«En Loreto soy especialmente deudor de Nuestra Señora»
Josemaría Escrivá de Balaguer estuvo en Loreto por primera vez los días 3 y 4 de enero de 1948. Pero el motivo por el que el fundador del Opus Dei se consideraba especialmente en deuda con la Virgen de Loreto responde a una gravísima necesidad que surgió años después y que estaba ligada a la estructura jurídica de la Obra, por lo que acudió a pedir la protección de la Virgen María.
Relato de las visitas del fundador del Opus Dei a Loreto
«En la tarde del 3 de enero llegaron a Loreto san Josemaría, don Álvaro del Portillo, Salvador Moret Bondía e Ignacio Sallent Casas. Hicieron la oración en el recinto de la Casa de Nazaret, dentro del Santuario. Al salir del templo, el Padre preguntó a don Álvaro:
—¿Qué has dicho a la Virgen?
—«¿Quiere que se lo diga? Y, ante un gesto del Padre, contestó: —«Pues he repetido lo de siempre, pero como si fuera la primera vez. Le he dicho: te pido lo que te pida el Padre.
—Me parece muy bien lo que has dicho –le comentó más tarde san Josemaría–. Repítelo muchas veces».
La fiesta de Nuestra Señora de Loreto se celebra el 10 de diciembre. Foto: Vatican News.
Los años 50 fueron de mucho sufrimiento para san Josemaría, por incomprensiones y conflictos. En medio de estas dificultades, decidió ir a Loreto para ponerse al amparo del manto y caricias de la Virgen.
Consagración al Corazón Dulcísimo de María: 15 de agosto de 1951
«El día 14 de agosto de 1951 decide salir por carretera hacia Loreto –narra la escritora Ana Sastre– para estar allí el día 15, y consagrar el Opus Dei a la Santísima Virgen. El calor es sofocante y la sed se dejará sentir durante todo el trayecto. No había autopista. La carretera corre entre valles, se empina para escalar los Apeninos y desciende, en la última parte, hasta llegar al Adriático.
Según una tradición multisecular, desde 1294 la Santa Casa de Nazaret está en la colina de Loreto, bajo el crucero de la basílica edificada con posterioridad. Es rectangular, con muros de unos cuatro metros y medio de altura. Una pared es de factura moderna, pero las otras, desprovistas de cimientos, ennegrecidas por el humo de los cirios, son según la tradición las de la Casa de Nazareth.
Su estructura y la formación geológica de los materiales no tienen parecido alguno con los caracteres de la antigua arquitectura de la zona: es perfectamente análoga a las construcciones que se realizaban en Palestina hace veinte siglos: sillares de piedra arenosa, que utilizaban la cal como elemento de unión.
El santuario se apoya sobre una loma cubierta de laureles, de ahí el nombre. Aparcan en la plaza Central y el Padre sale rápidamente del coche. Durante quince o veinte minutos, le pierden entre la gente que llena la basílica. Al fin sale, después de saludar a la Virgen, sonriente y animoso. Son las siete y media y hay que volver a Ancona para pasar la noche».
«A la mañana siguiente, antes de que el sol se deje caer con aplomo, vuelven a la carretera. A pesar de lo temprana que es la hora, el santuario está repleto. El Padre se reviste en la sacristía y avanza hacia el altar de la Casa de Nazaret para celebrar la Misa. El pequeño recinto está atestado y el calor es sofocante».
«Bajo las lámparas votivas, quiere oficiar la Liturgia con toda devoción. Pero no ha contado con el fervor de la muchedumbre en este día de fiesta: "Mientras besaba yo el altar cuando lo prescriben las rúbricas de la Misa, tres o cuatro campesinas lo besaban a la vez. Estuve distraído, pero me emocionaba.
Atraía también mi atención el pensamiento de que en aquella Santa Casa –que la tradición asegura que es el lugar donde vivieron Jesús, María y José–, encima de la mesa del altar, han puesto estas palabras: Hic Verbum caro factum est. Aquí, en una casa construida por la mano de los hombres, en un pedazo de la tierra en que vivimos, habitó Dios" (Es Cristo que pasa, 12).
«Durante la Misa, sin fórmula alguna pero con palabras llenas de fe, el Padre hace la consagración del Opus Dei a la Señora. Y, después, hablando en voz baja a los que están a su lado, vuelve a repetirla en nombre de todo el Opus Dei:
El fundador del Opus Dei con Mons. Alvaro del Portillo delante de la Santa Casa.
Una invocación a la Virgen
"Te consagramos nuestro ser y nuestra vida; todo lo nuestro: lo que amamos y somos. Para ti nuestros cuerpos, nuestros corazones y nuestras almas; tuyos somos. Y para que esta consagración sea verdaderamente eficaz y duradera, renovamos hoy a tus pies, Señora, la entrega que hicimos a Dios en el Opus Dei. Infunde en nosotros amor grande a la Iglesia y al Papa, y haznos vivir plenamente sumisos a todas sus enseñanzas" (RHF 20755, p. 450).
El Padre ha salido de Roma visiblemente cansado. Pero, al volver, parece renovado. Como si todo obstáculo acabara de pulverizarse en el camino de Dios. Hace unas semanas que ha propuesto a sus hijos e hijas una invocación dirigida a la Madre de Jesús para que la repitan continuamente Cor Mariae dulcissimum, iter para tutum!, Corazón dulcísimo de María, ¡prepáranos un camino seguro!»
«Las rutas del Opus Dei siempre estarán precedidas por la sonrisa y el amor de la Virgen. Una vez más, el Fundador se ha movido en las coordenadas de la fe. Pone los medios humanos, pero confía en la intervención decisiva de lo alto. "Dios es el de siempre. –Hombres de fe hacen falta: y se renovarán los prodigios que leemos en la Santa Escritura. Ecce non est abbreviata manus Domini –¡El brazo de Dios, su poder, no se ha empequeñecido! (Camino, 586)”.
Fue a la Santa Casa otras seis veces: el 7 de noviembre de 1953, el 12 de mayo de 1955, el 8 de mayo de 1960, el 22 abril de 1969, el 8 de mayo de1969 y la última el 22 de abril de 1971. El 9 de diciembre de 1973, víspera de la fiesta de la Virgen de Loreto, dijo "Todas las imágenes, todos los nombres, todas las advocaciones que el pueblo cristiano da a Santa María, a mí me parecen maravillosas. Pero en Loreto soy especialmente deudor de Nuestra Señora"».
La Leyenda de la Santa Casa de Loreto
La historia de esta advocación mariana se mueve entorno a la casa donde nació la Virgen María y vivió con Jesús y san José en Nazaret, Palestina.
El milagro: según la tradición, cuando los Cruzados perdieron el control de Tierra Santa en 1291, la casa corría peligro de ser destruida. Para salvarla, una comitiva de ángeles la levantó por los aires y la transportó cruzando el Mediterráneo.
Basílica de la Santa Casa.
La historia del viaje cuenta que la casa voló primero a Croacia (Trsat), luego cruzó el mar Adriático hacia Italia (Ancona) y finalmente se posó, el 10 de diciembre de 1294, en un bosque de laureles (lauretum en latín, de donde viene el nombre Loreto).
Desde el punto de vista de las distintas investigaciones modernas algunos sugieren que la familia noble bizantina Angeli (apellido que significa ángeles) financió y organizó el traslado de las piedras de la Santa Casa en un barco para salvarlas, lo que dio origen a la hermosa leyenda del vuelo angelical.
¿Por qué Loreto es una Virgen Negra?
Cuando visitas el santuario de Loreto o contemplas las imágenes de muchas advocaciones marianas, Torreciudad, Montserrat..., notas que tanto la Virgen como el Niño son de piel oscura. La causa más habitual de ese tono marrón muy oscuro es que la madera tomaba ese color con el paso de los años, sobre todo, debido al humo de las velas y de las lámparas de aceite dentro de la pequeña Santa Casa.
En el caso de Loreto, la restauración, tras un incendio en 1921, se talló una nueva imagen utilizando cedro del Líbano (una madera oscura) y se decidió mantener el color negro tradicional que la había hecho tan reconocible para los peregrinos durante siglos.
Loreto, patrona de la Aviación
Debido al traslado milagroso de la Santa Casa, desde Palestina hasta Italia, el Papa Benedicto XV la proclamó patrona principal de la aviación universal en 1920. Además, en España es la patrona del Ejército del Aire, del Sepla y del Espacio. Cada 10 de diciembre es un día grande en todas las bases aéreas españolas.
