Oración por el Papa

La oración sostenía ya a la Iglesia primitiva. Esa misma noche bajó un ángel a la prisión, despertó a Pedro, abrió todas las puertas, y cuando ya dejó a Pedro en la calle, desapareció de su presencia. Los planes de Herodes de matar a Pedro quedaron frustrados; y la Iglesia comenzó a crecer en todos los territorios limítrofes con Israel.

Los retos del nuevo pontificado

Hoy no tenemos ningún Herodes que quiera acabar con el Papa, pero si hay más de uno con más poder y más influencia que el miserable –quizá sea el mejor calificativo que le podemos aplicar– Herodes, que pretenden influirle para que no lleve a cabo la misión para la que le ha elegido el fundador de la Iglesia que le ha escogido como cabeza visible: la Iglesia de Cristo. La Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica.

Comentarios y artículos que elucubran sobre si es conservador, progresista, etc., o qué calificativo se le puede aplicar; y tener así un cauce abierto para juzgarle en lo que pueda hacer. Calificativos que no tienen ningún sentido cuando se trata de vivir, o de no vivir, la vida y la doctrina de Cristo.

El peso de la sucesión apostólica

Desde el primer día de su pontificado me parece que ha dejado bien claro que el centro de toda su misión, es seguir a Jesucristo, Dios y hombre verdadero; y que su misión, en la Iglesia es la misma que recibió Pedro: «fortalecer la Fe de todos los creyentes»; y fortalecerla siguiendo el Magisterio de la Tradición de los dos mil años de vida que lleva la Iglesia transmitiendo las enseñanzas de Cristo.

Todos somos muy conscientes de los problemas con los que el papa León XIV se tiene que enfrentar, que son una herencia de corrientes de pensamiento, de comportamiento, y de prácticas que se han ido asentando en los diversos ámbitos de la Iglesia y de la sociedad, que han contado con la debilidad de los pastores; y en algunos casos, por desgracia, no solo de la debilidad; también del mal ejemplo.

Evangelizar en un mundo secularizado

Encontrar las mejores medidas para resolver todos esos problemas, además de requerir un cierto tiempo para pensar, consultar, y descubrir los cauces más adecuados para aplicar las posibles medidas; tiempo sobre el que el papa León XIV hace un comentario en la Audiencia el 28 de mayo, a propósito de la parábola del buen samaritano.

«Podemos imaginar que, después de haber permanecido mucho tiempo en Jerusalén aquel sacerdote y aquel levita tienen prisa por volver a casa. Es precisamente la prisa, tan presente en nuestra vida, la que muchas veces nos impide sentir compasión. Quien piensa que su viaje debe tener prioridad, no está dispuesto a detenerse por otro».

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El Papa: un hombre que necesita apoyo filial

Hace apenas cinco meses de su elección, y es lógico darse cuenta de que necesita pensar, meditar, consultar, en materias tan graves y serias como las que se ha encontrado; y pedirle muchas luces a la Trinidad Beatísima, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

En la homilía de la Santa Misa en el inicio del pontificado, y después de señalar que «afrontamos ese momento –se refiere al cónclave– con la certeza de que el Señor nunca abandona a su pueblo, lo reúne cuando está disperso y lo cuida “como un pastor a su rebaño” (Jr 31, 10)”, añade:

«Hemos puesto en las manos de Dios el deseo de elegir al nuevo sucesor de Pedro, el obispo de Roma, un pastor capaz de custodiar el rico patrimonio de la fe cristiana y, al mismo tiempo, de mirar más allá, para saber afrontar los interrogantes, las inquietudes y los desafíos de hoy. Acompañados por sus oraciones, hemos experimentado la obra del Espíritu Santo, que ha sabido armonizar los distintos instrumentos musicales, haciendo vibrar las cuerdas de nuestro corazón en una única melodía».

«Fui elegido sin tener ningún mérito y, con temor y trepidación, vengo a ustedes como un hermano que quiere hacerse siervo de su fe y de su alegría, caminando con ustedes por el camino del amor de Dios, que nos quiere a todos unidos en una única familia».

“Pedro estaba encerrado en la cárcel, mientras la Iglesia rogaba incesantemente por él a Dios” (Hechos 12, 5)

La oración como comunión y servicio

El papa León XIV nos pide oraciones a todos los cristianos para que la gracia de Dios inunde su espíritu a la hora de tomar decisiones sobre la doctrina, sobre las personas, que ayuden a todos los creyentes a ser firmes en la Fe y en la Moral, que la santa Iglesia ha vivido a lo largo de los siglos, y en seguir descubriendo los misterios de amor ocultos en la Encarnación del Hijo de Dios. Esa es su misión, la misión encomendada a Pedro por Nuestro Señor Jesucristo.

Sostener al Pontífice

Y como él, dejemos nuestras oraciones en manos de la Madre de Dios, María Santísima, como el papa León XIV hizo, al rezar el Regina Coeli, al final de la Misa de inicio de su pontificado: «Mientras encomendamos a María el servicio del obispo de Roma, Pastor de la Iglesia universal, desde la barca de Pedro contemplémosla a Ella, Estrella del mar, Madre del Buen Consejo, como signo de esperanza. Imploremos por su intercesión el don de la paz, el auxilio y el consuelo para los que sufren y, para todos nosotros, la gracia de ser testigos del Señor Resucitado».


Ernesto Juliá (ernesto.julia@gmail.com) | Publicado anteriormente en Religión Confidencial.


Jornada Mundial de los Pobres: No apartes tu rostro del pobre

La Iglesia católica celebra el domingo, 16 de noviembre, la novena Jornada Mundial de los Pobres. Esta cita, fijada en el calendario el penúltimo domingo del tiempo ordinario, se ha consolidado como un momento básico para la reflexión y la acción pastoral en todo el mundo.

El papa León XIV ha propuesto un lema extraído del Libro de Tobías: "No apartes tu rostro del pobre" (Tb 4, 7). A continuación replicamos el mensaje íntegro que fue firmado el 13 de junio de 2025 en el Vaticano en el día de la memoria de san Antonio de Padua, patrono de los Pobres.

Mensaje de León XIV para la IX Jornada Mundial de los Pobres

1. «Tú, Señor, eres mi esperanza» (Sal 71, 5). Estas palabras brotan de un corazón oprimido por graves dificultades: «Me hiciste pasar por muchas angustias» (v. 20), dice el salmista. A pesar de ello, su alma está abierta y confiada, porque permanece firme en la fe, que reconoce el apoyo de Dios y lo proclama: «Tú eres mi Roca y mi fortaleza» (v. 3). De ahí nace la confianza indefectible de que la esperanza en Él no defrauda: «Yo me refugio en ti, Señor, ¡que nunca tenga que avergonzarme!» (v. 1).

En medio de las pruebas de la vida, la esperanza se anima con la certeza firme y alentadora del amor de Dios, derramado en los corazones por el Espíritu Santo. Por eso no defrauda (cf. Rm 5, 5), y san Pablo puede escribir a Timoteo: «Nosotros nos fatigamos y luchamos porque hemos puesto nuestra esperanza en el Dios viviente» (1Tm 4, 10). El Dios viviente es, de hecho, el «Dios de la esperanza» (Rm 15, 13), que, en Cristo, mediante su muerte y resurrección, se ha convertido en «nuestra esperanza» (1Tm 1, 1). No podemos olvidar que hemos sido salvados en esta esperanza, en la que necesitamos permanecer enraizados.

