadas en Jávea y Santa Pola, localidades alicantinas, las fiestas en honor a la Mare de Déu de Loreto son muy importantes. Curiosamente, en Jávea se celebran a finales de agosto y a principios de septiembre, con los tradicionales Bous a la Mar.



San Francisco Javier, vida y misión del gigante de las misiones

San Francisco Javier es una de las figuras más destacadas de la Historia de la Evangelización cristiana, y cada año su fiesta recuerda a la Iglesia católica que la misión requiere una preparación previa, el envío y una visión verdaderamente universal.

Su vida, marcada por una entrega total, se conecta de forma natural con el trabajo que realizan instituciones dedicadas a la formación sacerdotal, como la Fundación CARF. Esta relación permite leer su vida no como un episodio histórico aislado, sino como una referencia viva para el servicio que la Iglesia presta en todo el mundo.

Castillo de Javier en Navarra, fortaleza medieval situada en el lugar de nacimiento de san Francisco Javier.
El Castillo de Javier, en Navarra, es el lugar de su nacimiento y uno de los más llamativos de su historia.

La vida de san Francisco Javier

Francisco de Jasso Azpilicueta nació en 1506 en el castillo de Javier, Navarra, en el seno de una familia noble. Desde joven destacó por sus capacidades intelectuales y deportivas, lo que le abrió las puertas de la Universidad de París, donde llegó a ser profesor. Allí vivió un periodo decisivo para su vocación: el encuentro con Íñigo de Loyola, su compañero de habitación y amigo: san Ignacio.

En un principio, Francisco no tenía intención alguna de orientar su vida hacia la vida religiosa o misionera. Su objetivo era progresar en el ámbito académico. Sin embargo, Ignacio supo interpelarlo con una frase que se convirtió en punto de inflexión: «¿de qué te sirve ganar el mundo entero si pierdes tu alma?» Con el tiempo, ese mensaje transformó sus prioridades.

Este cambio interior lo llevó a unirse al núcleo fundacional de la Compañía de Jesús en 1534. Aquella decisión marcó el inicio de una vida orientada por completo al servicio de la Iglesia católica en todo el mundo.

En 1541, a petición del rey de Portugal, la Compañía de Jesús recibió el encargo de enviar a misioneros a los territorios asiáticos del reino. Aunque Ignacio había pensado inicialmente en otros compañeros, las circunstancias hicieron que fuera Francisco Javier quien tomara el rumbo a Oriente. Aceptó sin dudarlo.

Mapa de los siete viajes de san Francisco Javier entre 1541 y 1552, con rutas diferenciadas por colores que indican sus desplazamientos por África, India y el sudeste asiático.

Su llegada a Goa en 1542 inauguró una etapa misionera sin precedentes. San Francisco Javier recorrió India, Malaca, las islas Molucas y Japón, siempre con un estilo claro: cercanía con la gente, aprendizaje de lenguas, búsqueda de adaptación cultural y una actitud de escucha permanente. Su sueño era llegar a China, pero murió en 1552 en la isla de Shangchuan, a las puertas del continente.

Su método, basado en la presencia directa y la comprensión del contexto local, sentó las bases de lo que hoy la Iglesia reconoce como una evangelización respetuosa y profundamente humana.

Javier entendió que su vocación de misionero no era una idea abstracta, sino una tarea concreta que exige humildad, estudio y constancia. Su capacidad para moverse entre culturas diferentes, aprender idiomas y comprender sociedades y quererlas hizo que su fuego interior (ese amor por Jesucristo) le llevase a bautizar a más de treinta mil personas. Se cuenta que a veces se tenía que sostener un brazo con el otro porque le fallaban las fuerzas de tanto impartir el sacramento.

Su apostolado también llegaba a Europa por medio de cartas encendidas y entusiastas que provocaron que muchos otros jóvenes se animasen a convertirse en misioneros los siglos siguientes.

La misión de formar en la Iglesia

Uno de los elementos más relevantes de su labor fue la formación de catequistas, la creación de comunidades cristianas y la preparación de líderes locales que garantizaran la continuidad de la evangelización de la Iglesia católica. San Francisco Javier sabía que no bastaba con llegar a nuevos territorios: era imprescindible formar personas capaces de sostener la fe en cada comunidad.

Ese énfasis convierte su vida en referencia directa para quienes trabajan hoy en la formación integral de sacerdotes. La Fundación CARF desarrolla un trabajo que conecta también con la visión misionera de san Francisco Javier: formar seminaristas y sacerdotes diocesanos con una preparación intelectual, humana y espiritual suficiente para evangelizar en cualquier parte del mundo.

La Fundación apoya cada año a seminaristas y sacerdotes provenientes de más de 130 países, muchos de ellos de lugares donde la Iglesia está en crecimiento, donde existe escasez de recursos o donde los desafíos pastorales son grandes. Esa diversidad refleja la universalidad que san Francisco Javier encarnó durante su vida de gigante de las misiones.

San Francisco Javier es conocido como el hombre que transformó las misiones en una aventura global. Su impaciencia por salvar almas le llevó a no parar nunca, y siempre buscó ir más allá. Por todo ello la Iglesia católica lo nombró Patrono Universal de las Misiones (junto a la monja Santa Teresita del Niño Jesús, aunque por motivos deferentes a ella).

Los jóvenes que estudian con el apoyo de la Fundación CARF se forman para su diócesis de origen y para servir a la Iglesia universal. Aprenden a dialogar con culturas distintas, a comprender realidades sociales complejas y a sostener comunidades donde, muchas veces, el sacerdote es el único referente educativo o social.

Así como san Francisco Javier supo que la misión necesitaba personas preparadas, la Fundación CARF contribuye a que parroquias, diócesis y territorios de misión puedan contar con sacerdotes sólidamente formados. Todos estos alumnos regresan después a sus países, donde la figura del sacerdote es esencial para la educación, el acompañamiento espiritual, la estabilidad comunitaria y la transmisión de la fe.

Desde un punto de vista humano, poco explicable, lo que más impacta de la vida de San Francisco Javier fue la magnitud física de su trabajo. En el siglo XVI, sin los medios de transporte modernos, llegó a recorrer unos cien mil kilómetros (equivalente a dar la vuelta al mundo más de dos veces). Con motivo recibe el calificativo de gigante de las misiones.

