En primer lugar, hay que señalar que el término “historia” deriva del griego ἱστορία (historía) que significa investigación, y tiene la misma raíz ιδ- que el verbo ὁράω (orao, “ver”, un verbo con tres raíces: ὁρά-; ιδ-; ὄπ- ). El perfecto ὁίδα, òida, de este verbo significa literalmente “he visto”, pero, por extensión, “sé”.
En la práctica, se refiere a observar y, en consecuencia, a conocer después de haber experimentado: el mismo significado que también encontramos en la raíz del verbo latino video (v-id-eo) y en el término de origen griego “idea”).
También agregaría que un presupuesto de la investigación histórica es, además del sentido crítico, la inteligencia, en el sentido literal del término latino: intus lĕgĕre, o sea leer dentro, profundizar, manteniendo la capacidad de considerar el conjunto de hechos y eventos.
Por lo tanto, habiendo hecho esta aclaración, ¿Cómo debemos abordar el “problema” de la historia de Jesús de Nazaret desde el punto de vista de la investigación histórica?. Jean Guitton (1) , filósofo católico francés que ha dedicado su vida a investigar sobre la figura del Nazareno, ha desarrollado tres posibles soluciones:
A esta primera pregunta ya se puede responder con bastante claridad: sí. Por tanto, podemos descartar la hipótesis mítica, es decir, que él es fruto de la imaginación de alguien, dado el estudio minucioso alrededor de él y de su época, especialmente en los últimos decenios, en cuanto a hermenéutica bíblica, historiografía, arqueología, lingüística y filología (2).
¡Sin lugar a dudas! Lo primero hay que decir es que nuestra era, la era “cristiana”, se calcula precisamente desde su nacimiento, “después de Cristo”. Además, son muchísimos aquellos que, aún no creyendo en Jesús como Dios y aú siendo los más irreductibles opositores al cristianismo, afirman que el mensaje de Jesucristo no tiene igual en la historia.
¡Respuesta difícil! Para contestar, sólo podemos intentar aplicar los criterios de la que se ha llamado la Tercera búsqueda (Third Quest) sobre el “Jesús histórico” y limitarnos a observar y analizar datos que ya trataron unos gigantes de este campo, y me refiero a los italianos Giuseppe Ricciotti y Vittorio Messori, al académico israelí (judío) David Flusser, al alemán Joachim Jeremias y a otro ilustre alemán, Joseph Ratzinger, Papa Benedicto XVI.
Los exponentes de esta Tercera investigación parten de un presupuesto formulado por Albert Schweitzer: no se puede rechazar ideológicamente todo lo que tiene un carácter milagroso en los Evangelios y en el Nuevo Testamento, descartándolo porque no se ajusta a los cánones del racionalismo iluminista.
Además, como añade Benedicto XVI en su libro Jesús de Nazaret (3), los límites del método histórico-crítico consisten esencialmente en “dejar la palabra en el pasado”, sin poder hacerla “actual, de hoy”; en “tratar las palabras con las cuales se cruza como palabras humanas”; finalmente, en “dividir aún más los libros de la Escritura según sus fuentes, pero sin considerar un dato histórico inmediato la unidad de todos estos escritos conocidos como ‘Biblia’”.
Por tanto, podríamos afirmar que el supuesto básico de la tercera solución sugerida por Jean Guitton, la de la fe, no es tanto creer por la fuerza, sino dejar abierta la posibilidad de que lo escrito en las fuentes utilizadas sea verdad.
Nuestro viaje en la historia de Jesús de Nazaret no puede comenzar por otra cosa que no sea su nombre, pues nomen omen, especialmente en el mundo del que proviene el mismo Jesús, el del antiguo Israel. En hebreo, los dos nombres Jesús y Josué son idénticos en pronunciación y escritura: יְהוֹשֻׁעַ, es decir Yehoshu’a, cuyo significado es “Dios salva”.
Jesús era judío y parte de la tribu de Judá, a pesar de haber vivido la mayor parte de su vida en Galilea. Y, según los Evangelios, descendía del rey David a través de su padre José. Una paternidad que, para los cristianos, es putativa, ya que para estos últimos Jesús nació de una virgen llamada María, que quedó embarazada por obra del Espíritu Santo (para los cristianos Dios es uno, pero también es trino, y esta Trinidad está compuesta por tres personas de la misma sustancia: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo) tras el anuncio de un ángel, cuando ya estaba comprometida con José.