La Virgen de Loreto protege a los pilotos y militares, pero también a los viajeros aéreos y a todo el personal de vuelo.
En España, la devoción está muy ligada a este himno emocionante que se canta en los actos castrenses y religiosos:
«Salve, Madre, Salve, Reina del Cielo, de la hermosura una estrella, de la pureza el fulgor; fuente del más puro amor, nuestra esperanza está en ella, Salve, Madre, Salve, Reina del Cielo.
Si nuestras alas se quiebran, al final de nuestro vuelo, antes de llegar al suelo, tus brazos con amor se abran, Salve, Madre, Salve, Reina del Cielo».
Celebraciones en España
Además de las tradicionales celebraciones militares, también hay fiestas religiosas y civiles muy populares: el mismo 10 de diciembre, que es la la festividad litúrgica oficial. Se celebra en muchas parroquias dedicadas a Nuestra Señora de Lore (como la de Barajas en Madrid o en colinas cercanas a aeropuertos).
Como fiestas populares destacadas en Jávea y Santa Pola, localidades alicantinas, las fiestas en honor a la Mare de Déu de Loreto son muy importantes. Curiosamente, en Jávea se celebran a finales de agosto y a principios de septiembre, con los tradicionales Bous a la Mar.
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San Francisco Javier, vida y misión del gigante de las misiones
San Francisco Javier es una de las figuras más destacadas de la Historia de la Evangelización cristiana, y cada año su fiesta recuerda a la Iglesia católica que la misión requiere una preparación previa, el envío y una visión verdaderamente universal.
Su vida, marcada por una entrega total, se conecta de forma natural con el trabajo que realizan instituciones dedicadas a la formación sacerdotal, como la Fundación CARF. Esta relación permite leer su vida no como un episodio histórico aislado, sino como una referencia viva para el servicio que la Iglesia presta en todo el mundo.
El Castillo de Javier, en Navarra, es el lugar de su nacimiento y uno de los más llamativos de su historia.
La vida de san Francisco Javier
Francisco de Jasso Azpilicueta nació en 1506 en el castillo de Javier, Navarra, en el seno de una familia noble. Desde joven destacó por sus capacidades intelectuales y deportivas, lo que le abrió las puertas de la Universidad de París, donde llegó a ser profesor. Allí vivió un periodo decisivo para su vocación: el encuentro con Íñigo de Loyola, su compañero de habitación y amigo: san Ignacio.
En un principio, Francisco no tenía intención alguna de orientar su vida hacia la vida religiosa o misionera. Su objetivo era progresar en el ámbito académico. Sin embargo, Ignacio supo interpelarlo con una frase que se convirtió en punto de inflexión: «¿de qué te sirve ganar el mundo entero si pierdes tu alma?» Con el tiempo, ese mensaje transformó sus prioridades.
Este cambio interior lo llevó a unirse al núcleo fundacional de la Compañía de Jesús en 1534. Aquella decisión marcó el inicio de una vida orientada por completo al servicio de la Iglesia católica en todo el mundo.
En 1541, a petición del rey de Portugal, la Compañía de Jesús recibió el encargo de enviar a misioneros a los territorios asiáticos del reino. Aunque Ignacio había pensado inicialmente en otros compañeros, las circunstancias hicieron que fuera Francisco Javier quien tomara el rumbo a Oriente. Aceptó sin dudarlo.
Mapa de los siete viajes de san Francisco Javier entre 1541 y 1552, con rutas diferenciadas por colores que indican sus desplazamientos por África, India y el sudeste asiático.
Su llegada a Goa en 1542 inauguró una etapa misionera sin precedentes. San Francisco Javier recorrió India, Malaca, las islas Molucas y Japón, siempre con un estilo claro: cercanía con la gente, aprendizaje de lenguas, búsqueda de adaptación cultural y una actitud de escucha permanente. Su sueño era llegar a China, pero murió en 1552 en la isla de Shangchuan, a las puertas del continente.
Su método, basado en la presencia directa y la comprensión del contexto local, sentó las bases de lo que hoy la Iglesia reconoce como una evangelización respetuosa y profundamente humana.
Javier entendió que su vocación de misionero no era una idea abstracta, sino una tarea concreta que exige humildad, estudio y constancia. Su capacidad para moverse entre culturas diferentes, aprender idiomas y comprender sociedades y quererlas hizo que su fuego interior (ese amor por Jesucristo) le llevase a bautizar a más de treinta mil personas. Se cuenta que a veces se tenía que sostener un brazo con el otro porque le fallaban las fuerzas de tanto impartir el sacramento.
Su apostolado también llegaba a Europa por medio de cartas encendidas y entusiastas que provocaron que muchos otros jóvenes se animasen a convertirse en misioneros los siglos siguientes.
La misión de formar en la Iglesia
Uno de los elementos más relevantes de su labor fue la formación de catequistas, la creación de comunidades cristianas y la preparación de líderes locales que garantizaran la continuidad de la evangelización de la Iglesia católica. San Francisco Javier sabía que no bastaba con llegar a nuevos territorios: era imprescindible formar personas capaces de sostener la fe en cada comunidad.
Ese énfasis convierte su vida en referencia directa para quienes trabajan hoy en la formación integral de sacerdotes. La Fundación CARF desarrolla un trabajo que conecta también con la visión misionera de san Francisco Javier: formar seminaristas y sacerdotes diocesanos con una preparación intelectual, humana y espiritual suficiente para evangelizar en cualquier parte del mundo.
La Fundación apoya cada año a seminaristas y sacerdotes provenientes de más de 130 países, muchos de ellos de lugares donde la Iglesia está en crecimiento, donde existe escasez de recursos o donde los desafíos pastorales son grandes. Esa diversidad refleja la universalidad que san Francisco Javier encarnó durante su vida de gigante de las misiones.
San Francisco Javier es conocido como el hombre que transformó las misiones en una aventura global. Su impaciencia por salvar almas le llevó a no parar nunca, y siempre buscó ir más allá. Por todo ello la Iglesia católica lo nombró Patrono Universal de las Misiones (junto a la monja Santa Teresita del Niño Jesús, aunque por motivos deferentes a ella).
Los jóvenes que estudian con el apoyo de la Fundación CARF se forman para su diócesis de origen y para servir a la Iglesia universal. Aprenden a dialogar con culturas distintas, a comprender realidades sociales complejas y a sostener comunidades donde, muchas veces, el sacerdote es el único referente educativo o social.
Así como san Francisco Javier supo que la misión necesitaba personas preparadas, la Fundación CARF contribuye a que parroquias, diócesis y territorios de misión puedan contar con sacerdotes sólidamente formados. Todos estos alumnos regresan después a sus países, donde la figura del sacerdote es esencial para la educación, el acompañamiento espiritual, la estabilidad comunitaria y la transmisión de la fe.
Desde un punto de vista humano, poco explicable, lo que más impacta de la vida de San Francisco Javier fue la magnitud física de su trabajo. En el siglo XVI, sin los medios de transporte modernos, llegó a recorrer unos cien milkilómetros (equivalente a dar la vuelta al mundo más de dos veces). Con motivo recibe el calificativo de gigante de las misiones.
Si algo caracterizó la vida de san Francisco Javier fue su visión global y su capacidad para abrir caminos. La misión de la Fundación CARF replica su aventura geográfica desde la esencia: generar condiciones para que la fe llegue donde más se necesita, de forma ordenada, profunda y con visión de futuro.
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La comunión de los santos: una consoladora verdad de fe
El 2 de noviembre, la Liturgia de la Iglesia nos propone la conmemoración de Todos los Fieles Difuntos. Nos recuerda que los cristianos podemos y debemos ayudar a las almas benditas del Purgatorio, que allí esperan su purificación completa con ansia de llegar a la casa del Cielo; nuestra cooperación permite a esas almas llegar cuanto antes.
También, Dios, en su misericordia, nos concede la posibilidad de ser intercesores unos de otros, no solo lo posibilita gracias al Bautismo, sino que nos recuerda que necesitamos de los demás, y somos responsables de los demás. Necesitamos de la donación de los demás y hemos de ser donantes, somos oveja y pastor al mismo tiempo. Cada uno depende de los demás, y los demás dependen de nosotros para llegar al Cielo.