Si algo caracterizó la vida de san Francisco Javier fue su visión global y su capacidad para abrir caminos. La misión de la Fundación CARF replica su aventura geográfica desde la esencia: generar condiciones para que la fe llegue donde más se necesita, de forma ordenada, profunda y con visión de futuro.


La comunión de los santos: una consoladora verdad de fe

El 2 de noviembre, la Liturgia de la Iglesia nos propone la conmemoración de Todos los Fieles Difuntos. Nos recuerda que los cristianos podemos y debemos ayudar a las almas benditas del Purgatorio, que allí esperan su purificación completa con ansia de llegar a la casa del Cielo; nuestra cooperación permite a esas almas llegar cuanto antes.

También, Dios, en su misericordia, nos concede la posibilidad de ser intercesores unos de otros, no solo lo posibilita gracias al Bautismo, sino que nos recuerda que necesitamos de los demás, y somos responsables de los demás. Necesitamos de la donación de los demás y hemos de ser donantes, somos oveja y pastor al mismo tiempo. Cada uno depende de los demás, y los demás dependen de nosotros para llegar al Cielo.

Todos los bautizados estamos unidos a Cristo, y en Cristo, unos con otros. Y por eso, nos podemos ayudar mutuamente sin que la muerte lo impida. Vamos a desgranar esta verdad de nuestra fe, para que confiemos más en la comunión de los santos: «queridos amigos, ¡qué hermosa y consoladora es la comunión de los santos! Es una realidad que infunde una dimensión distinta a toda nuestra vida.

¡Nunca estamos solos! Formamos parte de una compañía espiritual en la que reina una profunda solidaridad: el bien de cada uno redunda en beneficio de todos y, viceversa, la felicidad común se irradia sobre cada persona. Es un misterio que, en cierta medida, ya podemos experimentar en este mundo, en la familia, en la amistad, especialmente en la comunidad espiritual de la Iglesia» (Benedicto XVI, Angelus. 1 de noviembre de 2009).

Un recurso con tradición: los santos del Cielo

En uno de los muros de la casa de san Pedro en Cafarnaúm se descubrió un grafito en el que los primeros cristianos invocan la intercesión del apóstol para obtener el favor de Dios. Este descubrimiento arqueológico de 1968 de un grupo italiano desmonta la pretensión protestante de que la mediación de los santos es una invención medieval de una iglesia supersticiosa.

almas del purgatorio comunión de los santos

Desde la segunda mitad del siglo I, la casa de Pedro gozaba de una clara distinción con respecto a las demás. Cuando los cristianos dejaron de ser perseguidos en el imperio romano, a finales del siglo IV, levantaron en ese lugar un hogar de peregrinos y, más tarde, una iglesia bizantina, cuyos restos se pueden ver hoy.

En los inicios de la Iglesia, surge la veneración y el recurso a los apóstoles y los mártires. Luego, se han sumado otros muchos, entre ellos aquellos «cuyo preclaro ejercicio de virtudes cristianas y cuyos divinos carismas los hacían recomendables a la piadosa devoción e imitación de los fieles», (Concilio Vaticano II, Lumen Gentium n. 50). Los santos del Cielo son un tesoro de la Iglesia, una gran ayuda en nuestro caminar al Cielo, que nos llena de esperanza.

Pero no solo nos protegen…

Enseñaba san Agustín, «no vayamos a pensar que estamos regalando algo a los mártires cuando celebramos sus días solemnes. Se gozan con nosotros no tanto cuando los honramos como cuando los imitamos».

Como señalaba el papa Francisco, «los santos nos dan un mensaje. Nos dicen: fiaos del Señor, porque el Señor no defrauda. No decepciona nunca, es un buen amigo siempre a nuestro lado. Con su testimonio, los santos nos alientan a no tener miedo de ir a contracorriente, o de ser incomprendidos y escarnecidos cuando hablamos de Él y del Evangelio; nos demuestran con su vida que quien permanece fiel a Dios y a su Palabra experimenta ya en esta tierra el consuelo de su amor y luego el céntuplo en la eternidad» (Francisco, homilía en la fiesta de Todos los Santos, 1 de noviembre de 2013).

Por eso, es una costumbre cristiana leer y meditar biografías de santos y sus escritos. Con sus vidas y sus enseñanzas, nos señalan el camino bueno y recto para encontrar y amar a Jesús, que es el denominador común de todos ellos, nos sirven de guías y naos hablan en la intimidad del corazón. Cultivar la devoción a los santos, los que cada uno quiera, traerá a nuestra vida contar con grandes amigos en el Cielo, que rogarán ante Dios y nos acompañarán en el camino.

Ser mecenas del Cielo

El término mecenas tiene su origen en Cayo Mecenas, un consejero del emperador romano Augusto, que con sus riquezas impulsaba las artes, protegiendo y patrocinando a poetas, escritores y artistas de su tiempo. En nuestro caso, Dios desea y permite que seamos solidarios entre hermanos, si vivimos unidos a Jesucristo. Es la realidad de la comunión de los santos.

Esa solidaridad se extiende a todos los bautizados. Gracias al Bautismo formamos parte de la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, del que Él es la cabeza (rf. Colosenses 1, 18). Esa comunión además de significar “unión con”, también supone “comunicación de bienes” entre las almas en que el Espíritu Santo, el Espíritu de Cristo, tiene su morada.

«De la misma manera que en un cuerpo natural la actividad de cada miembro repercute en beneficio de todo el conjunto, así también ocurre con el cuerpo espiritual que es la Iglesia: como todos los fieles forman un solo cuerpo, el bien producido por uno se comunica a los demás» (santo Tomás de Aquino, Sobre el Credo, 1. c. 99).

Dado que el Bautismo nos hace participes de la vida eterna, de la vida con Dios, la muerte no interrumpe esa unión con los que han muerto, no rompe la familia de los creyentes. «Dios es no es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para Él todos viven» (Mateo 22, 32). Por eso, este mes centramos nuestro favor por los difuntos, por las almas del Purgatorio.

«En este mes de noviembre, estamos invitados a rezar por los difuntos. Guiados por la fe en la comunión de los santos, traten de confiar a Dios, especialmente en la Eucaristía, a sus familiares, amigos y conocidos fallecidos, sintiéndolos cercanos en la grande compañía espiritual de la Iglesia» (papa Francisco, Audiencia del 6 de noviembre de 2019).

imagen creada con IA de la comunión de los santos en el cielo
Imagen creada con IA de la comunión de los santos en el cielo.