Por casualidad escuché a algunos decir que era “israelí”; otros, sin embargo, contestaban que era “palestino”. Ninguno de los dos términos es correcto, ya que los israelíes son ciudadanos del estado actual de Israel (y pueden ser judíos, árabes musulmanes o cristianos, etc.); los palestinos, por otro lado, son los habitantes modernos, de idioma árabe, de la región que hoy conocemos como Palestina.
Jesús, por lo tanto, no era israelí (si acaso, israelita), pero ni siquiera palestino, ya que, en su tiempo, a Palestina no se le llamaba así. Este nombre le fue atribuido por el emperador Adriano solo a partir del año 135 d.C., después del final de la tercera Guerra judía, cuando la antigua provincia de Judea, ya despojada de sus habitantes judíos, fue rebautizada, por desprecio por estos, Syria Palæstina.
Palestina propiamente dicha era, hasta aquel momento, una delgada franja de tierra, correspondiente más o menos a la actual Franja de Gaza, en la que se ubicaba la antigua Pentápolis filistea, un grupo de cinco ciudades; estado habitado por una población de lengua indoeuropea históricamente hostil a los judíos: los filisteos.
A principios del primer siglo de nuestra era, pues, lo que había sido el antiguo Reino de Israel, luego dividido en dos reinos, el de Israel y el de Judá, había dejado de ser un estado independiente y estaba dividido entre Judea (donde más fuerte era judaísmo ortodoxo), inmediatamente sujeta a Roma y gobernada por un praefectus, y las otras dos regiones históricas, a saber, Galilea y Samaria.
En esta última, una meseta central de lo que hoy se conoce como Palestina, vivían los samaritanos, descendientes de colonos asiáticos importados por los asirios en el siglo V a.C., en la época de la conquista del Reino de Israel. Los notables de esa zona, de hecho, fueron deportados por los asirios, mientras que los proletarios se quedaron en el lugar y se mezclaron con los recién llegados, dando lugar a un culto que inicialmente fue sincrético pero luego refinado volviéndose monoteísta pero en contraste con el judío. Si los judíos se consideraban descendientes legítimos de los patriarcas y custodios de la Alianza con Yahvé, de la Ley y del culto profesado en el Templo de Jerusalén, los samaritanos consideraban, por lo contrario, que ellos mismos eran custodios de la verdadera Alianza y del culto y tenían su propio templo en el Monte Guerizín, cerca de la ciudad de Siquén.
Esta era un área con una población mixta (todavía lo es en el Estado de Israel de hoy: mitad árabe y mitad judío): pueblos y ciudades judíos (como Nazaret, Caná) se encontraban junto a ciudades de cultura griego-romana, es decir pagana (por ejemplo, Séforis, Tiberíades, Cesarea de Filipo).
Aquella parte de población de la región que era de fe y cultura judía, era denigrada por los habitantes de Judea, que se jactaban de ser más puros y refinados que los rudos y pendencieros galileos. Varias veces, con respecto a Jesús, leemos en los Evangelios, que “nada bueno puede salir de Nazaret o Galilea”.
Entre otras cosas, no solo los Evangelios, sino también los pocos escritos rabínicos que quedan de esa época nos dicen que los galileos también fueron objeto de burla por su forma de hablar. Hebreo y arameo (lengua franca hablada en todo el Medio Oriente de la época, incluso por los israelitas después de la deportación a Babilonia que comenzó en 587 a. C., año de la conquista de Jerusalén y la destrucción del primer templo por Nabucodonosor) como todas las lenguas semíticas, tienen muchas letras guturales y sonidos aspirados o laríngeos. Y los galileos pronunciaban muchas palabras de una manera considerada divertida o vulgar por los judíos.
Por ejemplo el nombre de Jesús, יְהוֹשֻׁעַ, Yehoshu‛a, lo pronunciaban Yeshu, de ahí la transcripción griega Ιησούς (Yesoús), y después el latín Jesús y el español Jesús.
Galilea, sin embargo, era un reino vasallo de Roma y estaba gobernado por Herodes el Grande, un rey de origen pagano literalmente colocado en el trono por Augusto, de quien era prácticamente un subordinado. Herodes, conocido por su crueldad pero también por su astucia, había hecho todo lo posible para ganarse la simpatía del pueblo judío (y también todo para alejarlo) que nunca lo aceptó, sobre todo porque no era de sangre judía.
Entre otras cosas, había ampliado y embellecido el Templo de Jerusalén, que había sido reconstruido por el pueblo de Israel después de su regreso del cautiverio babilónico. Las obras para completar la estructura aún estaban en progreso mientras Jesús estaba vivo y se completaron solo unos pocos años antes del 70 d.C., cuando el santuario fue arrasado durante la destrucción de Jerusalén por los romanos liderados por Tito.