Todos los bautizados estamos unidos a Cristo, y en Cristo, unos con otros. Y por eso, nos podemos ayudar mutuamente sin que la muerte lo impida. Vamos a desgranar esta verdad de nuestra fe, para que confiemos más en la comunión de los santos: «queridos amigos, ¡qué hermosa y consoladora es la comunión de los santos! Es una realidad que infunde una dimensión distinta a toda nuestra vida.
¡Nunca estamos solos! Formamos parte de una compañía espiritual en la que reina una profunda solidaridad: el bien de cada uno redunda en beneficio de todos y, viceversa, la felicidad común se irradia sobre cada persona. Es un misterio que, en cierta medida, ya podemos experimentar en este mundo, en la familia, en la amistad, especialmente en la comunidad espiritual de la Iglesia» (Benedicto XVI, Angelus. 1 de noviembre de 2009).
Un recurso con tradición: los santos del Cielo
En uno de los muros de la casa de san Pedro en Cafarnaúm se descubrió un grafito en el que los primeros cristianos invocan la intercesión del apóstol para obtener el favor de Dios. Este descubrimiento arqueológico de 1968 de un grupo italiano desmonta la pretensión protestante de que la mediación de los santos es una invención medieval de una iglesia supersticiosa.
Desde la segunda mitad del siglo I, la casa de Pedro gozaba de una clara distinción con respecto a las demás. Cuando los cristianos dejaron de ser perseguidos en el imperio romano, a finales del siglo IV, levantaron en ese lugar un hogar de peregrinos y, más tarde, una iglesia bizantina, cuyos restos se pueden ver hoy.
En los inicios de la Iglesia, surge la veneración y el recurso a los apóstoles y los mártires. Luego, se han sumado otros muchos, entre ellos aquellos «cuyo preclaro ejercicio de virtudes cristianas y cuyos divinos carismas los hacían recomendables a la piadosa devoción e imitación de los fieles», (Concilio Vaticano II, Lumen Gentium n. 50). Los santos del Cielo son un tesoro de la Iglesia, una gran ayuda en nuestro caminar al Cielo, que nos llena de esperanza.
Pero no solo nos protegen…
Enseñaba san Agustín, «no vayamos a pensar que estamos regalando algo a los mártires cuando celebramos sus días solemnes. Se gozan con nosotros no tanto cuando los honramos como cuando los imitamos».
Como señalaba el papa Francisco, «los santos nos dan un mensaje. Nos dicen: fiaos del Señor, porque el Señor no defrauda. No decepciona nunca, es un buen amigo siempre a nuestro lado. Con su testimonio, los santos nos alientan a no tener miedo de ir a contracorriente, o de ser incomprendidos y escarnecidos cuando hablamos de Él y del Evangelio; nos demuestran con su vida que quien permanece fiel a Dios y a su Palabra experimenta ya en esta tierra el consuelo de su amor y luego el céntuplo en la eternidad» (Francisco, homilía en la fiesta de Todos los Santos, 1 de noviembre de 2013).
Por eso, es una costumbre cristiana leer y meditar biografías de santos y sus escritos. Con sus vidas y sus enseñanzas, nos señalan el camino bueno y recto para encontrar y amar a Jesús, que es el denominador común de todos ellos, nos sirven de guías y naos hablan en la intimidad del corazón. Cultivar la devoción a los santos, los que cada uno quiera, traerá a nuestra vida contar con grandes amigos en el Cielo, que rogarán ante Dios y nos acompañarán en el camino.
Ser mecenas del Cielo
El término mecenas tiene su origen en Cayo Mecenas, un consejero del emperador romano Augusto, que con sus riquezas impulsaba las artes, protegiendo y patrocinando a poetas, escritores y artistas de su tiempo. En nuestro caso, Dios desea y permite que seamos solidarios entre hermanos, si vivimos unidos a Jesucristo. Es la realidad de la comunión de los santos.
Esa solidaridad se extiende a todos los bautizados. Gracias al Bautismo formamos parte de la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, del que Él es la cabeza (rf. Colosenses 1, 18). Esa comunión además de significar “unión con”, también supone “comunicación de bienes” entre las almas en que el Espíritu Santo, el Espíritu de Cristo, tiene su morada.
«De la misma manera que en un cuerpo natural la actividad de cada miembro repercute en beneficio de todo el conjunto, así también ocurre con el cuerpo espiritual que es la Iglesia: como todos los fieles forman un solo cuerpo, el bien producido por uno se comunica a los demás» (santo Tomás de Aquino, Sobre el Credo, 1. c. 99).
Dado que el Bautismo nos hace participes de la vida eterna, de la vida con Dios, la muerte no interrumpe esa unión con los que han muerto, no rompe la familia de los creyentes. «Dios es no es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para Él todos viven» (Mateo 22, 32). Por eso, este mes centramos nuestro favor por los difuntos, por las almas del Purgatorio.
«En este mes de noviembre, estamos invitados a rezar por los difuntos. Guiados por la fe en la comunión de los santos, traten de confiar a Dios, especialmente en la Eucaristía, a sus familiares, amigos y conocidos fallecidos, sintiéndolos cercanos en la grande compañía espiritual de la Iglesia» (papa Francisco, Audiencia del 6 de noviembre de 2019).
Imagen creada con IA de la comunión de los santos en el cielo.
La Iglesia nos anima a que intensifiquemos nuestra ayuda a los que han muerto, que los apadrinemos con el tesoro de gracias que Jesús donó a su Iglesia y con nuestras buenas obras, que ellas sean las destinatarias principales de nuestro mecenazgo, para que sean admitidas en el Cielo.
Por bondad de Dios, los cristianos peregrinos en la tierra podemos colaborar con Él. Por la comunión de los santos, con nuestros sufragios, aceleramos el proceso de purificación de esas almas, adelantamos su entrada en la Gloria ¡Cuánto podemos ayudarles!
Una oración con vuelta
Esta solidaridad es muy grata a Dios porque, en su misericordia, desea que las almas tan amadas del Purgatorio lleguen al Cielo cuanto antes. Por eso, rezar por los difuntos es una de las obras de misericordia espirituales, que hemos de practicar siempre, pero especialmente en noviembre. En una revelación particular, Jesús decía:
«Quiero que se rece por estas benditas almas del Purgatorio, ya que mi divino Corazón arde de amor por ellas. ¡Deseo ardientemente su liberación, para poder unirlas a mí por fin totalmente! (…) No te olvides de mis palabras: "estaba en la cárcel y me habéis visitado". Aplícalas a estas benditas almas: es a Mí a quien visitas en ellas, con tus oraciones y tus obras en su favor y por sus intenciones».
«Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico, para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios. La Iglesia también recomienda las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia en favor de los difuntos» (Catecismo de la Iglesia católica n. 1032).
¿Lo hacemos así? Cuando asistimos a un funeral, ¿rezamos intensamente por el difunto? Cuando asistimos a la santa Misa, ¿nos acordamos de rezar por los difuntos, al menos en el momento en que la liturgia lo tiene previsto, en el memento de difuntos, que no falta en ninguna de las plegarias eucarísticas?
Cuando pasamos cerca de un cementerio, ¿levantamos el corazón a Dios rogando por las almas allí enterradas? Por piedad con ellos, ¿visitamos a nuestros difuntos, para rezar por ellos, adecentar sus tumbas y traerles flores como signo de esperanza?
La ilusión de “vaciar” el Purgatorio, de que Dios conceda una amnistía general, ¿nos mueve para ganar indulgencias por los difuntos, a ofrecer cualquier obra buena a modo de sufragio, a rezar el Rosario suplicando a la Virgen, puerta del Cielo, que socorra a sus hijos? También podemos dedicar los lunes a orar por las almas del Purgatorio, según la costumbre de la Iglesia…
«Nuestra oración por ellos puede no solamente ayudarles, sino también hacer eficaz su intercesión en nuestro favor»(Catecismo de la Iglesia católica n. 958). Las oraciones por los difuntos son oraciones “de ida y vuelta”. Las almas del purgatorio están más cerca de Dios que nosotros, y lo estarán siempre; están unidas a nosotros por la comunión de los santos y nos quieren. No sufren sin más; aunque no pueden merecer para ellas, sí pueden hacerlo por nosotros. Así dan gloria a Dios, procurando que el amor de Dios llene los corazones de los hombres y se salven.