La Iglesia nos anima a que intensifiquemos nuestra ayuda a los que han muerto, que los apadrinemos con el tesoro de gracias que Jesús donó a su Iglesia y con nuestras buenas obras, que ellas sean las destinatarias principales de nuestro mecenazgo, para que sean admitidas en el Cielo.

Por bondad de Dios, los cristianos peregrinos en la tierra podemos colaborar con Él. Por la comunión de los santos, con nuestros sufragios, aceleramos el proceso de purificación de esas almas, adelantamos su entrada en la Gloria ¡Cuánto podemos ayudarles!

Una oración con vuelta

Esta solidaridad es muy grata a Dios porque, en su misericordia, desea que las almas tan amadas del Purgatorio lleguen al Cielo cuanto antes. Por eso, rezar por los difuntos es una de las obras de misericordia espirituales, que hemos de practicar siempre, pero especialmente en noviembre. En una revelación particular, Jesús decía:

«Quiero que se rece por estas benditas almas del Purgatorio, ya que mi divino Corazón arde de amor por ellas. ¡Deseo ardientemente su liberación, para poder unirlas a mí por fin totalmente! (…) No te olvides de mis palabras: "estaba en la cárcel y me habéis visitado". Aplícalas a estas benditas almas: es a Mí a quien visitas en ellas, con tus oraciones y tus obras en su favor y por sus intenciones».

«Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico, para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios. La Iglesia también recomienda las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia en favor de los difuntos» (Catecismo de la Iglesia católica n. 1032).

¿Lo hacemos así? Cuando asistimos a un funeral, ¿rezamos intensamente por el difunto? Cuando asistimos a la santa Misa, ¿nos acordamos de rezar por los difuntos, al menos en el momento en que la liturgia lo tiene previsto, en el memento de difuntos, que no falta en ninguna de las plegarias eucarísticas?

Cuando pasamos cerca de un cementerio, ¿levantamos el corazón a Dios rogando por las almas allí enterradas? Por piedad con ellos, ¿visitamos a nuestros difuntos, para rezar por ellos, adecentar sus tumbas y traerles flores como signo de esperanza?

La ilusión de “vaciar” el Purgatorio, de que Dios conceda una amnistía general, ¿nos mueve para ganar indulgencias por los difuntos, a ofrecer cualquier obra buena a modo de sufragio, a rezar el Rosario suplicando a la Virgen, puerta del Cielo, que socorra a sus hijos? También podemos dedicar los lunes a orar por las almas del Purgatorio, según la costumbre de la Iglesia…

«Nuestra oración por ellos puede no solamente ayudarles, sino también hacer eficaz su intercesión en nuestro favor» (Catecismo de la Iglesia católica n. 958). Las oraciones por los difuntos son oraciones “de ida y vuelta”. Las almas del purgatorio están más cerca de Dios que nosotros, y lo estarán siempre; están unidas a nosotros por la comunión de los santos y nos quieren. No sufren sin más; aunque no pueden merecer para ellas, sí pueden hacerlo por nosotros. Así dan gloria a Dios, procurando que el amor de Dios llene los corazones de los hombres y se salven.

Nos animarán a aplicarnos, a querer mejor a Dios y a los demás, a aborrecer el pecado –también el venial– que tanto dolor causa, a amar la cruz de cada día, a purificarnos a través de los medios que nos ha dejado Cristo: la oración, los sacramentos, la caridad…

Nos dicen: "merece la pena no pasar por estas penas que pasamos, también para vuestros años en la tierra". De ahí surge la devoción a las almas del Purgatorio. De manera que, cuando fallece alguien cercano, tan conveniente es pedir por él como pedirle a él. Encomendémonos a las almas del Purgatorio, pidámosles cosas.

Los santos han sido grandes devotos de esta ayuda mutua. San Alfonso María de Ligorio afirma que podemos creer que a las almas del Purgatorio «el Señor les da a conocer nuestras plegarias, y si es así, puesto que están tan llenas de caridad, por seguro podemos tener que interceden por nosotros» (san Alfonso María de Ligorio, El gran medio de la oración, capítulo I, III).

Santa Teresita del Niño Jesús, acudía con frecuencia a la ayuda de ellas y, tras recibirla, se sentía en deuda: «Dios mío, te suplico que pagues tú la deuda que tengo contraída con las almas del purgatorio» (santa Teresa del Niño Jesús, Últimas conversaciones, 6-VIII-1897).

También san Josemaría Escrivá confesaba su complicidad con ellas: “Al principio sentía muy fuerte la compañía de las almas del purgatorio. Las sentía como si me tiraran de la sotana, para que rezara por ellas y para que me encomendara a su intercesión. Desde entonces, por los servicios enormes que me prestaban, me ha gustado decir, predicar y meter en las almas esta realidad: mis buenas amigas las ánimas del purgatorio».

Ganas si ganas los demás

«Ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo» (Romanos 14, 7). «Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él» (1 Corintios 12, 26). Todo lo que cada uno hace o sufre en y para Cristo, beneficia a todos. Podemos rezar y obrar por los demás, conocidos o desconocidos, próximos o lejanos, e interceder ante Dios por sus sufrimientos, miedos, dolencias, enfermedades, conversión, salvación…

El amor que nos lleva a procurar un servicio, un consuelo, una atención material es el mismo amor que, con sentido sobrenatural, nos lleva a rezar y ofrecer pequeños sacrificios por personas, quizá lejanas físicamente, pero cercanísimas en el corazón de Cristo. Se trata de una ayuda real, y de un amor y de un cariño efectivo.

En los negocios está de moda vender que los mejores son los “win-win”. Ganas si los demás ganan también. En la comunión de los santos, sin duda es así. Es un aliciente para nuestra vida cristiana. Dios nos permite acompañar a los demás a través de la comunión de los santos. Además, si pensamos en los demás se nos hace menos difícil vencernos en eso que nos cuesta y debemos hacer. Tal vez no lo haríamos por nosotros, pero pensar en los demás, en las necesidades de la Iglesia y del mundo, nos da el empujón definitivo. No podemos fallarles.

Es lo que sugería san Josemaría: «¿has visto con qué facilidad se engaña a los chiquitines? —No quieren tomar la medicina amarga, pero... ¡anda! –les dicen–, esta cucharadita, por papá; esta otra por tu abuelita... Y así, hasta que han ingerido toda la dosis. Lo mismo tú» (san Josemaría Escrivá de Balaguer, Camino n. 899) con lo que nos cuesta.