Junto a ella, más al noreste de las orillas orientales del lago de Galilea, una confederación de diez ciudades (la Decápolis) representaba una isla cultural helenizada.
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Siguiendo con la historia de Jesús de Nazaret, debe recordarse en este punto que en Israel, en ese momento, el judaísmo no era de ninguna manera un bloque uniforme. Las principales sectas, o escuelas, fueron las siguientes:
Estos, por tanto, fueron los grandes grupos en los que estaba dividido el judaísmo de la época de Jesús. Tras la gran catástrofe del 70 y 132 d. C., los únicos que sobrevivieron, desde un punto de vista doctrinal, fueron precisamente los fariseos, de quienes desciende el judaísmo moderno.
También hay que decir que el pueblo, la gente común, aunque simpatizaba en gran medida con los fariseos, estaba considerada por estos últimos, como ya hemos destacado, como execrable.
Es precisamente a ese pueblo del cual se burla toda la élite sacerdotal, espiritual e intelectual de Israel a quien se dirigirá primero Juan el Bautista y luego Jesús. Y será precisamente esa gente que va a creer primero en el mensaje del Nazareno, contra el cual, en cambio, se unirán los fariseos, los escribas y los saduceos que eran enemigos entre sí.
Representación del nacimiento de Jesús de Nazaret en Belén.
El complejo muy particular del antiguo Israel es el caldero en el que hierve a fuego lento una expectativa muy particular y devota. ¿A quién se está esperando? A un libertador, a un ungido por el Dios todopoderoso que, como había hecho con Moisés, Dios mismo levantaría para liberar a su pueblo de la esclavitud y la dominación extranjera. Esta vez, sin embargo, así se creía, su reinado no tendría fin, ya que este (מָשִׁיחַ, Mašīaḥ en hebreo y Χριστός, Christós en griego: ambas palabras significan “ungido”, pues ungido por el Señor como rey a partir de Saúl y de su sucesor David) habría sido solamente un profeta, sino, como está bien explicado en los Rollos del Mar Muerto y en las expectativas de los esenios de Qumrán, un rey-pastor y un sacerdote.
Esta expectativa se hace, en los años inmediatamente anteriores al nacimiento del Nazareno, cada vez más ansiosa: los presuntos mesías florecen por doquier y, con ellos, las revueltas sistemáticamente reprimidas en la sangre (recordemos la de Judas el Galileo, en los años 6-7 aC); pero también florecen comunidades piadosas que, en virtud de una profecía muy precisa, esperan el advenimiento de un libertador.
Sabemos, sin embargo, que en esa época de gran estabilidad para el Imperio Romano, pero de ferviente expectativa para el pueblo de Israel, la atención de todos, en ese pequeño rincón del mundo, se centró en la inminente llegada de Libertador: ¿siempre había sido así? En realidad, la espera de un gobernante del mundo había durado varios siglos. La primera referencia está en el libro de Génesis (49, 10) (4). Con el tiempo, por tanto, la idea de un ungido del Señor que gobernaría sobre Israel se intensifica y se hace cada vez más precisa: este ungido, este Mesías, habría sido descendiente de Judá, a través del rey David.
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Sin embargo, en el 587 a.C. se produjo el primer gran desencanto: la toma de Jerusalén por parte de Nabucodonosor, quien destruyó el templo, saqueó el mobiliario sagrado, deportó a la población de Judea a Babilonia y puso fin a la dinastía de reyes descendientes de David. Y allí, sin embargo, surge un profeta llamado Daniel, el último profeta del Antiguo Testamento, quien profetiza que sí el Mesías llegaría. De hecho, la suya se llama Magna Prophetia: en ella (capítulo 2) se proclama que:
No solo eso: en el cap. 7 se especifica que el que ha de venir será “como un Hijo del hombre” (en el evangelio de Mateo, el evangelio destinado a las comunidades judías en Palestina, Jesús utiliza unas 30 veces una expresión parecida, “hijo del hombre”, usada, en todas las demás Escrituras, solamente una vez por Daniel).
En el cap. 9, sin embargo, la profecía también se realiza en términos temporales:
Como vemos, la profecía que acabamos de citar es extremadamente precisa. Sin embargo, la traducción exacta del término hebreo שָׁבֻעִ֨ים (šavū‛īm, “šavū‛” que indica el número 7 e “īm” que es la desinencia masculina plural) no tendría que ser “semanas” (que se dice עותשבו, šavū‛ōt, donde “ōt” indica la desinencia plural femenina), sino “setenarios”: en la práctica, setenta veces siete años. Los judíos contemporáneos de Jesús entendieron el pasaje correctamente.