Nos animarán a aplicarnos, a querer mejor a Dios y a los demás, a aborrecer el pecado –también el venial– que tanto dolor causa, a amar la cruz de cada día, a purificarnos a través de los medios que nos ha dejado Cristo: la oración, los sacramentos, la caridad…
Nos dicen: "merece la pena no pasar por estas penas que pasamos, también para vuestros años en la tierra". De ahí surge la devoción a las almas del Purgatorio. De manera que, cuando fallece alguien cercano, tan conveniente es pedir por él como pedirle a él. Encomendémonos a las almas del Purgatorio, pidámosles cosas.
Los santos han sido grandes devotos de esta ayuda mutua. San Alfonso María de Ligorio afirma que podemos creer que a las almas del Purgatorio «el Señor les da a conocer nuestras plegarias, y si es así, puesto que están tan llenas de caridad, por seguro podemos tener que interceden por nosotros» (san Alfonso María de Ligorio, El gran medio de la oración, capítulo I, III).
Santa Teresita del Niño Jesús, acudía con frecuencia a la ayuda de ellas y, tras recibirla, se sentía en deuda: «Dios mío, te suplico que pagues tú la deuda que tengo contraída con las almas del purgatorio» (santa Teresa del Niño Jesús, Últimas conversaciones, 6-VIII-1897).
También san Josemaría Escrivá confesaba su complicidad con ellas: “Al principio sentía muy fuerte la compañía de las almas del purgatorio. Las sentía como si me tiraran de la sotana, para que rezara por ellas y para que me encomendara a su intercesión. Desde entonces, por los servicios enormes que me prestaban, me ha gustado decir, predicar y meter en las almas esta realidad: mis buenas amigas las ánimas del purgatorio».
Ganas si ganas los demás
«Ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo» (Romanos 14, 7). «Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él» (1 Corintios 12, 26). Todo lo que cada uno hace o sufre en y para Cristo, beneficia a todos. Podemos rezar y obrar por los demás, conocidos o desconocidos, próximos o lejanos, e interceder ante Dios por sus sufrimientos, miedos, dolencias, enfermedades, conversión, salvación…
El amor que nos lleva a procurar un servicio, un consuelo, una atención material es el mismo amor que, con sentido sobrenatural, nos lleva a rezar y ofrecer pequeños sacrificios por personas, quizá lejanas físicamente, pero cercanísimas en el corazón de Cristo. Se trata de una ayuda real, y de un amor y de un cariño efectivo.
En los negocios está de moda vender que los mejores son los “win-win”. Ganas si los demás ganan también. En la comunión de los santos, sin duda es así. Es un aliciente para nuestra vida cristiana. Dios nos permite acompañar a los demás a través de la comunión de los santos. Además, si pensamos en los demás se nos hace menos difícil vencernos en eso que nos cuesta y debemos hacer. Tal vez no lo haríamos por nosotros, pero pensar en los demás, en las necesidades de la Iglesia y del mundo, nos da el empujón definitivo. No podemos fallarles.
Es lo que sugería san Josemaría: «¿has visto con qué facilidad se engaña a los chiquitines? —No quieren tomar la medicina amarga, pero... ¡anda! –les dicen–, esta cucharadita, por papá; esta otra por tu abuelita... Y así, hasta que han ingerido toda la dosis. Lo mismo tú» (san Josemaría Escrivá de Balaguer, Camino n. 899) con lo que nos cuesta.
Así fomentamos la conciencia de que nunca estamos solos y nunca hacemos las cosas solo uno. Siempre hay alguien que reza y se sacrifica por nosotros. Y con esa ayuda, podemos. Todo lo que une a Cristo, todo lo que viene de Él, es compartido por todos, nos ayuda a todos.
Imagen creada con IA de la comunión de los santos en el cielo y algunos muy conocidos.
Una particular comunión de los santos: la familia
San Josemaría lo recordaba a los matrimonios que le visitaban. «En mis conversaciones con tantos matrimonios, les insisto en que mientras vivan ellos y vivan también sus hijos, deben ayudarles a ser santos, sabiendo que en la tierra no seremos santos ninguno. No haremos más que luchar, luchar y luchar. –Y añado: vosotros, madres y padres cristianos, sois un gran motor espiritual, que manda a los vuestros fortaleza de Dios para esa lucha, para vencer, para que sean santos. ¡No les defraudéis!» (san Josemaría Escrivá de Balaguer, Forja n. 692).
En hebreo el vocablo empleado para designar matrimonio es kidusshin, palabra que sirve para designar “santidad”. Los judíos consideraban el matrimonio algo sagrado, y por eso empleaban el término santificación, un regalo del Espíritu de Dios. Dios también muestra su misericordia a través de la familia: no nos deja a la intemperie, sino que su proyecto de amor es que el hombre nazca y viva en una familia, en la que cada miembro, gracias al amor de los esposos entre sí y con cada hijo, sea capaz de vivir en, de y por amor.
Marido y mujer son cooperadores de Dios: vuestra familia tiene que ser introducida en la familia de Dios por vuestra vida santa de entrega total. Vivís una especial comunión de los santos con vuestro conyugue y vuestros hijos. Tal es el interés de Dios que bendice el matrimonio con uno de los siete sacramentos. Y también es el interés del demonio que la familia naufrague, como lo vemos en estos tiempos.
Para hacerlo realidad en el día a día, puede servir la costumbre de ofrecer lo bueno de cada día de la semana por uno de los miembros de la familia. Si ayuda, en la distribución de los días, puedes dedicar el sábado a tu mujer, ya que la Iglesia se acuerda especialmente de la Virgen; el miércoles, a ti mismo, ya que la Iglesia se acuerda de san José; el lunes, de los difuntos de la familia, por esa razón; el domingo, por toda la familia en el término más amplio, porque es el día de la Trinidad y lo normal es que lo paséis en familia; …aplica el resto. Se puede repetir o juntar dependiendo del tamaño de familia.
Vale la pena
Cuando por la misericordia de Dios, un día lleguemos al Cielo podremos contemplar el bien tan grande que hicimos a muchos cristianos y a la Iglesia entera desde nuestra mesa de trabajo, la cocina, el gimnasio, la sala de estar... nos admiraremos del potencial de la comunión de los santos, y recibiremos muchos agradecimientos y agradeceremos tantas ayudas. Por eso, no dejemos que se pierda una sola hora de trabajo, una contrariedad, una preocupación o una enfermedad. Todo lo podemos convertir en gracia y vivificar así, unidos a Cristo, todo su Cuerpo místico. Y, en este mes, de forma más intensa por las almas del purgatorio que tanto necesitan nuestra ayuda.
Alberto García-Mina Freire
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Cristo Rey, solemnidad 2025
En el último domingo del año litúrgico se celebra la solemnidad de Cristo Rey del universo. Ofrecemos el texto y el audio de la homilía que san Josemaría predicó el 22 de noviembre de 1970 y una breve reseña histórica del origen de la fiesta.
Texto y audio de la homilía: en la fiesta de Cristo Rey, pronunciada el 22-XI-1970 por san Josemaría.
Historia de la solemnidad de Cristo Rey
En el año 325, se celebró el primer concilio ecuménico en la ciudad de Nicea, en Asia Menor. En esta ocasión, se definió la divinidad de Cristo contra las herejías de Arrio: «Cristo es Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero». El concilio fue convocado por el emperador romanoConstantino I.
Sus principales logros fueron el arreglo de la cuestión cristológica de la naturaleza del Hijo de Dios y su relación con Dios Padre, la construcción de la primera parte del Símbolo niceno (primera doctrina cristiana uniforme), el establecimiento del cumplimiento uniforme de la fecha de la Pascua, y la promulgación del primer código de derecho canónico.
En 1925,1600 años después, el papa Pío XI proclamó que el mejor modo de que la sociedad civil obtenga «justa libertad, tranquilidad y disciplina, paz y concordia» es que los hombres reconozcan, pública y privadamente, la realeza de Cristo:
«Porque para instruir al pueblo en las cosas de la fe –escribió– mucha más eficacia tienen las fiestas anuales de los sagrados misterios que cualesquiera enseñanzas, por autorizadas que sean, del eclesiástico magisterio (…) e instruyen a todos los fieles (…) cada año y perpetuamente; (…) penetran no solo en la mente, sino también en el corazón, en el hombre entero». (Encíclica Quas primas, 11 de diciembre de 1925).