Así fomentamos la conciencia de que nunca estamos solos y nunca hacemos las cosas solo uno. Siempre hay alguien que reza y se sacrifica por nosotros. Y con esa ayuda, podemos. Todo lo que une a Cristo, todo lo que viene de Él, es compartido por todos, nos ayuda a todos.

Imagen creada con IA de la comunión de los santos en el cielo y algunos muy conocidos
Imagen creada con IA de la comunión de los santos en el cielo y algunos muy conocidos.

Una particular comunión de los santos: la familia

San Josemaría lo recordaba a los matrimonios que le visitaban. «En mis conversaciones con tantos matrimonios, les insisto en que mientras vivan ellos y vivan también sus hijos, deben ayudarles a ser santos, sabiendo que en la tierra no seremos santos ninguno. No haremos más que luchar, luchar y luchar. –Y añado: vosotros, madres y padres cristianos, sois un gran motor espiritual, que manda a los vuestros fortaleza de Dios para esa lucha, para vencer, para que sean santos. ¡No les defraudéis!» (san Josemaría Escrivá de Balaguer, Forja n. 692).

En hebreo el vocablo empleado para designar matrimonio es kidusshin, palabra que sirve para designar “santidad”. Los judíos consideraban el matrimonio algo sagrado, y por eso empleaban el término santificación, un regalo del Espíritu de Dios. Dios también muestra su misericordia a través de la familia: no nos deja a la intemperie, sino que su proyecto de amor es que el hombre nazca y viva en una familia, en la que cada miembro, gracias al amor de los esposos entre sí y con cada hijo, sea capaz de vivir en, de y por amor.

Marido y mujer son cooperadores de Dios: vuestra familia tiene que ser introducida en la familia de Dios por vuestra vida santa de entrega total. Vivís una especial comunión de los santos con vuestro conyugue y vuestros hijos. Tal es el interés de Dios que bendice el matrimonio con uno de los siete sacramentos. Y también es el interés del demonio que la familia naufrague, como lo vemos en estos tiempos.

Para hacerlo realidad en el día a día, puede servir la costumbre de ofrecer lo bueno de cada día de la semana por uno de los miembros de la familia. Si ayuda, en la distribución de los días, puedes dedicar el sábado a tu mujer, ya que la Iglesia se acuerda especialmente de la Virgen; el miércoles, a ti mismo, ya que la Iglesia se acuerda de san José; el lunes, de los difuntos de la familia, por esa razón; el domingo, por toda la familia en el término más amplio, porque es el día de la Trinidad y lo normal es que lo paséis en familia; …aplica el resto. Se puede repetir o juntar dependiendo del tamaño de familia.

Vale la pena

Cuando por la misericordia de Dios, un día lleguemos al Cielo podremos contemplar el bien tan grande que hicimos a muchos cristianos y a la Iglesia entera desde nuestra mesa de trabajo, la cocina, el gimnasio, la sala de estar... nos admiraremos del potencial de la comunión de los santos, y recibiremos muchos agradecimientos y agradeceremos tantas ayudas. Por eso, no dejemos que se pierda una sola hora de trabajo, una contrariedad, una preocupación o una enfermedad. Todo lo podemos convertir en gracia y vivificar así, unidos a Cristo, todo su Cuerpo místico. Y, en este mes, de forma más intensa por las almas del purgatorio que tanto necesitan nuestra ayuda.


Alberto García-Mina Freire 


Cristo Rey, solemnidad 2025

En el último domingo del año litúrgico se celebra la solemnidad de Cristo Rey del universo. Ofrecemos el texto y el audio de la homilía que san Josemaría predicó el 22 de noviembre de 1970 y una breve reseña histórica del origen de la fiesta.


Texto y audio de la homilía: en la fiesta de Cristo Rey, pronunciada el 22-XI-1970 por san Josemaría.


Historia de la solemnidad de Cristo Rey

En el año 325, se celebró el primer concilio ecuménico en la ciudad de Nicea, en Asia Menor. En esta ocasión, se definió la divinidad de Cristo contra las herejías de Arrio: «Cristo es Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero». El concilio fue convocado por el emperador romano Constantino I.

Sus principales logros fueron el arreglo de la cuestión cristológica de la naturaleza del Hijo de Dios y su relación con Dios Padre, la construcción de la primera parte del Símbolo niceno (primera doctrina cristiana uniforme), el establecimiento del cumplimiento uniforme de la fecha de la Pascua, y la promulgación del primer código de derecho canónico.

En 1925,1600 años después, el papa Pío XI proclamó que el mejor modo de que la sociedad civil obtenga «justa libertad, tranquilidad y disciplina, paz y concordia» es que los hombres reconozcan, pública y privadamente, la realeza de Cristo:

«Porque para instruir al pueblo en las cosas de la fe –escribió– mucha más eficacia tienen las fiestas anuales de los sagrados misterios que cualesquiera enseñanzas, por autorizadas que sean, del eclesiástico magisterio (…) e instruyen a todos los fieles (…) cada año y perpetuamente; (…) penetran no solo en la mente, sino también en el corazón, en el hombre entero». (Encíclica Quas primas, 11 de diciembre de 1925). 

La fecha original de la fiesta era el último domingo de octubre, esto es, el domingo que inmediatamente antecede a la festividad de Todos los Santos; pero con la reforma de 1969, se trasladó al último domingo del año litúrgico, para subrayar que Jesucristo, el Rey, es la meta de nuestra peregrinación terrenal. 

Los textos bíblicos cambian en los tres ciclos litúrgicos, lo que nos permite captar plenamente la figura de Jesús.

icono de nicea cristo rey solemnidad noviembre

Cristo Rey, colofón y final del año litúrgico

La solemnidad de Cristo Rey del universo, que cierra el año litúrgico, es una proclamación de la realeza de Jesucristo. Instituida por Pío XI esta fiesta responde a la necesidad de recordar que, aunque su reino no es de este mundo, Cristo posee una autoridad universal sobre toda la creación y sobre cada corazón humano.

Jesús es Rey no por poderío terrenal o dominación política, sino por su amor redentor y su entrega en la cruz. Su Reino es un reino de verdad, justicia, santidad y gracia; un reino de amor, paz y caridad. Como nos enseña la liturgia, él es el "Rey de reyes y Señor de señores" (Ap 19,16), cuyo trono es la cruz y su corona de espinas.