No acumules tesoros en la tierra

2. El pobre puede convertirse en testigo de una esperanza fuerte y fiable, precisamente porque la profesa en una condición de vida precaria, marcada por privaciones, fragilidad y marginación. No confía en las seguridades del poder o del tener; al contrario, las sufre y con frecuencia es víctima de ellas. Su esperanza sólo puede reposar en otro lugar. Reconociendo que Dios es nuestra primera y única esperanza, nosotros también realizamos el paso de las esperanzas efímeras a la esperanza duradera. Frente al deseo de tener a Dios como compañero de camino, las riquezas se relativizan, porque se descubre el verdadero tesoro del que realmente tenemos necesidad.

Resuenan claras y fuertes las palabras con las que el Señor Jesús exhortaba a sus discípulos: «No acumulen tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los consumen, y los ladrones perforan las paredes y los roban. Acumulen, en cambio, tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que los consuma, ni ladrones que perforen y roben» (Mt 6, 19-20).

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San Agustín: sea Dios toda tu presunción

3. La pobreza más grave es no conocer a Dios. Así nos lo recordaba el Papa Francisco cuando en Evangelii gaudium escribía: «La peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual. La inmensa mayoría de los pobres tiene una especial apertura a la fe; necesitan a Dios y no podemos dejar de ofrecerles su amistad, su bendición, su Palabra, la celebración de los Sacramentos y la propuesta de un camino de crecimiento y de maduración en la fe» (n. 200).

Aquí se manifiesta una conciencia fundamental y totalmente original sobre cómo encontrar en Dios el propio tesoro. Insiste, en efecto, el apóstol Juan: «El que dice: “Amo a Dios”, y no ama a su hermano, es un mentiroso. ¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, el que no ama a su hermano, a quien ve?» (1 Jn 4, 20).

Es una regla de la fe y un secreto de la esperanza que todos los bienes de esta tierra, las realidades materiales, los placeres del mundo, el bienestar económico, aunque importantes, no bastan para hacer feliz al corazón. Las riquezas muchas veces engañan y conducen a situaciones dramáticas de pobreza, la más grave de todas es pensar que no necesitamos a Dios y que podemos llevar adelante la propia vida independientemente de Él. Vuelven a la mente las palabras de san Agustín: «Sea Dios toda tu presunción: siéntete indigente de Él, y así serás de Él colmado. Todo lo que poseas sin Él, te causará un mayor vacío». (Enarr. in Ps. 85, 3).

La esperanza cristiana, un ancla en Jesús

4. La esperanza cristiana, a la que remite la Palabra de Dios, es certeza en el camino de la vida, porque no depende de la fuerza humana sino de la promesa de Dios, que es siempre fiel. Por eso, los cristianos desde los orígenes quisieron identificar la esperanza con el símbolo del ancla, que da estabilidad y seguridad.

La esperanza cristiana es como un ancla que fija nuestro corazón en la promesa del Señor Jesús, quien nos ha salvado con su muerte y resurrección y que volverá de nuevo en medio de nosotros. Esta esperanza sigue señalando como verdadero horizonte de vida el «cielo nuevo» y la «tierra nueva» (2 P 3, 13) donde la existencia de todas las criaturas encontrará su sentido auténtico, pues nuestra verdadera patria está en el cielo (cf. Flp 3, 20).

La ciudad de Dios, en consecuencia, nos compromete con las ciudades de los hombres. Estas deben, desde ahora, comenzar a parecerse a ella. La esperanza, sostenida por el amor de Dios derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo (cf. Rm 5, 5 transforma el corazón humano en tierra fértil, donde puede brotar la caridad para la vida del mundo. La Tradición de la Iglesia reafirma constantemente esta circularidad entre las tres virtudes teologales: fe, esperanza y caridad.

La esperanza nace de la fe, que la alimenta y sostiene, sobre el fundamento de la caridad, que es madre de todas las virtudes. Y de la caridad tenemos necesidad hoy, ahora. No es una promesa, sino una realidad a la que miramos con alegría y responsabilidad: nos compromete, orientando nuestras decisiones al bien común. Quien carece de caridad no solo carece de fe y esperanza, sino que quita esperanza a su prójimo.

El mayor mandamiento social, la caridad

5. La invitación bíblica a la esperanza conlleva, por tanto, el deber de asumir responsabilidades coherentes en la historia, sin dilaciones. La caridad, en efecto, «representa el mayor mandamiento social» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1889). La pobreza tiene causas estructurales que deben ser afrontadas y eliminadas. Mientras esto sucede, todos estamos llamados a crear nuevos signos de esperanza que testimonien la caridad cristiana, como lo hicieron muchos santos y santas de todas las épocas. Los hospitales y las escuelas, por ejemplo, son instituciones creadas para expresar la acogida hacia los más débiles y marginados.

Hoy deberían formar parte ya de las políticas públicas de todo país, pero las guerras y desigualdades con frecuencia lo impiden. Cada vez más, los signos de esperanza son hoy las casas-familia, las comunidades para menores, los centros de escucha y acogida, los comedores para los pobres, los albergues, las escuelas populares: cuántos signos, a menudo escondidos, a los que quizás no prestamos atención y, sin embargo, tan importantes para sacudirnos de la indiferencia y motivar el compromiso en las distintas formas de voluntariado.

Los pobres no son una distracción para la Iglesia, sino los hermanos y hermanas más amados, porque cada uno de ellos, con su existencia, e incluso con sus palabras y la sabiduría que poseen, nos provoca a tocar con las manos la verdad del Evangelio. Por eso, la Jornada Mundial de los Pobres quiere recordar a nuestras comunidades que los pobres están en el centro de toda la acción pastoral. No solo de su dimensión caritativa, sino también de lo que la Iglesia celebra y anuncia.

Dios ha asumido su pobreza para enriquecernos a través de sus voces, sus historias, sus rostros. Toda forma de pobreza, sin excluir ninguna, es un llamado a vivir concretamente el Evangelio y a ofrecer signos eficaces de esperanza.

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Ayudar al pobre, cuestión de justicia

6. Esta es la invitación que nos llega de la celebración del Jubileo. No es casualidad que la Jornada Mundial de los Pobres se celebre hacia el final de este año de gracia. Cuando se cierre la Puerta Santa, tendremos que custodiar y transmitir los dones divinos que han sido derramados en nuestras manos a lo largo de todo un año de oración, conversión y testimonio.

Los pobres no son objetos de nuestra pastoral, sino sujetos creativos que nos estimulan a encontrar siempre formas nuevas de vivir el Evangelio hoy. Ante la sucesión de nuevas oleadas de empobrecimiento, existe el riesgo de acostumbrarse y resignarse. Todos los días nos encontramos con personas pobres o empobrecidas y, a veces, puede suceder que seamos nosotros mismos los que tengamos menos, los que perdamos lo que antes nos parecía seguro: una vivienda, comida adecuada para el día, acceso a la atención médica, un buen nivel de educación e información, libertad religiosa y de expresión.