La fecha original de la fiesta era el último domingo de octubre, esto es, el domingo que inmediatamente antecede a la festividad de Todos los Santos; pero con la reforma de 1969, se trasladó al último domingo del año litúrgico, para subrayar que Jesucristo, el Rey, es la meta de nuestra peregrinación terrenal.
Los textos bíblicos cambian en los tres ciclos litúrgicos, lo que nos permite captar plenamente la figura de Jesús.
Cristo Rey, colofón y final del año litúrgico
La solemnidad de Cristo Rey del universo, que cierra el año litúrgico, es una proclamación de la realeza de Jesucristo. Instituida por Pío XI esta fiesta responde a la necesidad de recordar que, aunque su reino no es de este mundo, Cristo posee una autoridad universal sobre toda la creación y sobre cada corazón humano.
Jesús es Rey no por poderío terrenal o dominación política, sino por su amor redentor y su entrega en la cruz. Su Reino es un reino de verdad, justicia, santidad y gracia; un reino de amor, paz y caridad. Como nos enseña la liturgia, él es el "Rey de reyes y Señor de señores" (Ap 19,16), cuyo trono es la cruz y su corona de espinas.
Celebrar a Cristo Rey es reconocer su soberanía en nuestras vidas personales y en la sociedad, comprometiéndonos a construir un mundo según los valores de su Evangelio. Es mirar hacia el final de los tiempos, cuando "Cristo sea todo en todos" (Col 3,11), y su Reino se manifieste en plenitud.
Texto completo de la homilía Cristo Rey de san Josemaría
Termina el año litúrgico, y en el Santo Sacrificio del Altar renovamos al Padre el ofrecimiento de la Víctima, Cristo, Rey de santidad y de gracia, rey de justicia, de amor y de paz, como leeremos dentro de poco en el Prefacio. Todos percibís en vuestras almas una alegría inmensa, al considerar la santa Humanidad de Nuestro Señor: un Rey con corazón de carne, como el nuestro; que es autor del universo y de cada una de las criaturas, y que no se impone dominando: mendiga un poco de amor, mostrándonos, en silencio, sus manos llagadas.
¿Por qué, entonces, tantos lo ignoran? ¿Por qué se oye aún esa protesta cruel: nolumus hunc regnare super nos, no queremos que éste reine sobre nosotros? En la tierra hay millones de hombres que se encaran así con Jesucristo o, mejor dicho, con la sombra de Jesucristo, porque a Cristo no lo conocen, ni han visto la belleza de su rostro, ni saben la maravilla de su doctrina.
Ante ese triste espectáculo, me siento inclinado a desagraviar al Señor. Al escuchar ese clamor que no cesa y que, más que de voces, está hecho de obras poco nobles, experimento la necesidad de gritar alto: oportet illum regnare!, conviene que Él reine.
Oposición a Cristo
Muchos no soportan que Cristo reine; se oponen a Él de mil formas: en los diseños generales del mundo y de la convivencia humana; en las costumbres, en la ciencia, en el arte. ¡Hasta en la misma vida de la Iglesia! Yo no hablo –escribe S. Agustín– de los malvados que blasfeman de Cristo. Son raros, en efecto, los que lo blasfeman con la lengua, pero son muchos los que lo blasfeman con la propia conducta.
A algunos les molesta incluso la expresión Cristo Rey: por una superficial cuestión de palabras, como si el reinado de Cristo pudiese confundirse con fórmulas políticas; o porque, la confesión de la realeza del Señor, les llevaría a admitir una ley. Y no toleran la ley, ni siquiera la del precepto entrañable de la caridad, porque no desean acercarse al amor de Dios: ambicionan sólo servir al propio egoísmo.
El Señor me ha empujado a repetir, desde hace mucho tiempo, un grito callado: serviam!, serviré. Que Él nos aumente esos afanes de entrega, de fidelidad a su divina llamada –con naturalidad, sin aparato, sin ruido–, en medio de la calle. Démosle gracias desde el fondo del corazón. Dirijámosle una oración de súbditos, ¡de hijos!, y la lengua y el paladar se nos llenarán de leche y de miel, nos sabrá a panal tratar del Reino de Dios, que es un Reino de libertad, de la libertad que Él nos ganó.
Cristo, Señor del mundo
Quisiera que considerásemos cómo ese Cristo, que –Niño amable– vimos nacer en Belén, es el Señor del mundo: pues por Él fueron creados todos los seres en los cielos y en la tierra; Él ha reconciliado con el Padre todas las cosas, restableciendo la paz entre el cielo y la tierra, por medio de la sangre que derramó en la cruz.
Hoy Cristo reina, a la diestra del Padre: declaran aquellos dos ángeles de blancas vestiduras, a los discípulos que estaban atónitos contemplando las nubes, después de la Ascensión del Señor: varones de Galilea ¿por qué estáis ahí mirando al cielo? Este Jesús, que separándose de vosotros ha subido al cielo, vendrá de la misma manera que le acabáis de ver subir.
Por Él reinan los reyes, con la diferencia de que los reyes, las autoridades humanas, pasan; y el reino de Cristo permanecerá por toda la eternidad, su reino es un reino eterno y su dominación perdura de generación en generación.
El reino de Cristo no es un modo de decir, ni una imagen retórica. Cristo vive, también como hombre, con aquel mismo cuerpo que asumió en la Encarnación, que resucitó después de la Cruz y subsiste glorificado en la Persona del Verbo juntamente con su alma humana. Cristo, Dios y Hombre verdadero, vive y reina y es el Señor del mundo. Sólo por Él se mantiene en vida todo lo que vive.
¿Por qué, entonces, no se aparece ahora en toda su gloria? Porque su reino no es de este mundo, aunque está en el mundo. Había replicado Jesús a Pilatos: Yo soy rey. Yo para esto nací: para dar testimonio de la verdad; todo aquel que pertenece a la verdad, escucha mi voz. Los que esperaban del Mesías un poderío temporal visible, se equivocaban: que no consiste el reino de Dios en el comer ni en el beber, sino en la justicia, en la paz y en el gozo del Espíritu Santo.
Verdad y justicia; paz y gozo en el Espíritu Santo. Ese es el reino de Cristo: la acción divina que salva a los hombres y que culminará cuando la historia acabe, y el Señor, que se sienta en lo más alto del paraíso, venga a juzgar definitivamente a los hombres.
Cuando Cristo inicia su predicación en la tierra, no ofrece un programa político, sino que dice: haced penitencia, porque está cerca el reino de los cielos; encarga a sus discípulos que anuncien esa buena nueva, y enseña que se pida en la oración el advenimiento del reino. Esto es el reino de Dios y su justicia, una vida santa: lo que hemos de buscar primero, lo único verdaderamente necesario.
La salvación, que predica Nuestro Señor Jesucristo, es una invitación dirigida a todos: acontece lo que a cierto rey, que celebró las bodas de su hijo y envió a los criados a llamar a los convidados a las bodas. Por eso, el Señor revela que el reino de los cielos está en medio de vosotros.
Nadie se encuentra excluido de la salvación, si se allana libremente a las exigencias amorosas de Cristo: nacer de nuevo, hacerse como niños, en la sencillez de espíritu; alejar el corazón de todo lo que aparte de Dios. Jesús quiere hechos, no sólo palabras. Y un esfuerzo denodado, porque sólo los que luchan serán merecedores de la herencia eterna.
La perfección del reino –el juicio definitivo de salvación o de condenación– no se dará en la tierra. Ahora el reino es como una siembra, como el crecimiento del grano de mostaza; su fin será como la pesca con la red barredera, de la que –traída a la arena– serán extraídos, para suertes distintas, los que obraron la justicia y los que ejecutaron la iniquidad. Pero, mientras vivimos aquí, el reino se asemeja a la levadura que cogió una mujer y la mezcló con tres celemines de harina, hasta que toda la masa quedó fermentada.
Quien entiende el reino que Cristo propone, advierte que vale la pena jugarse todo por conseguirlo: es la perla que el mercader adquiere a costa de vender lo que posee, es el tesoro hallado en el campo. El reino de los cielos es una conquista difícil: nadie está seguro de alcanzarlo, pero el clamor humilde del hombre arrepentido logra que se abran sus puertas de par en par. Uno de los ladrones que fueron crucificados con Jesús le suplica: Señor, acuérdate de mí cuando hayas llegado a tu reino. Y Jesús le respondió: en verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso.