Por lo tanto los investigadores contemporáneos no pudieron comprender el cálculo exacto de los tiempos de Daniel: ¿Cuándo comenzaba la cuenta de los setenta y setenta años? Pues bien, descubrimientos recientes en Qumrán han permitido que académicos como Hugh Schonfield, gran especialista en el estudio de los Rollos del Mar Muerto, demostraran que no solo las escrituras hebreas ya estaban perfectamente formadas en el primer siglo de nuestra era y son idénticas a las que leemos hoy, pero también que los esenios, como muchos de sus contemporáneos, ya habían calculado el momento de la Magna Prophetia. Para ellos, los setenta setenarios (490 años) se contaban a partir del 586 a. C., el año del comienzo del exilio en Babilonia, y culminaban en el 26 a. C., el comienzo de la era mesiánica. Tanto es así que, desde esa fecha, como lo evidencian las excavaciones arqueológicas, ha habido un aumento de las actividades de construcción y vivienda en Qumrán.
Es por ello que no fueron solo los judíos en la tierra de Israel quienes albergaron una expectativa que los llenó de esperanza y fermento. Tácito y Suetonio, el primero en las Historiæ y el segundo en la Vida de Vespasiano, también informan que muchos en Oriente, según sus escrituras, esperaban un dominador que viniera de Judea.
Representación de los 3 Reyes guiados por la estrella de oriente
Es precisamente el Oriente que nos brinda otro elemento útil para comprender por qué la expectativa mesiánica fue tan ferviente entre las dos épocas antes y después de Cristo, es decir, el hecho que en otras culturas también se esperaba el advenimiento de ese “dominador” del cual se había oído hablar incluso en Roma.
Los astrólogos babilónicos y persas, de hecho, lo esperaban alrededor del 7 o 6 a. C (5) . ¿Por qué exactamente en ese intervalo? Debido al surgimiento de una estrella, lo sabemos por el Evangelio de Mateo (capítulo 2).
El astrónomo Kepler parece responder primero a esta pregunta, ya que, en 1603, observó un fenómeno muy luminoso: no un cometa, sino la aproximación, o conjunción, de los planetas Júpiter y Saturno en la constelación de Piscis. Kepler luego hizo algunos cálculos y estableció que la misma conjunción ocurriría en el 7 a. C. También encontró un antiguo comentario rabínico, en el que se enfatizaba que la venida del Mesías debería coincidir precisamente con el momento en que se produjera esa misma conjunción astral.
Nadie, sin embargo, dio crédito en ese momento a la intuición de Kepler, también porque en aquella época todavía se pensaba que Jesús nació en el año 0. Solo en el siglo XVIII otro erudito, Friederich Christian Münter, luterano y masón, descifró un Comentario sobre el libro de Daniel, el mismo de los “setenta setenarios”, en el que se confirmaba la creencia judía ya sacada a la luz por Kepler.
De todas formas, es necesario esperar hasta el siglo XIX para aclarar lo que pasó con ese fenómeno astronómico observado por Kepler, gracias sobre todo a la publicación de dos importantes documentos:
Dado que, por tanto, en el simbolismo de los babilonios Júpiter representaba el planeta de los gobernantes del mundo, Saturno el planeta protector de Israel y la constelación de Piscis era el signo del fin de los tiempos, no es tan absurdo pensar que los magos (6) de Oriente esperaban, habiendo tenido la oportunidad de preverlo con extraordinaria precisión, el advenimiento de algo particular en Judea.
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Belén es ahora una ciudad en Cisjordania y no tiene nada de bucólico o parecido a un belén. Sin embargo, si nos remontamos a los tiempos de la historia de Jesús de Nazaret, hace dos mil años, en realidad era un pequeño pueblo de unos cientos de almas.
Más adelante mencionaremos el censo de parte de César Augusto, que es una de las respuestas a esta pregunta. Además, en Belén, pequeña pero conocida por ser la patria del rey David, debería, según las escrituras, haber nacido el mesías esperado por el pueblo de Israel(7). Además del tiempo, por lo tanto, tanto los israelitas como sus vecinos orientales también conocían el lugar donde el “libertador” del pueblo judío vendría al mundo.