Al promover el bien común, nuestra responsabilidad social se basa en el gesto creador de Dios, que a todos da los bienes de la tierra; y al igual que estos, también los frutos del trabajo del hombre deben ser accesibles de manera equitativa. Ayudar al pobre es, en efecto, una cuestión de justicia, antes que de caridad. Como observa San Agustín: «Das pan al hambriento, pero sería mejor que nadie sintiese hambre y no tuvieses a nadie a quien dar. Vistes al desnudo, pero ¡ojalá todos estuviesen vestidos y no hubiese necesidad de vestir a nadie!» (Homilías sobre la primera carta de san Juan a los partos, VIII, 5).

Espero, por tanto, que este Año Jubilar pueda impulsar el desarrollo de políticas para combatir antiguas y nuevas formas de pobreza, además de nuevas iniciativas de apoyo y ayuda a los más pobres entre los pobres. El trabajo, la educación, la vivienda y la salud son las condiciones para una seguridad que nunca se logrará con las armas. Estoy contento por las iniciativas ya existentes y por el compromiso que cada día asumen a nivel internacional un gran número de hombres y mujeres de buena voluntad.

Confiemos en María Santísima, Consuelo de los afligidos, y con ella entonemos un canto de esperanza haciendo nuestras las palabras del Te Deum: «In Te, Domine, speravi, non confundar in aeternum —En ti, Señor, confié, no me veré defraudado para siempre».

Vaticano, 13 de junio de 2025, memoria de San Antonio de Padua, Patrono de los Pobres. León XIV.

La conexión con Dilexi Te

El mensaje del papa León XIV para esta Jornada Mundial de los Pobres es un documento de densidad teológica. Utiliza la figura de Tobías para recordar a la Iglesia que el amor a Dios y el amor al prójimo son inseparables, y sitúa toda la acción social de la Iglesia como la única respuesta coherente al Dilexi Te con el que Dios ha fundado la Creación y la Redención.

El papa León XIV pide a las parroquias y a las diócesis que la jornada no se limite a una colecta, sino que promueva gestos de fraternidad, como almuerzos compartidos y centros de escucha. El papa León XIV utiliza este mensaje para aplicar pastoralmente algunos principios de su primera exhortación apostólica, Dilexi Te (Te he amado).

Si en Dilexi Te el papa León XIV explicaba que el amor fundacional de Dios es un acto concreto y no una idea abstracta, en este mensaje concluye la implicación lógica de esa idea: «Si hemos sido amados primero (Dilexi te) por un Dios que no apartó su rostro de nosotros, ¿cómo podemos nosotros apartar el rostro de aquel en quien Cristo se hace presente?».

El papa León XIV es claro al afirmar que «la caridad no es asistencialismo». No se trata «de dar lo que nos sobra, sino de compartir lo que somos» y de «cuestionar las estructuras económicas» que perpetúan la exclusión.


Joseph Weiler: la crisis espiritual de Europa

El Aula Magna de la sede de la Universidad de Navarra en Madrid acogió el Foro Omnes-Fundación CARF sobre «La crisis espiritual de Europa». Un tema que ha suscitado una gran expectación traducida en el amplio público que se ha dado cita en este encuentro.

La dirección de Omnes agradeció a ponentes y asistentes su presencia y destacando el nivel intelectual y humano del profesor Weiler que se convierte en el tercer galardonado con el premio Ratzinger que acude a un Foro Omnes-Fundación CARF.

Asimismo, el director de Omnes agradeció a los patrocinadores, el Banco Sabadell y la sección de Turismo Religioso y Peregrinaciones de Viajes el Corte Inglés su apoyo en este Foro como también al Máster de Cristianismo y Cultura de la Universidad de Navarra.

«Vemos las consecuencias de una sociedad llena de derechos pero sin responsabilidad personal»

La catedrática María José Roca fue la encargada de moderar la sesión y presentar a Joseph Weiler. Roca señaló la defensa de «que sea posible en Europa una pluralidad de visiones dentro de un contexto de respeto a los derechos» que encarna el profesor Weiler quien representó a Italia ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en el Caso Lautsi vs. Italia, que falló a favor de la libertad de la presencia de crucifijos en las escuelas públicas italianas.

La «trinidad europea»

Weiler comenzó su disertación destacando cómo «la crisis que vive Europa no es sólo política, defensiva o económica. Es una crisis, sobre todo, de valores». En este ámbito, Weiler explicó los valores que, a su juicio, sustentan el pensamiento europeo y que ha denominado «la trinidad europea»: «el valor de la democracia, la defensa de los derechos humanos y el estado de derecho».

Estos tres principios son la base de los estados europeos, y son indispensables. No queremos vivir en una sociedad que no respeta esos valores, mantuvo Weiler, «pero tienen un problema, están vacíos, pueden ir en una dirección buena o en una dirección mala».

Weiler explicaba esta vaciedad de los principios: la democracia es una tecnología de gobierno; está vacía, porque si hay una sociedad donde la mayor parte fueran personas malas, habría una democracia mala. «Al igual, los derechos fundamentales indispensables nos dan libertades, pero ¿qué hacemos con esa libertad? Según lo que hagamos se puede hacer bien o mal; por ejemplo, podemos hacer mucho mal protegidos por la libertad de expresión».

Por último, apuntaba Weiler, lo mismo ocurre con el estado de derecho si las leyes que emana son injustas.

El vacío europeo

Ante esta realidad, Weiler defendió su postulado: el ser humano busca «dar un significado de nuestra vida que va más allá de nuestro interés personal».

Antes de la II Guerra Mundial, continuaba el profesor, «este deseo humano se cubría con tres elementos: familia, Iglesia y patria. Tras la contienda, estos elementos desaparecen; y se entiende, si se tiene en cuenta la connotación con, y abuso por parte de, los regímenes fascistas. Europa se vuelve secular, las iglesias se vacían, desaparece la noción de patriotismo y la familia se desintegra. Todo ello da lugar a un vacío». De aquí deviene esa crisis espiritual de Europa: «sus valores, ‘la santa trinidad europea’ son indispensables, pero no colman la busca de significado de vida. Los valores del pasado: familia, iglesia y patria ya no existen. Se produce, pues un vacío espiritual».

Ciertamente no queremos regresar a una Europa fascista. Pero, tomando como ejemplo el patriotismo, en la versión fascista el individuo pertenece al Estado; en la versión democrático-republicana, el Estado pertenece al individuo.

Europa ¿cristiana?

El experto constitucionalista se preguntaba en la conferencia si es posible una Europa no cristiana. Ante esta pregunta, continuaba Weiler, podemos responder según como se defina la Europa cristiana. Si miramos «el arte, la arquitectura, la música, y también la cultura política, es imposible negar el profundo impacto que la tradición cristiana, han tenido en la cultura actual de Europa».

Pero la raíz cristiana no es la única que ha influido en la concepción de Europa: «en las raíces culturales de Europa hay también una influencia importante de Atenas. Europa culturalmente hablando es una síntesis entere Jerusalén y Atenas».

Weiler apuntó que junto a esto, es muy significativo que hace veinte años, «en la gran discusión sobre el preámbulo de la Constitución Europea, ésta empezaba con una cita de Pericles (Atenas) y hablaba sobre la razón iluminista y se rechazó la idea de incluir una mención a las raíces cristianas». Aunque este rechazo no cambia la realidad, demuestra la actitud con la que la clase política europea aborda este tema de las raíces cristianas de Europa.