El reino en el alma
¡Qué grande eres, Señor y Dios nuestro! Tú eres el que pones en nuestra vida el sentido sobrenatural y la eficacia divina. Tú eres la causa de que, por amor de tu Hijo, con todas las fuerzas de nuestro ser, con el alma y con el cuerpo podamos repetir: oportet illum regnare!, mientras resuena la copla de nuestra debilidad, porque sabes que somos criaturas –¡y qué criaturas!– hechas de barro, no sólo en los pies, también en el corazón y en la cabeza. A lo divino, vibraremos exclusivamente por ti.
Cristo debe reinar, antes que nada, en nuestra alma. Pero qué responderíamos, si Él preguntase: tú, ¿cómo me dejas reinar en ti? Yo le contestaría que, para que Él reine en mí, necesito su gracia abundante: únicamente así hasta el último latido, hasta la última respiración, hasta la mirada menos intensa, hasta la palabra más corriente, hasta la sensación más elemental se traducirán en un hosanna a mi Cristo Rey.
Si pretendemos que Cristo reine, hemos de ser coherentes: comenzar por entregarle nuestro corazón. Si no lo hiciésemos, hablar del reinado de Cristo sería vocerío sin sustancia cristiana, manifestación exterior de una fe que no existiría, utilización fraudulenta del nombre de Dios para las componendas humanas.
Si la condición para que Jesús reinase en mi alma, en tu alma, fuese contar previamente en nosotros con un lugar perfecto, tendríamos razón para desesperarnos. Pero no temas, hija de Sión: mira a tu Rey, que viene sentado sobre un borrico. ¿Lo veis? Jesús se contenta con un pobre animal, por trono. No sé a vosotros; pero a mí no me humilla reconocerme, a los ojos del Señor, como jumento: como un borriquito soy yo delante de ti; pero estaré siempre a tu lado, porque tú me has tomado de tu diestra, tú me llevas por el ronzal.
Pensad en las características de un asno, ahora que van quedando tan pocos. No en el burro viejo y terco, rencoroso, que se venga con una coz traicionera, sino en el pollino joven: las orejas estiradas como antenas, austero en la comida, duro en el trabajo, con el trote decidido y alegre. Hay cientos de animales más hermosos, más hábiles y más crueles.
Pero Cristo se fijó en él, para presentarse como rey ante el pueblo que lo aclamaba. Porque Jesús no sabe qué hacer con la astucia calculadora, con la crueldad de corazones fríos, con la hermosura vistosa pero hueca. Nuestro Señor estima la alegría de un corazón mozo, el paso sencillo, la voz sin falsete, los ojos limpios, el oído atento a su palabra de cariño. Así reina en el alma.
Reinar sirviendo
Si dejamos que Cristo reine en nuestra alma, no nos convertiremos en dominadores, seremos servidores de todos los hombres. Servicio. ¡Cómo me gusta esta palabra! Servir a mi Rey y, por Él, a todos los que han sido redimidos con su sangre. ¡Si los cristianos supiésemos servir! Vamos a confiar al Señor nuestra decisión de aprender a realizar esta tarea de servicio, porque sólo sirviendo podremos conocer y amar a Cristo, y darlo a conocer y lograr que otros más lo amen.
¿Cómo lo mostraremos a las almas? Con el ejemplo: que seamos testimonio suyo, con nuestra voluntaria servidumbre a Jesucristo, en todas nuestras actividades, porque es el Señor de todas las realidades de nuestra vida, porque es la única y la última razón de nuestra existencia. Después, cuando hayamos prestado ese testimonio del ejemplo, seremos capaces de instruir con la palabra, con la doctrina. Así obró Cristo: coepit facere et docere, primero enseñó con obras, luego con su predicación divina.
Servir a los demás, por Cristo, exige ser muy humanos. Si nuestra vida es deshumana, Dios no edificará nada en ella, porque ordinariamente no construye sobre el desorden, sobre el egoísmo, sobre la prepotencia. Hemos de comprender a todos, hemos de convivir con todos, hemos de disculpar a todos, hemos de perdonar a todos.
No diremos que lo injusto es justo, que la ofensa a Dios no es ofensa a Dios, que lo malo es bueno. Pero, ante el mal, no contestaremos con otro mal, sino con la doctrina clara y con la acción buena: ahogando el mal en abundancia de bien. Así Cristo reinará en nuestra alma, y en las almas de los que nos rodean.
Intentan algunos construir la paz en el mundo, sin poner amor de Dios en sus propios corazones, sin servir por amor de Dios a las criaturas. ¿Cómo será posible efectuar, de ese modo, una misión de paz? La paz de Cristo es la del reino de Cristo; y el reino de nuestro Señor ha de cimentarse en el deseo de santidad, en la disposición humilde para recibir la gracia, en una esforzada acción de justicia, en un divino derroche de amor.
Cristo en la cumbre de las actividades humanas
Esto es realizable, no es un sueño inútil. ¡Si los hombres nos decidiésemos a albergar en nuestros corazones el amor de Dios! Cristo, Señor Nuestro, fue crucificado y, desde la altura de la Cruz, redimió al mundo, restableciendo la paz entre Dios y los hombres.
Jesucristo recuerda a todos: et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum, si vosotros me colocáis en la cumbre de todas las actividades de la tierra, cumpliendo el deber de cada momento, siendo mi testimonio en lo que parece grande y en lo que parece pequeño, omnia traham ad meipsum, todo lo atraeré hacia mí. ¡Mi reino entre vosotros será una realidad!
Cristo, Nuestro Señor, sigue empeñado en esta siembra de salvación de los hombres y de la creación entera, de este mundo nuestro, que es bueno, porque salió bueno de las manos de Dios. Fue la ofensa de Adán, el pecado de la soberbia humana, el que rompió la armonía divina de lo creado.
Pero Dios Padre, cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió a su Hijo Unigénito, que –por obra del Espíritu Santo– tomó carne en María siempre Virgen, para restablecer la paz, para que, redimiendo al hombre del pecado, adoptionem filiorum reciperemus, fuéramos constituidos hijos de Dios, capaces de participar en la intimidad divina: para que así fuera concedido a este hombre nuevo, a esta nueva rama de los hijos de Dios, liberar el universo entero del desorden, restaurando todas las cosas en Cristo, que los ha reconciliado con Dios.
A esto hemos sido llamados los cristianos, ésa es nuestra tarea apostólica y el afán que nos debe comer el alma: lograr que sea realidad el reino de Cristo, que no haya más odios ni más crueldades, que extendamos en la tierra el bálsamo fuerte y pacífico del amor.
Pidamos hoy a nuestro Rey que nos haga colaborar humilde y fervorosamente en el divino propósito de unir lo que está roto, de salvar lo que está perdido, de ordenar lo que el hombre ha desordenado, de llevar a su fin lo que se descamina, de reconstruir la concordia de todo lo creado.
Abrazar la fe cristiana es comprometerse a continuar entre las criaturas la misión de Jesús. Hemos de ser, cada uno de nosotros, alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo. Sólo así podremos emprender esa empresa grande, inmensa, interminable: santificar desde dentro todas las estructuras temporales, llevando allí el fermento de la Redención.
Nunca hablo de política. No pienso en el cometido de los cristianos en la tierra como en el brotar de una corriente político-religiosa –sería una locura–, ni siquiera aunque tenga el buen propósito de infundir el espíritu de Cristo en todas las actividades de los hombres.
Lo que hay que meter en Dios es el corazón de cada uno, sea quien sea. Procuremos hablar para cada cristiano, para que allí donde está –en circunstancias que no dependen sólo de su posición en la Iglesia o en la vida civil, sino del resultado de las cambiantes situaciones históricas–, sepa dar testimonio, con el ejemplo y con la palabra, de la fe que profesa.
El cristiano vive en el mundo con pleno derecho, por ser hombre. Si acepta que en su corazón habite Cristo, que reine Cristo, en todo su quehacer humano se encontrará –bien fuerte– la eficacia salvadora del Señor. No importa que esa ocupación sea, como suele decirse, alta o baja; porque una cumbre humana puede ser, a los ojos de Dios, una bajeza; y lo que llamamos bajo o modesto puede ser una cima cristiana, de santidad y de servicio.