Celebrar a Cristo Rey es reconocer su soberanía en nuestras vidas personales y en la sociedad, comprometiéndonos a construir un mundo según los valores de su Evangelio. Es mirar hacia el final de los tiempos, cuando "Cristo sea todo en todos" (Col 3,11), y su Reino se manifieste en plenitud.

Texto completo de la homilía Cristo Rey de san Josemaría

Termina el año litúrgico, y en el Santo Sacrificio del Altar renovamos al Padre el ofrecimiento de la Víctima, Cristo, Rey de santidad y de gracia, rey de justicia, de amor y de paz, como leeremos dentro de poco en el Prefacio. Todos percibís en vuestras almas una alegría inmensa, al considerar la santa Humanidad de Nuestro Señor: un Rey con corazón de carne, como el nuestro; que es autor del universo y de cada una de las criaturas, y que no se impone dominando: mendiga un poco de amor, mostrándonos, en silencio, sus manos llagadas.

¿Por qué, entonces, tantos lo ignoran? ¿Por qué se oye aún esa protesta cruel: nolumus hunc regnare super nos, no queremos que éste reine sobre nosotros? En la tierra hay millones de hombres que se encaran así con Jesucristo o, mejor dicho, con la sombra de Jesucristo, porque a Cristo no lo conocen, ni han visto la belleza de su rostro, ni saben la maravilla de su doctrina.

Ante ese triste espectáculo, me siento inclinado a desagraviar al Señor. Al escuchar ese clamor que no cesa y que, más que de voces, está hecho de obras poco nobles, experimento la necesidad de gritar alto: oportet illum regnare!, conviene que Él reine.

Oposición a Cristo

Muchos no soportan que Cristo reine; se oponen a Él de mil formas: en los diseños generales del mundo y de la convivencia humana; en las costumbres, en la ciencia, en el arte. ¡Hasta en la misma vida de la Iglesia! Yo no hablo –escribe S. Agustín– de los malvados que blasfeman de Cristo. Son raros, en efecto, los que lo blasfeman con la lengua, pero son muchos los que lo blasfeman con la propia conducta.

A algunos les molesta incluso la expresión Cristo Rey: por una superficial cuestión de palabras, como si el reinado de Cristo pudiese confundirse con fórmulas políticas; o porque, la confesión de la realeza del Señor, les llevaría a admitir una ley. Y no toleran la ley, ni siquiera la del precepto entrañable de la caridad, porque no desean acercarse al amor de Dios: ambicionan sólo servir al propio egoísmo.

El Señor me ha empujado a repetir, desde hace mucho tiempo, un grito callado: serviam!, serviré. Que Él nos aumente esos afanes de entrega, de fidelidad a su divina llamada –con naturalidad, sin aparato, sin ruido–, en medio de la calle. Démosle gracias desde el fondo del corazón. Dirijámosle una oración de súbditos, ¡de hijos!, y la lengua y el paladar se nos llenarán de leche y de miel, nos sabrá a panal tratar del Reino de Dios, que es un Reino de libertad, de la libertad que Él nos ganó.

cristo rey del universo solemnidad noviembre

Cristo, Señor del mundo

Quisiera que considerásemos cómo ese Cristo, que –Niño amable– vimos nacer en Belén, es el Señor del mundo: pues por Él fueron creados todos los seres en los cielos y en la tierra; Él ha reconciliado con el Padre todas las cosas, restableciendo la paz entre el cielo y la tierra, por medio de la sangre que derramó en la cruz.

Hoy Cristo reina, a la diestra del Padre: declaran aquellos dos ángeles de blancas vestiduras, a los discípulos que estaban atónitos contemplando las nubes, después de la Ascensión del Señor: varones de Galilea ¿por qué estáis ahí mirando al cielo? Este Jesús, que separándose de vosotros ha subido al cielo, vendrá de la misma manera que le acabáis de ver subir.

Por Él reinan los reyes, con la diferencia de que los reyes, las autoridades humanas, pasan; y el reino de Cristo permanecerá por toda la eternidadsu reino es un reino eterno y su dominación perdura de generación en generación.

El reino de Cristo no es un modo de decir, ni una imagen retórica. Cristo vive, también como hombre, con aquel mismo cuerpo que asumió en la Encarnación, que resucitó después de la Cruz y subsiste glorificado en la Persona del Verbo juntamente con su alma humana. Cristo, Dios y Hombre verdadero, vive y reina y es el Señor del mundo. Sólo por Él se mantiene en vida todo lo que vive.

¿Por qué, entonces, no se aparece ahora en toda su gloria? Porque su reino no es de este mundo, aunque está en el mundo. Había replicado Jesús a Pilatos: Yo soy rey. Yo para esto nací: para dar testimonio de la verdad; todo aquel que pertenece a la verdad, escucha mi voz. Los que esperaban del Mesías un poderío temporal visible, se equivocaban: que no consiste el reino de Dios en el comer ni en el beber, sino en la justicia, en la paz y en el gozo del Espíritu Santo.

Verdad y justicia; paz y gozo en el Espíritu Santo. Ese es el reino de Cristo: la acción divina que salva a los hombres y que culminará cuando la historia acabe, y el Señor, que se sienta en lo más alto del paraíso, venga a juzgar definitivamente a los hombres.

Cuando Cristo inicia su predicación en la tierra, no ofrece un programa político, sino que dice: haced penitencia, porque está cerca el reino de los cielos; encarga a sus discípulos que anuncien esa buena nueva, y enseña que se pida en la oración el advenimiento del reino. Esto es el reino de Dios y su justicia, una vida santa: lo que hemos de buscar primero, lo único verdaderamente necesario.

La salvación, que predica Nuestro Señor Jesucristo, es una invitación dirigida a todos: acontece lo que a cierto rey, que celebró las bodas de su hijo y envió a los criados a llamar a los convidados a las bodas. Por eso, el Señor revela que el reino de los cielos está en medio de vosotros.

Nadie se encuentra excluido de la salvación, si se allana libremente a las exigencias amorosas de Cristo: nacer de nuevo, hacerse como niños, en la sencillez de espíritu; alejar el corazón de todo lo que aparte de Dios. Jesús quiere hechos, no sólo palabras. Y un esfuerzo denodado, porque sólo los que luchan serán merecedores de la herencia eterna.