Otra posible definición de Europa cristiana sería si hubiera «al menos una masa crítica que sean cristianos practicantes. Si no tenemos esta mayoría es difícil hablar de Europa cristiana. «Es una Europa con un pasado cristiano», ha destacado el jurista. «En la actualidad nos encontramos en una sociedad postconstantiniana. Ahora», afirmó Weiler, «la Iglesia (y los creyentes: la minoría creativa) deben buscar otra manera de influir en la sociedad»

Los tres peligros de la crisis espiritual de Europa

Joseph Weiler apuntó tres puntos clave en esta crisis espiritual de Europa: la idea de que la fe es algo relativo al ámbito privado, una falsa concepción de la neutralidad que es, en realidad, una opción por la laicidad, y la concepción del individuo como sujeto únicamente de derechos y no de deberes:

1. Considerar la fe como algo privado

Weiler expuso con clarividencia cómo los europeos somos «hijos de la Revolución francesa y veo muchos colegas cristianos que han asumido esta idea de que la religión es algo privado. Personas que bendicen la mesa, pero que no lo hacen con sus colegas de trabajo por esta idea de que es algo privado».

En este punto, Weiler ha recordado las palabras del profeta Miqueas: «Hombre, se te ha hecho saber lo que es bueno, lo que el Señor quiere de ti: tan solo practicar el derecho, amar la bondad, y caminar humildemente con tu Dios» (Miqueas 6, 8) y añadía que «no dice camina en secreto, sino humildemente. No es lo mismo caminar humildemente que caminar a escondidas. En la sociedad postconstantiniana, me pregunto si es una buena política esconder la fe, porque hay un deber de testimonio».

2. La falsa concepción de la neutralidad

En este punto, Weiler señalaba esta otra «herencia de la Revolución francesa». Ilustraba este peligro poniendo como ejemplo el ámbito de la educación. Un punto en el que, «americanos y franceses están en la misma cama. Piensan que el estado tiene la obligación de ser neutral, es decir no puede mostrar una preferencia a una u otra religión. Y eso lleva a pensar que la escuela pública debe ser laica, secular, porque si es religiosa sería una violación de la neutralidad.

¿Qué significa esto? Que familia laica, que quiere una educación laica para sus hijos puede enviar a sus hijos a la escuela pública, financiada por el estado pero una familia católica que quiere una educación católica debe pagar porque es privada. Es una falsa concepción de la neutralidad, porque opta por una opción: la laica.

Se puede demostrar con el ejemplo de Países Bajos y Gran Bretaña. Estas naciones han entendido que la ruptura social de ahora no se da entre protestantes y católicos, por ejemplo, sino entre religiosos y no religiosos. Los estados financian escuelas laicas, escuelas católicas, escuelas protestantes, escuelas judías, escuelas musulmanas…, porque financiar sólo escuelas seculares es mostrar una preferencia por la opción secular».

«Dios nos pide caminar humildemente, no caminar a escondidas», Joseph Weiler, Premio Ratzinger 2022.

3. Derechos sin deberes

La última parte de la conferencia del profesor Weiler se detuvo en lo que él denomina como «una consecuencia evidente de la secularización de Europa: la nueva fe son la conquista de derechos».

Aunque, como defendía, si el derecho pone al hombre en el centro es bueno. El problema es que nadie habla de deberes y poco a poco, se «convierte a este individuo en un individuo autocentrado. Todo empieza y termina en mí mismo, lleno de derechos y sin responsabilidades».

Explicaba: «No juzgo a una persona según su religión. Conozco a personas religiosas que creen en Dios y que son, al mismo tiempo, horribles seres humanos. Conozco a ateos que son nobles. Pero como sociedad algo ha desaparecido cuando se ha perdido una poderosa voz religiosa».

Pero «en la Europa no secularizada», decía Weiler, «cada domingo había una voz, en todos lados, que hablaba de deberes y era una voz legítima e importante. Esta era la voz de la Iglesia. Ahora ningún político de Europa podría repetir el famoso discurso de Kennedy. Podremos ver las consecuencias espirituales de una sociedad que está llena de derechos pero no hay deberes, ni responsabilidad personal».

Recuperar el sentido de responsabilidad

Ante la preguntas sobre qué valores debería recuperar la sociedad europea para evitar este colapso, Weiler apelaba, en primer lugar a «la responsabilidad personal, sin ella las implicaciones son muy importantes». Joseph Weiler defiende los valores cristianos en la creación de la Unión Europea: «posiblemente más importante que el mercado, en la creación de la Unión Europea fue la paz».

Weiler apuntalaba que «de una parte fue una decisión política y estratégica muy sabia, pero no sólo eso. Los padres fundadores: Jean Monet, Schumman, Adenauer, De Gasperi... católicos convencidos, hicieron un acto que mostraba la fe en el perdón y en la redención. Sin estos sentimientos, ¿pensáis que cinco años después de la Segunda Guerra Mundial se hubieran dado la mano franceses y alemanes?, ¿de dónde han venido estos sentimientos y este convencimiento en la redención y el perdón si no es de la tradición cristiana católica? Es el éxito más importante de la Unión Europea».

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Joseph Weiler, una semblanza

Norteamericano de origen judío, nació en Johannesburgo en 1951 y ha vivido en diversos lugares de Israel así como en Gran Bretaña, donde estudió en las universidades de Sussex y Cambridge. Posteriormente se trasladó a los Estados Unidos donde ha ejercido como profesor en la Universidad de Michigan, luego en la Harvard Law School, y en la Universidad de Nueva York.

Weiler es un renombrado experto en Derecho de la Unión Europea. De religión judía, Joseph Weiler, casado y padre de cinco hijos, es miembro de la American Academy of Arts and Sciences y, en nuestro país, ha recibido el doctorado honoris causa por la Universidad de Navarra y por CEU San Pablo.​

Representó a Italia ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en el Caso Lautsi vs. Italia, en el que su defensa de la presencia de los crucifijos en lugares públicos reviste un particular interés por la clarividencia de sus argumentos, la facilidad de sus analogías, y sobre todo, por el nivel de los razonamientos presentados ante en Tribunal, afirmando, por ejemplo, que «el mensaje de tolerancia hacia los otros no debe traducirse en un mensaje de intolerancia hacia la propia identidad».

En su argumentación Weiler puso además de manifiesto la importancia de un equilibrio real entre las libertades individuales, propias de las naciones europeas, tradicionalmente cristianas que «demuestra a los países que creen que la democracia les obligaría a despojarse de su identidad religiosa que eso no es cierto».

El 1 de diciembre, en la Sala Clementina del palacio apostólico, el santo padre Francisco entregó el Premio Ratzinger 2022 al padre Michel Fédou y al profesor Joseph Halevi Horowitz Weiler.


María José Atienza, directora de Omnes. Licenciada en Comunicación, con más de 15 años de experiencia en comunicación de la Iglesia.


9 de noviembre: día de la Iglesia diocesana 2025

El día de la Iglesia diocesana es una oportunidad para recordar la misión de cada diócesis como comunidad local, centrada en la fe, la solidaridad y el acompañamiento espiritual de todos sus miembros. A través de la labor de los sacerdotes, seminaristas y comunidades de fieles, las diócesis son el corazón palpitante de la Iglesia, un lugar donde la fe se vive en su dimensión más cercana y personal.

