Se llamaba Emilia Kaczorowska. Su imagen presenta cierto parecido con su hijo, con un rostro cuadrado y macizo, ojos grandes y nariz sobresaliente. Hija de unos pobres artesanos, su vida ha sido dolorosa, pues pronto quedó huérfana de madre. Era una mujer de fe robusta y piedad ardiente, con una especial inclinación a las devociones marianas. Nunca gozó de buena salud, pero el nacimiento de su hijo Carol le infundió la fuerza y la alegría de ver crecer a un niño sano y robusto, en contraste con una hija que seis años antes había fallecido al nacer. Emilia había encontrado en un joven militar llamado Karol, que llegaría a capitán, el compañero ideal. Le atrajeron no solo su buena educación y cortesía sino también su profunda piedad. Destinado en la guarnición de la pequeña ciudad de Wadowice, el capitán Wojtyla tenía un sueldo modesto y llevaba una vida un tanto rutinaria. Pasaba muchas horas fuera del hogar, aunque llegaba a tiempo a casa para compartir una apacible vida de familia cristiana en la que jugaban un papel destacado la oración y la meditación, aunque también las lecturas de historia y literatura de Polonia, la patria que había recuperado su independencia en 1918. Tal y como dijo un biógrafo del papa, aquel hogar era un pequeño Nazaret.
El papa san Juan Pablo II con sus padres.
A los nueve años el joven Karol, al que familiarmente llaman Lolek, asistirá a la muerte de su madre. Tiene cuarenta y cinco años, y ha sido víctima de una nefritis. El padre que en aquel 1929 ha cumplido los cincuenta, se ve obligado a retirarse del ejército para cuidar de su hijo pequeño. Hay también un hijo mayor de veintitrés años, Edmund, que un tiempo atrás había marchado a la cercana Cracovia para estudiar medicina. Este hijo, destinado en diversos hospitales, hará frecuentes visitas al hogar familiar para encontrar a su padre y a su hermano. Sin embargo, en 1932, con tan solo veintiséis años, Edmund muere de escarlatina. Se ha contagiado de una enferma a la que se había empeñado en curar.
Tal era su carácter generoso y enérgico, de una apasionada entrega a su vocación de médico.
Los dos Karol, padre e hijo, permanecen en el hogar de Wadowice. El padre prepara la comida se hace cargo de la limpieza y supervisa las tareas escolares del niño. Además, en aquella casa se rezan muchos rosarios, un modo de acercarse a la Madre celestial en ausencia de la madre terrena. El hijo asiste primero a una escuela municipal, y luego al liceo de la ciudad. Es un estudiante destacado en muchas materias, especialmente en religión, y también será un esforzado portero de fútbol, que se gana la simpatía de sus compañeros, entre los que hay muchos judíos. Antes de la Segunda Guerra Mundial, aproximadamente un tercio de la población de la ciudad era judía. Al joven Karol le impresionará el sumo cuidado que los judíos ponen en sus ritos religiosos, lo que a veces contrasta con unas iglesias cristianas vacías y con una piedad rutinaria. Muchos años después, al visitar la sinagoga de Roma, siendo ya papa, afirmará que “los judíos son nuestros hermanos mayores en la fe”.
Antonio R. Rubio Plo
Licenciado en Historia y en Derecho, Escritor y analista internacional.
@blogculturayfe / @arubioplo. Publicado en “Iglesia y nueva evangelización”,