La libertad personal
El cristiano, cuando trabaja, como es su obligación, no debe soslayar ni burlar las exigencias propias de lo natural. Si con la expresión bendecir las actividades humanas se entendiese anular o escamotear su dinámica propia, me negaría a usar esas palabras.
Personalmente no me ha convencido nunca que las actividades corrientes de los hombres ostenten, como un letrero postizo, un calificativo confesional. Porque me parece, aunque respeto la opinión contraria, que se corre el peligro de usar en vano el nombre santo de nuestra fe, y además porque, en ocasiones, la etiqueta católica se ha utilizado hasta para justificar actitudes y operaciones que no son a veces honradamente humanas.
Si el mundo y todo lo que en él hay –menos el pecado– es bueno, porque es obra de Dios Nuestro Señor, el cristiano, luchando continuamente por evitar las ofensas a Dios –una lucha positiva de amor–, ha de dedicarse a todo lo terreno, codo a codo con los demás ciudadanos; debe defender todos los bienes derivados de la dignidad de la persona.
Y existe un bien que deberá siempre buscar especialmente: el de la libertad personal. Sólo si defiende la libertad individual de los demás con la correspondiente personal responsabilidad, podrá, con honradez humana y cristiana, defender de la misma manera la suya.
Repito y repetiré sin cesar que el Señor nos ha dado gratuitamente un gran regalo sobrenatural, la gracia divina; y otra maravillosa dádiva humana, la libertad personal, que exige de nosotros –para que no se corrompa, convirtiéndose en libertinaje–integridad, empeño eficaz en desenvolver nuestra conducta dentro de la ley divina, porque donde está el Espíritu de Dios, allí hay libertad.
El Reino de Cristo es de libertad: aquí no existen más siervos que los que libremente se encadenan, por Amor a Dios. ¡Bendita esclavitud de amor, que nos hace libres! Sin libertad, no podemos corresponder a la gracia; sin libertad, no podemos entregarnos libremente al Señor, con la razón más sobrenatural: porque nos da la gana.
Algunos de los que me escucháis me conocéis desde muchos años atrás. Podéis atestiguar que llevo toda mi vida predicando la libertad personal, con personal responsabilidad. La he buscado y la busco, por toda la tierra, como Diógenes buscaba un hombre. Y cada día la amo más, la amo sobre todas las cosas terrenas: es un tesoro que no apreciaremos nunca bastante.
Cuando hablo de libertad personal, no me refiero con esta excusa a otros problemas quizá muy legítimos, que no corresponden a mi oficio de sacerdote. Sé que no me corresponde tratar de temas seculares y transitorios, que pertenecen a la esfera temporal y civil, materias que el Señor ha dejado a la libre y serena controversia de los hombres.
Sé también que los labios del sacerdote, evitando del todo banderías humanas, han de abrirse sólo para conducir las almas a Dios, a su doctrina espiritual salvadora, a los sacramentos que Jesucristo instituyó, a la vida interior que nos acerca al Señor sabiéndonos sus hijos y, por tanto, hermanos de todos los hombres sin excepción.
Celebramos hoy la fiesta de Cristo Rey. Y no me salgo de mi oficio de sacerdote cuando digo que, si alguno entendiese el reino de Cristo como un programa político, no habría profundizado en la finalidad sobrenatural de la fe y estaría a un paso de gravar las conciencias con pesos que no son los de Jesús, porque su yugo es suave y su carga ligera.
Amemos de verdad a todos los hombres; amemos a Cristo, por encima de todo; y, entonces, no tendremos más remedio que amar la legítima libertad de los otros, en una pacífica y razonable convivencia.
Serenos, hijos de Dios
Me sugeriréis, quizá: pero pocos quieren oír esto y, menos aún, ponerlo en práctica. Me consta: la libertad es una planta fuerte y sana, que se aclimata mal entre piedras, entre espinas o en los caminos pisoteados por las gentes. Ya nos había sido anunciado, aun antes de que Cristo viniese a la tierra. Recordad el salmo segundo: ¿por qué se han amotinado las naciones, y los pueblos traman cosas vanas? Se han levantado los reyes de la tierra, y se han reunido los príncipes contra el Señor y contra su Cristo. ¿Lo veis? Nada nuevo.
Se oponían a Cristo antes de que naciese; se le opusieron, mientras sus pies pacíficos recorrían los senderos de Palestina; lo persiguieron después y ahora, atacando a los miembros de su Cuerpo místico y real. ¿Por qué tanto odio, por qué este cebarse en la cándida simplicidad, por qué este universal aplastamiento de la libertad de cada conciencia?
Rompamos sus ataduras y sacudamos lejos de nosotros su yugo. Rompen el yugo suave, arrojan de sí su carga, maravillosa carga de santidad y de justicia, de gracia, de amor y de paz. Rabian ante el amor, se ríen de la bondad inerme de un Dios que renuncia al uso de sus legiones de ángeles para defenderse. Si el Señor admitiera la componenda, si sacrificase a unos pocos inocentes para satisfacer a una mayoría de culpables, aun podrían intentar un entendimiento con Él.
Pero no es ésta la lógica de Dios. Nuestro Padre es verdaderamente padre, y está dispuesto a perdonar a miles de obradores del mal, con tal que haya sólo diez justos. Los que se mueven por el odio no pueden entender esta misericordia, y se refuerzan en su aparente impunidad terrena, alimentándose de la injusticia.
El que habita en los cielos se reirá de ellos, se burlará de ellos el Señor. Entonces les hablará en su indignación y les llenará de terror con su ira. ¡Qué legítima es la ira de Dios y qué justo su furor, qué grande también su clemencia!
Yo he sido por Él constituido Rey sobre Sión, su monte santo, para predicar su Ley. A mí me ha dicho el Señor: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy. La misericordia de Dios Padre nos ha dado como Rey a su Hijo. Cuando amenaza, se enternece; anuncia su ira y nos entrega su amor. Tú eres mi hijo: se dirige a Cristo y se dirige a ti y a mí, si nos decidimos a ser alter Christus, ipse Christus.
Las palabras no pueden seguir al corazón, que se emociona ante la bondad de Dios. Nos dice: tú eres mi hijo. No un extraño, no un siervo benévolamente tratado, no un amigo, que ya sería mucho. ¡Hijo! Nos concede vía libre para que vivamos con Él la piedad del hijo y, me atrevería a afirmar, también la desvergüenza del hijo de un Padre, que es incapaz de negarle nada.
¿Que hay muchos empeñados en comportarse con injusticia? Sí, pero el Señor insiste: pídeme, te daré las naciones en herencia, y extenderé tus dominios hasta los confines de la tierra. Los regirás con vara de hierro y como a vaso de alfarero los romperás. Son promesas fuertes, y son de Dios: no podemos disimularlas. No en vano Cristo es Redentor del mundo, y reina, soberano, a la diestra del Padre. Es el terrible anuncio de lo que aguarda a cada uno, cuando la vida pase, porque pasa; y a todos, cuando la historia acabe, si el corazón se endurece en el mal y en la desesperanza.
Sin embargo Dios, que puede vencer siempre, prefiere convencer: ahora, reyes, gobernantes, entendedlo bien; dejaos instruir, los que juzgáis en la tierra. Servid al Señor con temor y ensalzadle con temblor. Abrazad la buena doctrina, no sea que al fin el Señor se enoje y perezcáis fuera del buen camino, pues se inflama de pronto su ira. Cristo es el Señor, el Rey.
Nosotros os anunciamos el cumplimiento de la promesa hecha a nuestros padres: la que Dios ha cumplido delante de nuestros hijos al resucitar a Jesús, según está escrito en el salmo segundo: Tú eres Hijo mío, yo te he engendrado hoy...
Ahora pues, hermanos míos, tened entendido que por medio de Jesús se os ofrece la remisión de los pecados y de todas las manchas de que no habéis podido ser justificados en virtud de la ley mosaica: todo el que cree en Él es justificado. Mirad que no recaiga sobre vosotros lo que se halla dicho en los profetas: reparad, los que despreciáis, llenaos de pavor y quedad desolados; porque voy a realizar en vuestros días una obra, en la que no acabaréis de creer por más que os la cuenten.