«Tú también puedes ser santo» es el lema de la campaña del día de la Iglesia diocesana que la Iglesia celebra este año el domingo 9 de noviembre. El secretariado para el sostenimiento de la Iglesia invita a conectar la santidad con el día a día de nuestras vidas.

En España, celebramos este día el segundo domingo del mes de noviembre. Y este año su lema es: «Tú también puedes ser santo» promovido principalmente por la Conferencia Episcopal Española .

La diócesis: corazón local de la Iglesia

La diócesis es la unidad eclesial que agrupa a los fieles de una determinada región bajo la dirección de un obispo. En ella, los sacerdotes son los encargados de guiar espiritualmente a los fieles, administrar los sacramentos y hacer presente el amor de Cristo. Cada diócesis, aunque tiene su particularidad, forma parte de la Iglesia universal, y su misión es construir la comunidad de los creyentes, transmitiendo el mensaje del Evangelio de manera concreta y accesible para todos.

La diócesis es también un lugar de comunión, donde los laicos, consagrados y clérigos se unen para trabajar juntos en la evangelización y el servicio a los más necesitados. Este trabajo es vital para fortalecer el tejido social y religioso, promoviendo la justicia, la paz y el amor fraterno.

La importancia de los seminaristas en la formación de la Iglesia

Cosmas Agwu Uka, sacerdote diocesano de Nigeria
Seminarista de Nigeria formándose en Roma.

Uno de los pilares de la vitalidad de las diócesis es la formación de nuevos sacerdotes. Los seminaristas, jóvenes que se preparan para abrazar el sacerdocio, son el futuro de la Iglesia. Sus estudios no solo abarca el conocimiento teológico, sino también la formación humana y espiritual, elementos esenciales para llevar la Palabra de Dios con autenticidad y cercanía a las comunidades.

Este es también un buen momento para reflexionar sobre la importancia de los seminaristas y apoyarlos en su camino de discernimiento. Su vocación, guiada por el Espíritu Santo, es una respuesta generosa a la llamada de servir a los demás, y su buena instrucción es esencial para que puedan llevar adelante la misión pastoral de la Iglesia con dedicación y amor.

Formación de lacios en la iglesia diocesana

Estar bien formados: pilar fundamental para la misión diocesana

La formación, tanto para los sacerdotes como para los seminaristas, es clave en el proceso de construcción de la Iglesia diocesana. Esta instrucción es integral y abarca aspectos académicos, espirituales y pastorales. En las diócesis, se busca una formación constante, que permita a los clérigos y seminaristas afrontar los desafíos del mundo moderno sin perder la esencia de su vocación cristiana.

Además, no solo está dirigida a los futuros sacerdotes, sino también a los laicos, quienes, a través de la educación en la fe, son capacitados para ser auténticos discípulos de Cristo. El estudio de los laicos es esencial para que puedan vivir su fe de manera comprometida y ser agentes de cambio entre sus amigos y familiares.

Una llamada a la generosidad y al compromiso

Es importante recordar que la Iglesia no es solo una institución global, sino una comunidad local vivida y experimentada en cada diócesis. Los sacerdotes, seminaristas, y todos los miembros de la comunidad diocesana, son llamados a ser discípulos misioneros, llevando el mensaje del Evangelio a todos los rincones. El apoyo a la instrucción y al seminario, así como la colaboración con las diócesis, es esencial para que este compromiso continúe siendo fuente de vida para la Iglesia y la sociedad.

Las diócesis son el lugar donde se forjan vocaciones, se cuidan las relaciones de fe y se edifica una comunidad basada en los valores del Evangelio. Este 9 de noviembre, celebremos la vocación, el trabajo y el compromiso de todos aquellos que hacen posible la misión de la Iglesia en su dimensión más cercana: la diocesana.

Formación a seminaristas y sacerdotes diocesanos

La Fundación CARF desempeña un papel fundamental en los estudios de seminaristas y sacerdotes diocesanos de todo el mundo, apoyando el camino vocacional de aquellos que se sienten llamados a servir a la Iglesia desde el ministerio sacerdotal. A través de su labor, la Fundación CARF contribuye a la preparación integral de estos futuros sacerdotes, ofreciéndoles los recursos necesarios para sus estudios académicos, espirituales y humanos, que tanto fruto darán a la vuelta a sus iglesias diocesanas.

Gracias a la generosidad de nuestros benefactores los sacerdotes diocesanos tienen la oportunidad de recibir una formación completa, que les prepara para servir con dedicación y amor a las comunidades que confían en su ministerio. Este esfuerzo colectivo es vital para fortalecer la misión de la Iglesia y, por ende, la Iglesia Universal.



San Carlos Borromeo, patrono de seminaristas

San Carlos Borromeo fue una de las personas más importantes de la Reforma Católica, también conocida como Contrarreforma, en el siglo XVI. Un hombre que nació en la opulencia de la nobleza y eligió el servicio y la austeridad.

Su vida muestra como un sacerdote, armado con una fe y una voluntad de hierro, puede ayudar a transformar la Iglesia. Se le recuerda como un pastor modelo por su amor por la formación de seminaristas y catequistas.

La familia Borromeo

Carlos Borromeo nació el 2 de octubre de 1538 en el castillo de Arona, en el Lago Maggiore (Italia). Su familia, los Borromeo, era una de las más antiguas e influyentes de la nobleza lombarda. Su padre fue el conde Gilberto II Borromeo y su madre Margarita de Medici.

Este parentesco materno marcaría su destino de forma decisiva. Su tío materno, Giovanni Angelo Medici, se convertiría en el papa Pío IV. Desde joven, Carlos mostró una piedad notable y una inclinación seria hacia el estudio, a pesar de sufrir una ligera dificultad en el habla.

A los doce años, su familia ya le había destinado a la carrera eclesiástica, recibiendo la tonsura y el título de abad comendatario. Estudió Derecho Canónico y Civil en la Universidad de Pavía.

Un cardenal laico con 22 años

La vida de san Carlos Borromeo cambió en 1559. Tras la muerte del papa Paulo IV, su tío materno fue elegido Papa, tomando el nombre de Pío IV. Casi de inmediato, el nuevo Papa llamó a su sobrino a Roma.

En 1560, con solo 22 años y sin haber sido ordenado sacerdote todavía, Carlos fue nombrado cardenal diácono. Resulta básico entender que, en esa época, el cardenalato era a menudo un cargo político y administrativo. Pío IV también lo nombró secretario de estado de la Santa Sede.

Se convirtió, de facto, en el hombre más poderoso de Roma después del Papa. Administraba los asuntos de los Estados Pontificios, gestionaba la diplomacia vaticana y supervisaba innumerables proyectos. Vivía como un príncipe renacentista, rodeado de lujos, aunque personalmente mantenía su piedad.

San Carlos Borromeo de Orazio Borgianni
San Carlos Borromeo de Orazio Borgianni.

La conversión y su llamada al sacerdocio

La vida de san Carlos Borromeo en Roma, aunque eficaz administrativamente, era mundana. Sin embargo, un evento trágico sacudió su conciencia: la muerte repentina de su hermano mayor, Federico, en 1562.