La perfección del reino –el juicio definitivo de salvación o de condenación– no se dará en la tierra. Ahora el reino es como una siembra, como el crecimiento del grano de mostaza; su fin será como la pesca con la red barredera, de la que –traída a la arena– serán extraídos, para suertes distintas, los que obraron la justicia y los que ejecutaron la iniquidad. Pero, mientras vivimos aquí, el reino se asemeja a la levadura que cogió una mujer y la mezcló con tres celemines de harina, hasta que toda la masa quedó fermentada.

Quien entiende el reino que Cristo propone, advierte que vale la pena jugarse todo por conseguirlo: es la perla que el mercader adquiere a costa de vender lo que posee, es el tesoro hallado en el campo. El reino de los cielos es una conquista difícil: nadie está seguro de alcanzarlo, pero el clamor humilde del hombre arrepentido logra que se abran sus puertas de par en par. Uno de los ladrones que fueron crucificados con Jesús le suplica: Señor, acuérdate de mí cuando hayas llegado a tu reino. Y Jesús le respondió: en verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso.

El reino en el alma

¡Qué grande eres, Señor y Dios nuestro! Tú eres el que pones en nuestra vida el sentido sobrenatural y la eficacia divina. Tú eres la causa de que, por amor de tu Hijo, con todas las fuerzas de nuestro ser, con el alma y con el cuerpo podamos repetir: oportet illum regnare!, mientras resuena la copla de nuestra debilidad, porque sabes que somos criaturas –¡y qué criaturas!– hechas de barro, no sólo en los pies, también en el corazón y en la cabeza. A lo divino, vibraremos exclusivamente por ti.

Cristo debe reinar, antes que nada, en nuestra alma. Pero qué responderíamos, si Él preguntase: tú, ¿cómo me dejas reinar en ti? Yo le contestaría que, para que Él reine en mí, necesito su gracia abundante: únicamente así hasta el último latido, hasta la última respiración, hasta la mirada menos intensa, hasta la palabra más corriente, hasta la sensación más elemental se traducirán en un hosanna a mi Cristo Rey.

Si pretendemos que Cristo reine, hemos de ser coherentes: comenzar por entregarle nuestro corazón. Si no lo hiciésemos, hablar del reinado de Cristo sería vocerío sin sustancia cristiana, manifestación exterior de una fe que no existiría, utilización fraudulenta del nombre de Dios para las componendas humanas.

Si la condición para que Jesús reinase en mi alma, en tu alma, fuese contar previamente en nosotros con un lugar perfecto, tendríamos razón para desesperarnos. Pero no temas, hija de Sión: mira a tu Rey, que viene sentado sobre un borrico. ¿Lo veis? Jesús se contenta con un pobre animal, por trono. No sé a vosotros; pero a mí no me humilla reconocerme, a los ojos del Señor, como jumento: como un borriquito soy yo delante de ti; pero estaré siempre a tu lado, porque tú me has tomado de tu diestra, tú me llevas por el ronzal.

Pensad en las características de un asno, ahora que van quedando tan pocos. No en el burro viejo y terco, rencoroso, que se venga con una coz traicionera, sino en el pollino joven: las orejas estiradas como antenas, austero en la comida, duro en el trabajo, con el trote decidido y alegre. Hay cientos de animales más hermosos, más hábiles y más crueles.

Pero Cristo se fijó en él, para presentarse como rey ante el pueblo que lo aclamaba. Porque Jesús no sabe qué hacer con la astucia calculadora, con la crueldad de corazones fríos, con la hermosura vistosa pero hueca. Nuestro Señor estima la alegría de un corazón mozo, el paso sencillo, la voz sin falsete, los ojos limpios, el oído atento a su palabra de cariño. Así reina en el alma.

Reinar sirviendo

Si dejamos que Cristo reine en nuestra alma, no nos convertiremos en dominadores, seremos servidores de todos los hombres. Servicio. ¡Cómo me gusta esta palabra! Servir a mi Rey y, por Él, a todos los que han sido redimidos con su sangre. ¡Si los cristianos supiésemos servir! Vamos a confiar al Señor nuestra decisión de aprender a realizar esta tarea de servicio, porque sólo sirviendo podremos conocer y amar a Cristo, y darlo a conocer y lograr que otros más lo amen.

¿Cómo lo mostraremos a las almas? Con el ejemplo: que seamos testimonio suyo, con nuestra voluntaria servidumbre a Jesucristo, en todas nuestras actividades, porque es el Señor de todas las realidades de nuestra vida, porque es la única y la última razón de nuestra existencia. Después, cuando hayamos prestado ese testimonio del ejemplo, seremos capaces de instruir con la palabra, con la doctrina. Así obró Cristo: coepit facere et docere, primero enseñó con obras, luego con su predicación divina.

Servir a los demás, por Cristo, exige ser muy humanos. Si nuestra vida es deshumana, Dios no edificará nada en ella, porque ordinariamente no construye sobre el desorden, sobre el egoísmo, sobre la prepotencia. Hemos de comprender a todos, hemos de convivir con todos, hemos de disculpar a todos, hemos de perdonar a todos.

No diremos que lo injusto es justo, que la ofensa a Dios no es ofensa a Dios, que lo malo es bueno. Pero, ante el mal, no contestaremos con otro mal, sino con la doctrina clara y con la acción buena: ahogando el mal en abundancia de bien. Así Cristo reinará en nuestra alma, y en las almas de los que nos rodean.

Intentan algunos construir la paz en el mundo, sin poner amor de Dios en sus propios corazones, sin servir por amor de Dios a las criaturas. ¿Cómo será posible efectuar, de ese modo, una misión de paz? La paz de Cristo es la del reino de Cristo; y el reino de nuestro Señor ha de cimentarse en el deseo de santidad, en la disposición humilde para recibir la gracia, en una esforzada acción de justicia, en un divino derroche de amor.

Cristo en la cumbre de las actividades humanas

Esto es realizable, no es un sueño inútil. ¡Si los hombres nos decidiésemos a albergar en nuestros corazones el amor de Dios! Cristo, Señor Nuestro, fue crucificado y, desde la altura de la Cruz, redimió al mundo, restableciendo la paz entre Dios y los hombres.

Jesucristo recuerda a todos: et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum, si vosotros me colocáis en la cumbre de todas las actividades de la tierra, cumpliendo el deber de cada momento, siendo mi testimonio en lo que parece grande y en lo que parece pequeño, omnia traham ad meipsum, todo lo atraeré hacia mí. ¡Mi reino entre vosotros será una realidad!