Es curioso notar cómo el nombre de esta localidad, compuesta por dos términos diferentes, significa: “casa del pan” en hebreo (בֵּֽית = bayt o beṯ: casa; לֶ֣חֶם = leḥem: pan); “casa de la carne” en árabe (ﺑﻴﺖ = bayt o beyt, casa; لَحْمٍ = laḥm, carne); “casa del pescado” en las antiguas lenguas de Arabia del sur. Todas las lenguas mencionadas son de origen semítico y, en estas lenguas, de la misma raíz de tres letras, es posible derivar muchas palabras ligadas al significado original de la raíz de origen. En nuestro caso, el del nombre compuesto de Belén, tenemos dos raíces: b-y-t, de a que deriva Bayt o Beth; l-ḥ-m de la que deriva Leḥem o Laḥm. En todos los casos Bayt/Beth quiere decir casa, per Laḥm/Leḥem cambia de significado según el idioma.
La respuesta está en el origen de las poblaciones a las que pertenecen estas lenguas. Los judíos, al igual que los arameos y otras poblaciones semíticas del noroeste, vivían en el llamado Creciente Fértil, que es una gran área entre Palestina y Mesopotamia donde es posible practicar la agricultura y, en consecuencia, eran un pueblo sedentario.
Su principal fuente de sustento era, por tanto, el pan, junto con los frutos del trabajo de la tierra. Los árabes eran una población nómada o seminómada de la parte norte y central de la península arábiga, principalmente desértica. Por tanto, su principal apoyo provenía de la caza y del ganado, lo que hacía de la carne su alimento por excelencia. Finalmente, los árabes del sur vivían en las costas del sur de la Península Arábiga y su principal alimento era el pescado. De esto podemos entender por qué la misma palabra, en tres idiomas semíticos diferentes, tiene el significado de tres alimentos diferentes.
En consecuencia, se puede notar que Belén tiene, para pueblos distintos, un significado aparentemente distinto pero en realidad unívoco, ya que indicaría no tanto la casa del pan, la carne o el pescado, sino la casa del verdadero alimento, aquella de la se puede prescindir, aquella de la que depende la subsistencia, aquella sin la cual no es posible vivir.
Curiosamente, Jesús, hablando de sí mismo, dijo: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida” (Jn 6, 51-58). (Gv 6, 51-58). Esta comparación lingüística es un ejemplo de cómo la filología puede dar una contribución significativa para acercarse a la figura del “Jesús histórico” y comprender su lugar en su contexto cultural.
Llegamos, sin embargo, a otro punto: más allá de las especulaciones filológicas y exegéticas,.
La historia nos ha transmitido que, ya a mediados del siglo II, San Justino, originario de Palestina, escribía sobre la cueva/establo de Belén, cuya memoria ya se había traspasado de padres a hijos durante algunas generaciones. Incluso Orígenes, autor del siglo III, confirma que en la propia Belén cristianos y no cristianos conocían el lugar de la misma cueva.
Porque el emperador Adriano, con la intención de borrar de la memoria los lugares judíos y judeocristianos de la nueva provincia de Palestina, después de las Guerras judías, quiso construir, a partir del 132 en adelante, templos paganos exactamente encima de los lugares donde se encontraban aquellos de la antigua fe de la región (8). Nos lo confirman San Jerónimo (9), autor de la primera traducción latina de toda la Biblia, la Vulgata (Jerónimo vivió 40 años en Belén) y Cirilo de Jerusalén (10).
Como en Jerusalén, en el lugar donde se ubicaban los santuarios para honrar la muerte y resurrección de Jesús, Adriano hizo erigir estatuas de Júpiter y Venus (Jerusalén había sido reconstruida entretanto con el nombre de Aelia Capitolina), en Belén se plantó, sobre la cueva del nacimiento de Jesús, un bosque sagrado a Tamuz, o sea Adonis.
Sin embargo, fue gracias a la estratagema de la damnatio memoriæ de Adriano que los símbolos paganos se convirtieron en pistas para encontrar rastros de sitios enterrados, cuya memoria siempre se había conservado. Así, el primer emperador cristiano, Constantino, y su madre Helena lograron encontrar los puntos exactos donde se ubicaban las primitivas domus ecclesiæ (11), que luego se convirtieron en iglesias donde se veneraban y guardaban los recuerdos y reliquias de la vida de Jesús de Nazaret.
Puedes leer la segunda parte de esta investigación sobre la Vida y predicación de Jesús de Nazareth
Gerardo Ferrara
Licenciado en Historia y en Ciencias Políticas, especializado en Oriente Medio.
Responsable del alumnado
Universidad de la Santa Cruz de Roma