Esta pérdida le hizo reflexionar profundamente sobre la vanidad de la vida terrenal y la urgencia de la salvación eterna. Federico era el heredero de la familia, y su muerte ponía sobre Carlos la presión de dejar la vida eclesiástica para asegurar la descendencia.

Carlos rechazó esta idea. Experimentó una profunda conversión espiritual. Decidió que no sería más un administrador laico con título de cardenal, sino un verdadero hombre de Dios. En 1563, buscó la ordenación y fue consagrado sacerdote, y poco después, obispo. Su vida cambió radicalmente: adoptó un estilo de vida de extrema austeridad, de ayuno y de oración.

El motor del Concilio de Trento

La gran obra del pontificado de Pío IV fue la reanudación y conclusión del concilio de Trento (1545-1563), que había estado bloqueado durante años. San Carlos Borromeo, desde su puesto en la Secretaría de Estado, fue el motor diplomático y organizativo que llevó el concilio a buen puerto en su fase final.

Fue él quien gestionó las tensas negociaciones entre las potencias europeas (España y Francia), los legados papales y los obispos. Su tenacidad fue clave para que el concilio definiera la doctrina católica frente a la reforma protestante y, crucialmente, estableciera los decretos para la reforma interna de la Iglesia.

Terminado el concilio, san Carlos Borromeo no descansó. Se dedicó en cuerpo y alma a implementar sus decretos. Presidió la comisión que redactó el Catecismo Romano (o Catecismo de Trento), una herramienta fundamental para instruir a los fieles y unificar la enseñanza.

El triunfal ingreso de san Carlos Borromeo en Milán de Filippo Abbiati, Catedral de Milán.

San Carlos Borromeo: arzobispo residente de Milán

Mientras estaba en Roma, san Carlos Borromeo había sido nombrado arzobispo de Milán en 1560. Sin embargo, como era costumbre en la época, gobernaba su diócesis "en ausencia" a través de vicarios. Era un "pastor sin rebaño".

El propio concilio de Trento que él ayudó a concluir prohibía esta práctica y exigía que los obispos residieran en sus diócesis. Fiel a sus principios, Carlos rogó a su tío, el Papa, que le permitiera dejar la gloria de Roma para ir a la difícil Milán.

En 1565, Pío IV accedió. La entrada de san Carlos Borromeo en Milán marcó el inicio de una nueva era. Por primera vez en casi 80 años, Milán tenía un arzobispo residente.

El desafío de Milán: una diócesis en ruinas

La archidiócesis de Milán que encontró Carlos Borromeo era un reflejo de los males de la Iglesia pre-tridentina. Era una de las diócesis más grandes y ricas de Europa, pero espiritualmente estaba en la anarquía.

El clero estaba profundamente relajado y mal formado. Muchos sacerdotes no guardaban el celibato, vivían lujosamente o simplemente eran ignorantes de la doctrina básica. La ignorancia religiosa del pueblo era vasta. Los monasterios, tanto masculinos como femeninos, habían perdido su disciplina y se habían convertido en centros de vida social.

La reforma implacable de san Carlos Borromeo

San Carlos Borromeo aplicó los decretos de Trento con una energía sobrehumana. Su método era claro: visitar, regular, formar y dar ejemplo.

Comenzó por reformar su propia casa arzobispal. Vendió los muebles lujosos, redujo drásticamente su servidumbre y adoptó un régimen de vida casi monástico. Su ejemplo como sacerdote austero era su primera herramienta de reforma.

Inició las visitas pastorales, recorriendo incansablemente cada una de las más de 800 parroquias de su diócesis, muchas en zonas montañosas de difícil acceso en los Alpes. Inspeccionaba las iglesias, examinaba al clero y predicaba al pueblo.

Para aplicar la reforma, convocó numerosos sínodos diocesanos y concilios provinciales, donde promulgó leyes estrictas para corregir los abusos del clero y de los laicos. No temió enfrentarse a los nobles ni a los gobernadores españoles, que veían su autoridad como una intromisión.

La creación del seminario

San Carlos Borromeo entendió perfectamente que la reforma de la Iglesia era imposible sin un clero bien formado. El concilio de Trento había ordenado la creación de seminarios para este fin, pero la idea se encontraba en un plano muy teórico.

Carlos fue el pionero absoluto en su implementación práctica. Fundó el seminario mayor de Milán en 1564, convirtiéndolo en el modelo para toda la Iglesia católica. Luego estableció seminarios menores y colegios (como el helvético, para formar clero contra el calvinismo).

Estableció reglas estrictas para la vida espiritual, académica y disciplinaria de cada seminarista. Quería que el futuro sacerdote fuera un hombre de oración profunda, docto en Teología y moralmente intachable. La figura del seminarista moderno, dedicado exclusivamente a su formación para el ministerio, es una herencia directa de la visión de san Carlos Borromeo. Por ello, es considerado el patrono de todo seminarista.

San Carlos Borromeo dando la comunión a las víctimas de la peste, por Tanzio da Varallo, hacia 1616 (Domodossola, Italia).

Un sacerdote para su pueblo

El momento que definió el heroísmo de san Carlos Borromeo fue la terrible plaga que asoló Milán entre 1576 y 1577, conocida como la peste de san Carlos.

Cuando la epidemia estalló, las autoridades civiles y la mayoría de los nobles huyeron de la ciudad para salvarse. San Carlos Borromeo se quedó. Se convirtió en el líder moral, espiritual y, en muchos aspectos, civil de la ciudad asediada por la enfermedad.

Organizó hospitales de campaña (lazaretos), reunió a su clero fiel y les instó a atender a los moribundos. Él mismo iba por las calles más infectadas, dando la Comunión y la Extremaunción a los apestados, sin temor al contagio.

Vendió los bienes que le quedaban, incluso los tapices de su palacio, para comprar comida y medicinas para los pobres. Para que los enfermos que no podían salir de sus casas pudieran asistir a Misa, ordenó celebrar la Eucaristía en las plazas públicas. Su figura, liderando procesiones penitenciales descalzo por la ciudad, se convirtió en un símbolo de esperanza.

Oposición y atentado

La reforma de san Carlos Borromeo no fue fácil ni popular. Su rigor le ganó poderosos enemigos. Se enfrentó constantemente a los gobernadores españoles de Milán, que intentaron limitar su jurisdicción.

Pero la oposición más violenta vino desde dentro de la Iglesia. Los Humiliati, una orden religiosa que se había relajado moralmente y poseía grandes riquezas, se negaron a aceptar su reforma. En 1569, un miembro de esta orden, el fraile Girolamo Donato Farina, intentó asesinarlo.

Mientras san Carlos Borromeo rezaba de rodillas en su capilla, el fraile le disparó por la espalda con un arcabuz a quemarropa. Milagrosamente, la bala solo rasgó sus vestiduras y le causó una leve contusión. El pueblo vio esto como una señal divina, y el papa Pío V suprimió la orden de los Humiliati poco después.

Legado, muerte y canonización

El esfuerzo constante, las penitencias extremas y el trabajo incansable agotaron la salud de san Carlos Borromeo. En 1584, mientras realizaba un retiro espiritual en el Monte Varallo, contrajo unas fiebres.