Cristo, Nuestro Señor, sigue empeñado en esta siembra de salvación de los hombres y de la creación entera, de este mundo nuestro, que es bueno, porque salió bueno de las manos de Dios. Fue la ofensa de Adán, el pecado de la soberbia humana, el que rompió la armonía divina de lo creado.

Pero Dios Padre, cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió a su Hijo Unigénito, que –por obra del Espíritu Santo– tomó carne en María siempre Virgen, para restablecer la paz, para que, redimiendo al hombre del pecado, adoptionem filiorum reciperemus, fuéramos constituidos hijos de Dios, capaces de participar en la intimidad divina: para que así fuera concedido a este hombre nuevo, a esta nueva rama de los hijos de Dios, liberar el universo entero del desorden, restaurando todas las cosas en Cristo, que los ha reconciliado con Dios.

A esto hemos sido llamados los cristianos, ésa es nuestra tarea apostólica y el afán que nos debe comer el alma: lograr que sea realidad el reino de Cristo, que no haya más odios ni más crueldades, que extendamos en la tierra el bálsamo fuerte y pacífico del amor.

Pidamos hoy a nuestro Rey que nos haga colaborar humilde y fervorosamente en el divino propósito de unir lo que está roto, de salvar lo que está perdido, de ordenar lo que el hombre ha desordenado, de llevar a su fin lo que se descamina, de reconstruir la concordia de todo lo creado.

Abrazar la fe cristiana es comprometerse a continuar entre las criaturas la misión de Jesús. Hemos de ser, cada uno de nosotros, alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo. Sólo así podremos emprender esa empresa grande, inmensa, interminable: santificar desde dentro todas las estructuras temporales, llevando allí el fermento de la Redención.

Nunca hablo de política. No pienso en el cometido de los cristianos en la tierra como en el brotar de una corriente político-religiosa –sería una locura–, ni siquiera aunque tenga el buen propósito de infundir el espíritu de Cristo en todas las actividades de los hombres.

Lo que hay que meter en Dios es el corazón de cada uno, sea quien sea. Procuremos hablar para cada cristiano, para que allí donde está –en circunstancias que no dependen sólo de su posición en la Iglesia o en la vida civil, sino del resultado de las cambiantes situaciones históricas–, sepa dar testimonio, con el ejemplo y con la palabra, de la fe que profesa.

El cristiano vive en el mundo con pleno derecho, por ser hombre. Si acepta que en su corazón habite Cristo, que reine Cristo, en todo su quehacer humano se encontrará –bien fuerte– la eficacia salvadora del Señor. No importa que esa ocupación sea, como suele decirse, alta o baja; porque una cumbre humana puede ser, a los ojos de Dios, una bajeza; y lo que llamamos bajo o modesto puede ser una cima cristiana, de santidad y de servicio.

La libertad personal

El cristiano, cuando trabaja, como es su obligación, no debe soslayar ni burlar las exigencias propias de lo natural. Si con la expresión bendecir las actividades humanas se entendiese anular o escamotear su dinámica propia, me negaría a usar esas palabras.

Personalmente no me ha convencido nunca que las actividades corrientes de los hombres ostenten, como un letrero postizo, un calificativo confesional. Porque me parece, aunque respeto la opinión contraria, que se corre el peligro de usar en vano el nombre santo de nuestra fe, y además porque, en ocasiones, la etiqueta católica se ha utilizado hasta para justificar actitudes y operaciones que no son a veces honradamente humanas.

Si el mundo y todo lo que en él hay –menos el pecado– es bueno, porque es obra de Dios Nuestro Señor, el cristiano, luchando continuamente por evitar las ofensas a Dios –una lucha positiva de amor–, ha de dedicarse a todo lo terreno, codo a codo con los demás ciudadanos; debe defender todos los bienes derivados de la dignidad de la persona.

Y existe un bien que deberá siempre buscar especialmente: el de la libertad personal. Sólo si defiende la libertad individual de los demás con la correspondiente personal responsabilidad, podrá, con honradez humana y cristiana, defender de la misma manera la suya.

Repito y repetiré sin cesar que el Señor nos ha dado gratuitamente un gran regalo sobrenatural, la gracia divina; y otra maravillosa dádiva humana, la libertad personal, que exige de nosotros –para que no se corrompa, convirtiéndose en libertinaje–integridad, empeño eficaz en desenvolver nuestra conducta dentro de la ley divina, porque donde está el Espíritu de Dios, allí hay libertad.

El Reino de Cristo es de libertad: aquí no existen más siervos que los que libremente se encadenan, por Amor a Dios. ¡Bendita esclavitud de amor, que nos hace libres! Sin libertad, no podemos corresponder a la gracia; sin libertad, no podemos entregarnos libremente al Señor, con la razón más sobrenatural: porque nos da la gana.

Algunos de los que me escucháis me conocéis desde muchos años atrás. Podéis atestiguar que llevo toda mi vida predicando la libertad personal, con personal responsabilidad. La he buscado y la busco, por toda la tierra, como Diógenes buscaba un hombre. Y cada día la amo más, la amo sobre todas las cosas terrenas: es un tesoro que no apreciaremos nunca bastante.

Cuando hablo de libertad personal, no me refiero con esta excusa a otros problemas quizá muy legítimos, que no corresponden a mi oficio de sacerdote. Sé que no me corresponde tratar de temas seculares y transitorios, que pertenecen a la esfera temporal y civil, materias que el Señor ha dejado a la libre y serena controversia de los hombres.

Sé también que los labios del sacerdote, evitando del todo banderías humanas, han de abrirse sólo para conducir las almas a Dios, a su doctrina espiritual salvadora, a los sacramentos que Jesucristo instituyó, a la vida interior que nos acerca al Señor sabiéndonos sus hijos y, por tanto, hermanos de todos los hombres sin excepción.

Celebramos hoy la fiesta de Cristo Rey. Y no me salgo de mi oficio de sacerdote cuando digo que, si alguno entendiese el reino de Cristo como un programa político, no habría profundizado en la finalidad sobrenatural de la fe y estaría a un paso de gravar las conciencias con pesos que no son los de Jesús, porque su yugo es suave y su carga ligera.

Amemos de verdad a todos los hombres; amemos a Cristo, por encima de todo; y, entonces, no tendremos más remedio que amar la legítima libertad de los otros, en una pacífica y razonable convivencia.