Regresó a Milán gravemente enfermo y murió en la noche del 3 de noviembre de 1584, a los 46 años. Sus últimas palabras fueron Ecce venio (Aquí vengo).

Su fama de santidad fue inmediata. El pueblo de Milán lo veneraba como el sacerdote mártir de la caridad y la reforma. El proceso de canonización fue extraordinariamente rápido para la época. Fue beatificado en 1602 y canonizado por el papa Paulo V en 1610.

San Carlos Borromeo es universalmente reconocido como patrono de los obispos, de los catequistas y, de manera muy especial, de todo seminarista y director espiritual. Su influencia en la definición del sacerdote post-tridentino –formado, piadoso y dedicado a su pueblo– es incalculable.


Oración, Misa y misión cristiana

Se ha fijado especialmente en la oración de Jesús el día de su bautismo en el río Jordán. Allí quiso ir él, que no tenía pecado alguno que lavarse, en obediencia a la voluntad del Padre. Y no se quedó al otro lado del río en la orilla, como diciendo: yo soy el santo, y vosotros sois los pecadores. Se puso a la cabeza de los penitentes, “en un acto de solidaridad con nuestra condición humana”.

Esto es siempre así, constata el Papa: “Nunca rezamos solos, siempre rezamos con Jesús”. Un tema desarrollado y profundizado antes por el Papa emérito Benedicto. También para comprender a Cristo.

La oración del Hijo de Dios

Así lo dice el Catecismo de la Iglesia Católica y lo recoge Francisco: «La oración filial, que el Padre esperaba de sus hijos va a ser vivida por fin por el propio Hijo único en su Humanidad, con los hombres y en favor de ellos» (n. 2599).

El evangelio de san Lucas relata que, cuando Jesús se estaba bautizando, puesto en oración, se abrió como una brecha en el cielo y se oyó la voz del Padre: “Tú eres mi Hijo; yo hoy te he engendrado” (lc 3, 22). Y observa el Papa que esta sencilla frase encierra un inmenso tesoro, porque nos hace intuir algo del misterio de Jesús y de su corazón siempre dirigido al Padre:

«En el torbellino de la vida y el mundo que llegará a condenarlo, incluso en las experiencias más duras y tristes que tendrá que soportar, incluso cuando experimenta que no tiene dónde recostar la cabeza (cfr. Mt 8, 20), también cuando el odio y la persecución se desatan a su alrededor, Jesús no se queda nunca sin el refugio de un hogar: habita eternamente en el Padre».

Añade Francisco que esa oración personal de Jesús “en Pentecostés se convertirá por gracia en la oración de todos los bautizados en Cristo”. Y por eso nos aconseja que si alguna vez nos sentimos incapaces de rezar, indignos de que Dios nos escuche, debemos pedirle a Jesús que rece por nosotros, que vuelva a enseñar sus llagas a Dios Padre, en nombre nuestro.

Si tenemos esa confianza, nos asegura el Papa, de alguna manera escucharemos dirigidas a nosotros, esas palabras: «Tú eres el amado de Dios, tú eres hijo, tú eres la alegría del Padre de los cielos».

En definitiva, «Jesús nos ha regalado su propia oración, que es su diálogo de amor con el Padre. Nos lo dio como una semilla de la Trinidad, que quiere echar raíces en nuestro corazón. ¡Acojámoslo! Acojamos este don, el don de la oración. Siempre con Él. Y no nos equivocaremos».

Hasta aquí las palabras de Francisco en su catequesis del miércoles. A partir de aquí podemos profundizar sobre cómo se relaciona nuestra oración con la del Señor, y cómo eso se relaciona con la misa, que siempre tiene algo de “fiesta”. Y cómo finalmente, eso nos lleva a participar de la misión de la Iglesia. Vayamos por pasos, de la mano del teólogo Joseph Ratzinger.

Joseph Alois Ratzinger, voda de oración.

«Dirijamos nuestro agradecimiento sobre todo a Dios en el cual vivimos, nos movemos y existimos». Benedicto XVI

Nuestra oración de hijos en el Hijo

El contenido de la oración de Jesús –­oración de alabanza y de acción de gracias, de petición y reparación– se despliega desde la íntima conciencia de su filiación divina y su misión redentora.

Por eso Ratzinger observaba –en la perspectiva del punto del Catecismo citado por Francisco– que el contenido de la oración de Jesús se concentra en la palabra Abba, palabra con la que los niños hebreos llamaban a sus padres (equivalente a nuestro “papá”). Se trata de la seña de identidad más clara de Jesús en el Nuevo Testamento, así como de la expresión sintética más clara de toda su esencia. En el fondo esa palabra expresa el asentimiento esencial a su ser Hijo. Por eso el Padrenuestro es una extensión del Abba trasladada al nosotros de sus fieles (cf. La fiesta de la fe, Bilbao 1999, pp. 34-35).

Así es. La oración cristiana, nuestra oración, tiene como fundamento vivo y centro propio la oración de Jesús. En ella se enraíza, de ella vive y la prolonga sin superarla, puesto que la oración de Jesús, que es nuestra “cabeza”, precede a la nuestra, la sostiene y le otorga la eficacia de Su misma oración.  Es la nuestra una oración de hijos "en el Hijo". Nuestra oración, como la de Jesús y en unión con la suya, es siempre una oración a la vez personal y solidaria.

Esto es posible por la acción del Espíritu Santo, que nos une a todos en el Señor, en su cuerpo (místico) que es la Iglesia: "En la comunión en el Espíritu Santo la oración cristiana es oración en la Iglesia". "En la oración, el Espíritu Santo nos une a la Persona del Hijo Unico, en su humanidad glorificada. Por medio de ella y en ella, nuestra oración filial comulga en la Iglesia con la Madre de Jesús (cf Hch 1, 14)" (Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2672 y 2673).

En la misa Dios se hace presente

Pues bien, continúa Ratzinger, desde la unión con la oración de Jesús, –es decir, desde la conciencia de nuestra participación en la filiación divina en comunidad con Cristo–,la misa prolonga esa oración de Jesús en la vida cotidiana. Y entonces -afirma- el mundo se puede convertir en fiesta.

¿Qué es una fiesta? 

Una fiesta, dirá años después Benedicto XVI, es “un acontecimiento en el que todos están, por así decirlo, fuera de sí mismos, más allá de sí mismos, y así consigo mismos y con los demás” (Discurso a la curia romana, 22-XII-2008).

Pero –nos podríamos preguntar ahora nosotros– qué sentido tendría convertir el mundo en una “fiesta” en circunstancias como las actuales, en medio de una pandemia, de una complicada crisis económica, de injusticias y violencias, incluso en nombre de Dios, que dejan por todas partes rastros de dolor y de muerte?

Más preguntas: ¿Qué queremos significar los cristianos cuando decimos que “celebramos” la misa? ¿Y por qué la misa tiene que ver con una fiesta? Y encontramos esta respuesta: no, ciertamente, en un sentido superficial de la palabra fiesta, que suele asociarse al bullicio y a la diversión, un tanto inconscientes, de quien se distancia de los problemas; sino por un motivo bien diverso: porque en la misa, escribe Ratzinger, nos situamos en torno a Dios, que se hace presente en medio de nosotros.

Eso nos da una alegría serena, compatible con el claroscuro de la fe, con el dolor e incluso con la muerte, porque sabemos que tampoco la muerte tiene la última palabra. Esa última palabra solo es el amor, que no muere nunca.

Así explicaba el Papa Benedicto, en este largo párrafo que merece ser transcrito, lo que acontece en la liturgia cristiana:

«Él [Dios) está presente. Él entra en medio de nosotros. Se ha rasgado el cielo y esto hace luminosa la tierra. Esto es lo que hace alegre y abierta la vida, y une a unos y otros en una alegría que no se puede comparar con el éxtasis de un festival rock. Friedrich Nietzsche dijo en cierta ocasión: ‘El arte no consiste en organizar una fiesta, sino en encontrar personas capaces de alegrarse en ella’. Según la Escritura, la alegría es fruto del Espíritu Santo (cf. Ga 5, 22) (…) La alegría es parte integrante de la fiesta. La fiesta se puede organizar; la alegría no. Sólo se puede ofrecer como don; (…) El Espíritu Santo nos da la alegría. Y él es la alegría. La alegría es el don en el que se resumen todos los demás dones. Es la manifestación de la felicidad, de estar en armonía consigo mismo, lo cual sólo puede derivar de estar en armonía con Dios y con su creación. La alegría, por su propia naturaleza, debe irradiarse, debe comunicarse. El espíritu misionero de la Iglesia no es más que el impulso de comunicar la alegría que nos ha sido dada». (Discurso a la curia romana, 22-XII-2008)

La Misa, acontecimiento central de la vida cristiana

Respecto a la Eucaristía, cabe recordar que ya la comida pascual judía tenía un fuerte carácter a la vez familiar, sagrado y festivo. En ella se combinaban dos importantes aspectos. Un aspecto de sacrificio. pues se comía del cordero ofrecido a Dios e inmolado sobre el altar. Y un aspecto de comunión, comunión con Dios y con los otros, manifestada en el compartir y beber el pan y el vino, después de bendecidos, como signo de alegría y de paz, de acción de gracias y renovación de la Alianza (cf. La fiesta de la fe, pp. 72-74).

La misa asume lo esencial de todo ello y lo supera como “actualización” sacramental (es decir, por medio de signos que manifiestan una acción divina real, en la que colaboramos) de la muerte y resurrección del Señor para nuestra salvación.

En ella pedimos por todos, los vivos y sanos y los enfermos, también por los difuntos. Y ofrecemos nuestros trabajos, penas y alegrías por el bien de todos.

Nuestra fe nos asegura que Dios gobierna la historia y estamos en sus manos, sin que nos ahorre el esfuerzo por mejorarlo, por encontrar la solución a los problemas y a las enfermedades, por hacer un mundo mejor. Y así la misa es la expresión central del sentido cristiano de la vida.

Nuestra fe nos da también un sentido a la muerte como un paso definitivo a la vida eterna con Dios y los santos. Lloramos, como es natural, a los que perdemos de vista en la tierra. Pero no los lloramos desesperadamente, como si esa pérdida fuera irreparable o definitiva, porque sabemos que no lo es. Tenemos fe en que, si han sido fieles, están mejor que nosotros. Y esperamos un día reunirnos con ellos para celebrar, ya sin límites, nuestro encuentro.

Desde la oración y la Misa, a la misión

Retomemos la línea de Ratzinger. Rezar ­es un acto de afirmación del ser, en unión con el “Sí” de Cristo a la propia existencia, a la del mundo, a la nuestra. Un acto que nos capacita y nos purifica, para participar en la misión de Cristo.

En esa identificación con el Señor –con su ser y su misión– que es la oración, el cristiano encuentra su identidad, insertada en su ser Iglesia, familia de Dios. Y, para ilustrar esta realidad profunda de la oración, señala Ratzinger:

«Partiendo de esta idea, la teología de la Edad Media estableció como objetivo de la oración, y de la conmoción del ser que en ella se produce, que el hombre se transformara en ‘anima ecclesiastica’, en encarnación personal de la Iglesia. Es identidad y purificación al mismo tiempo, dar y recibir en lo más profundo de la Iglesia. En ese movimiento se hace nuestro el idioma de la madre, aprendemos a hablar en él y por él, de manera que sus palabras van volviéndose nuestras palabras: la entrega de la palabra de ese milenario diálogo de amor con aquél que quería volverse una sola carne con aquélla, se convierte en el don del habla, por el cual me entrego verdaderamente a mí mismo y justamente así soy devuelto por Dios a todos los otros, entregado y libre» (Ibid., 38-39).

Por eso, concluye Ratzinger, si nos preguntamos cómo aprendemos a rezar, deberíamos responder: aprendemos a rezar rezando “con” otros y con la madre.

Así es siempre, en efecto, y podemos ir concluyendo por nuestra parte. La oración del cristiano, una oración siempre unida a la Cristo (aunque no nos demos cuenta de ello) es una oración en el "cuerpo" de la Iglesia, aunque uno esté físicamente solo y rece individualmente. Su oración es siempre eclesial, si bien en ocasiones esto se manifiesta y lleva a cabo de modo público, oficial e incluso solemne.

La oración cristiana, siempre personal, tiene formas diversas: desde la participación también externa en la oración de la Iglesia durante la celebración de los sacramentos (sobre todo de la Misa), hasta la oración litúrgica de las horas. Y, de modo más básico y asequible a todos, la oración “privada” del cristiano –mental o vocal–, ante un sagrario, ante un crucifijo o sencillamente desgranada en medio de las actividades ordinarias, en la calle o en el autobús, en el trabajo o en la vida familiar, social y cultural.

También la piedad popular de las procesiones y peregrinaciones puede y debe ser camino y expresión de oración.

Por medio de la oración se llega a la contemplación y a la alabanza de Dios y de su obrar, que deseamos permanezca con nosotros, de modo que el nuestro sea fructuoso.

Para que la eucaristía se haga vida de nuestra vida se necesita la oración.

La oración –que tiene siempre un componente de adoración– precede, acompaña y sigue a la misa. La oración cristiana es signo e instrumento de cómo la misa se “introduce” en la vida y convierte la vida en una celebración, en una fiesta. 

Desde ahí podemos comprender, finalmente, cómo nuestra oración, siempre unida a la de Cristo, es, no solamente una oración “en” la Iglesia, sino que además nos prepara y fortalece para participar en la misión de la Iglesia.

La vida cristiana, convertida en “vida de oración” y trasformada por la misa, se traduce en servicio a las necesidades materiales y espirituales de los demás. Y mientras vivimos y crecemos como hijos de Dios en la Iglesia, participamos en su edificación y en su misión, gracias a la oración y a la eucaristía. Nada de esto son simples teorías o imaginaciones como quizás podrían pensar algunos, sino realidades hechas posibles por la acción del Espíritu Santo.

Lo dice el Catecismo de la Iglesia Católica: el Espíritu Santo "prepara la Iglesia para el encuentro con su Señor, recuerda y manifiesta a Cristo a la fe de la asamblea; hace presente y actualiza el misterio de Cristo por su poder transformador; finalmente, el Espíritu de comunión une la Iglesia a la vida y a la misión de Cristo".


Autor: Don Ramiro Pellitero Iglesias, profesor de Teología pastoral en la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra.

Artículo publicado en: Iglesia y nueva evangelización.