Serenos, hijos de Dios

Me sugeriréis, quizá: pero pocos quieren oír esto y, menos aún, ponerlo en práctica. Me consta: la libertad es una planta fuerte y sana, que se aclimata mal entre piedras, entre espinas o en los caminos pisoteados por las gentes. Ya nos había sido anunciado, aun antes de que Cristo viniese a la tierra.
Recordad el salmo segundo: ¿por qué se han amotinado las naciones, y los pueblos traman cosas vanas? Se han levantado los reyes de la tierra, y se han reunido los príncipes contra el Señor y contra su Cristo. ¿Lo veis? Nada nuevo.

Se oponían a Cristo antes de que naciese; se le opusieron, mientras sus pies pacíficos recorrían los senderos de Palestina; lo persiguieron después y ahora, atacando a los miembros de su Cuerpo místico y real. ¿Por qué tanto odio, por qué este cebarse en la cándida simplicidad, por qué este universal aplastamiento de la libertad de cada conciencia?

Rompamos sus ataduras y sacudamos lejos de nosotros su yugo. Rompen el yugo suave, arrojan de sí su carga, maravillosa carga de santidad y de justicia, de gracia, de amor y de paz. Rabian ante el amor, se ríen de la bondad inerme de un Dios que renuncia al uso de sus legiones de ángeles para defenderse. Si el Señor admitiera la componenda, si sacrificase a unos pocos inocentes para satisfacer a una mayoría de culpables, aun podrían intentar un entendimiento con Él.

Pero no es ésta la lógica de Dios. Nuestro Padre es verdaderamente padre, y está dispuesto a perdonar a miles de obradores del mal, con tal que haya sólo diez justos. Los que se mueven por el odio no pueden entender esta misericordia, y se refuerzan en su aparente impunidad terrena, alimentándose de la injusticia.

El que habita en los cielos se reirá de ellos, se burlará de ellos el Señor. Entonces les hablará en su indignación y les llenará de terror con su ira. ¡Qué legítima es la ira de Dios y qué justo su furor, qué grande también su clemencia!

Yo he sido por Él constituido Rey sobre Sión, su monte santo, para predicar su Ley. A mí me ha dicho el Señor: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy. La misericordia de Dios Padre nos ha dado como Rey a su Hijo. Cuando amenaza, se enternece; anuncia su ira y nos entrega su amor. Tú eres mi hijo: se dirige a Cristo y se dirige a ti y a mí, si nos decidimos a ser alter Christus, ipse Christus.

Las palabras no pueden seguir al corazón, que se emociona ante la bondad de Dios. Nos dice: tú eres mi hijo. No un extraño, no un siervo benévolamente tratado, no un amigo, que ya sería mucho. ¡Hijo! Nos concede vía libre para que vivamos con Él la piedad del hijo y, me atrevería a afirmar, también la desvergüenza del hijo de un Padre, que es incapaz de negarle nada.

¿Que hay muchos empeñados en comportarse con injusticia? Sí, pero el Señor insiste: pídeme, te daré las naciones en herencia, y extenderé tus dominios hasta los confines de la tierra. Los regirás con vara de hierro y como a vaso de alfarero los romperás. Son promesas fuertes, y son de Dios: no podemos disimularlas. No en vano Cristo es Redentor del mundo, y reina, soberano, a la diestra del Padre. Es el terrible anuncio de lo que aguarda a cada uno, cuando la vida pase, porque pasa; y a todos, cuando la historia acabe, si el corazón se endurece en el mal y en la desesperanza.

Sin embargo Dios, que puede vencer siempre, prefiere convencer: ahora, reyes, gobernantes, entendedlo bien; dejaos instruir, los que juzgáis en la tierra. Servid al Señor con temor y ensalzadle con temblor. Abrazad la buena doctrina, no sea que al fin el Señor se enoje y perezcáis fuera del buen camino, pues se inflama de pronto su ira. Cristo es el Señor, el Rey. 

Nosotros os anunciamos el cumplimiento de la promesa hecha a nuestros padres: la que Dios ha cumplido delante de nuestros hijos al resucitar a Jesús, según está escrito en el salmo segundo: Tú eres Hijo mío, yo te he engendrado hoy...

Ahora pues, hermanos míos, tened entendido que por medio de Jesús se os ofrece la remisión de los pecados y de todas las manchas de que no habéis podido ser justificados en virtud de la ley mosaica: todo el que cree en Él es justificado. Mirad que no recaiga sobre vosotros lo que se halla dicho en los profetas: reparad, los que despreciáis, llenaos de pavor y quedad desolados; porque voy a realizar en vuestros días una obra, en la que no acabaréis de creer por más que os la cuenten.

Es la obra de la salvación, el reinado de Cristo en las almas, la manifestación de la misericordia de Dios. ¡Venturosos los que a Él se acogen!. Tenemos derecho, los cristianos, a ensalzar la realeza de Cristo: porque, aunque abunde la injusticia, aunque muchos no deseen este reinado de amor, en la misma historia humana que es el escenario del mal, se va tejiendo la obra de la salvación eterna.

Ángeles de Dios

Ego cogito cogitationes pacis et non afflictionis, yo pienso pensamientos de paz y no de tristeza, dice el Señor. Seamos hombres de paz, hombres de justicia, hacedores del bien, y el Señor no será para nosotros Juez, sino amigo, hermano, Amor.

Que en este caminar –¡alegre!– por la tierra, nos acompañen los ángeles de Dios. Antes del nacimiento de nuestro Redentor, escribe San Gregorio Magno, nosotros habíamos perdido la amistad de los ángeles. La culpa original y nuestros pecados cotidianos nos habían alejado de su luminosa pureza,... Pero desde el momento en que nosotros hemos reconocido a nuestro Rey, los ángeles nos han reconocido como conciudadanos.

Y como el Rey de los cielos ha querido tomar nuestra carne terrena, los ángeles ya no se alejan de nuestra miseria. No se atreven a considerar inferior a la suya esta naturaleza que adoran, viéndola ensalzada, por encima de ellos, en la persona del rey del cielo; y no tienen ya inconveniente en considerar al hombre como un compañero.

María, la Madre santa de nuestro Rey, la Reina de nuestro corazón, cuida de nosotros como sólo Ella sabe hacerlo. Madre compasiva, trono de la gracia: te pedimos que sepamos componer en nuestra vida y en la vida de los que nos rodean, verso a verso, el poema sencillo de la caridad, quasi fluvium pacis, como un río de paz. Porque Tú eres mar de inagotable misericordia: los ríos van todos al mar y la mar no se llena.