Es la obra de la salvación, el reinado de Cristo en las almas, la manifestación de la misericordia de Dios. ¡Venturosos los que a Él se acogen!. Tenemos derecho, los cristianos, a ensalzar la realeza de Cristo: porque, aunque abunde la injusticia, aunque muchos no deseen este reinado de amor, en la misma historia humana que es el escenario del mal, se va tejiendo la obra de la salvación eterna.
Ángeles de Dios
Ego cogito cogitationes pacis et non afflictionis, yo pienso pensamientos de paz y no de tristeza, dice el Señor. Seamos hombres de paz, hombres de justicia, hacedores del bien, y el Señor no será para nosotros Juez, sino amigo, hermano, Amor.
Que en este caminar –¡alegre!– por la tierra, nos acompañen los ángeles de Dios. Antes del nacimiento de nuestro Redentor, escribe San Gregorio Magno, nosotros habíamos perdido la amistad de los ángeles. La culpa original y nuestros pecados cotidianos nos habían alejado de su luminosa pureza,... Pero desde el momento en que nosotros hemos reconocido a nuestro Rey, los ángeles nos han reconocido como conciudadanos.
Y como el Rey de los cielos ha querido tomar nuestra carne terrena, los ángeles ya no se alejan de nuestra miseria. No se atreven a considerar inferior a la suya esta naturaleza que adoran, viéndola ensalzada, por encima de ellos, en la persona del rey del cielo; y no tienen ya inconveniente en considerar al hombre como un compañero.
María, la Madre santa de nuestro Rey, la Reina de nuestro corazón, cuida de nosotros como sólo Ella sabe hacerlo. Madre compasiva, trono de la gracia: te pedimos que sepamos componer en nuestra vida y en la vida de los que nos rodean, verso a verso, el poema sencillo de la caridad, quasi fluvium pacis, como un río de paz. Porque Tú eres mar de inagotable misericordia: los ríos van todos al mar y la mar no se llena.
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San Juan Pablo II: si sientes la llamada, no la acalles
Con motivo de la festividad de san Juan Pablo II, del 22 de octubre, recordamos uno de sus discursos más emblemáticos y emotivos dirigidos a los jóvenes. El 3 de mayo de 2003, en Cuatro Vientos (Madrid), san Juan Pablo II, en el ocaso de su pontificado, lanzó a los jóvenes un desafío de fe, esperanza y vocación.
Repasamos el texto completo de aquella intervención, unas palabras que conservan intacta su fuerza para inspirar a jóvenes de cuerpo y de espíritu.
San Juan Pablo II con los jóvenes en Cuatro Vientos en su última visita: 3 de mayo de 2003. Foto: Alfa & Omega.
Discurso a los jóvenes de san Juan Pablo II en Cuatro Vientos
1. Conducidos de la mano de la Virgen María y acompañados por el ejemplo y la intercesión de los nuevos Santos, hemos recorrido en la oración diversos momentos de la vida de Jesús.
El Rosario, en efecto, en su sencillez y profundidad, es un verdadero compendio del Evangelio y conduce al corazón mismo del mensaje cristiano: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16).
María, además de ser la Madre cercana, discreta y comprensiva, es la mejor Maestra para llegar al conocimiento de la verdad a través de la contemplación. El drama de la cultura actual es la falta de interioridad, la ausencia de contemplación. Sin interioridad la cultura carece de entrañas, es como un cuerpo que no ha encontrado todavía su alma.
¿De qué es capaz la humanidad sin interioridad? Lamentablemente, conocemos muy bien la respuesta. Cuando falta el espíritu contemplativo no se defiende la viday se degenera todo lo humano. Sin interioridad el hombre moderno pone en peligro su misma integridad.
Jóvenes llamados ser la nueva Europa
2. Queridos jóvenes, os invito a formar parte de la “Escuela de la Virgen María”. Ella es modelo insuperable de contemplación y ejemplo admirable de interioridad fecunda, gozosa y enriquecedora. Ella os enseñará a no separar nunca la acción de la contemplación, así contribuiréis mejor a hacer realidad un gran sueño: el nacimiento de la nueva Europa del espíritu.
Una Europa fiel a sus raíces cristianas, no encerrada en sí misma sino abierta al diálogo y a la colaboración con los demás pueblos de la tierra; una Europa consciente de estar llamada a ser faro de civilización y estímulo de progresopara el mundo, decidida a aunar sus esfuerzos y su creatividad al servicio de la paz y de la solidaridad entre los pueblos.
Jóvenes artífices de la paz
3. Amados jóvenes, sabéis bien cuánto me preocupa la paz en el mundo. La espiral de la violencia, el terrorismo y la guerra provoca, todavía en nuestros días, odio y muerte. La paz –lo sabemos– es ante todo un don de lo Alto que debemos pedir con insistenciay que, además, debemos construir entre todos mediante una profunda conversión interior. Por eso, hoy quiero comprometeros a ser operadores y artífices de paz. Responded a la violencia ciega y al odio inhumano con el poder fascinante del amor. Venced la enemistad con la fuerza del perdón. Manteneos lejos de toda forma de nacionalismo exasperado, de racismo y de intolerancia.
Testimoniad con vuestra vida quelas ideas no se imponen, sino que se proponen. ¡Nunca os dejéis desalentar por el mal! Para ello necesitáis la ayuda de la oración y el consuelo que brota de una amistad íntima con Cristo. Sólo así, viviendo la experiencia del amor de Dios e irradiando la fraternidad evangélica, podréis ser los constructores de un mundo mejor, auténticos hombres y mujeres pacíficos y pacificadores.
El encuentro con Cristo transforma nuestra vida
4. Mañana tendré la dicha de proclamar cinco nuevos santos, hijos e hijas de esta noble nación y de esta Iglesia. Ellos «fueron jóvenes como vosotros, llenos de energía, ilusión y ganas de vivir. El encuentro con Cristo transformó sus vidas (...) Por eso, fueron capaces de arrastrar a otros jóvenes, amigos suyos, y de crear obras de oración, evangelización y caridad que aún perduran» (Mensaje de los Obispos españoles con ocasión del viaje del Santo Padre, 4).
Foto vía: Vicens + Ramos
Queridos jóvenes, ¡id con confianza al encuentro de Jesús! y, como los nuevos santos, ¡no tengáis miedo de hablar de Él! pues Cristo es la respuesta verdadera a todas las preguntas sobre el hombre y su destino. Es preciso que vosotros jóvenes os convirtáis en apóstoles de vuestros coetáneos. Sé muy bien que esto no es fácil. Muchas veces tendréis la tentación de decir como el profeta Jeremías: “¡Ah, Señor! Mira que no sé expresarme, que soy un muchacho” (Jr 1, 6). No os desaniméis, porque no estáis solos: el Señor nunca dejará de acompañaros, con su gracia y el don de su Espíritu.
Vale la pena dedicarse a la causa de Cristo
5. Esta presencia fiel del Señor os hace capaces de asumir el compromiso de la nueva evangelización, a la que todos los hijos de la Iglesia están llamados. Es una tarea de todos. En ella los laicos tienen un papel protagonista, especialmente los matrimonios y las familias cristianas; sin embargo, la evangelización requiere hoy con urgencia sacerdotes y personas consagradas. Ésta es la razón por la que deseo decir a cada uno de vosotros, jóvenes: si sientes la llamada de Dios que te dice: “¡Sígueme!” (Mc 2,14; Lc 5,27), no la acalles. Sé generoso, responde como María ofreciendo a Dios el sí gozoso de tu persona y de tu vida.
Os doy mi testimonio: yo fui ordenado sacerdote cuando tenía 26 años. Desde entonces han pasado 56. Entonces, ¿cuántos años tiene el Papa? ¡Casi 83! ¡Un joven de 83 años! Al volver la mirada atrás y recordar estos años de mi vida, os puedo asegurar que vale la pena dedicarse a la causa de Cristo y, por amor a Él, consagrarse al servicio del hombre. ¡Merece la pena dar la vida por el Evangelio y por los hermanos!
¿Cuántas horas tenemos hasta la medianoche? Tres horas. Apenas tres horas hasta la medianoche y después viene la mañana.
6. Al concluir mis palabras quiero invocar a María, la estrella luminosa que anuncia el despuntar del Sol que nace de lo Alto, Jesucristo:
¡Dios te salve, María, llena de gracia! Esta noche te pido por los jóvenes de España, jóvenes llenos de sueños y esperanzas.
Ellos son los centinelas del mañana, el pueblo de las bienaventuranzas; son la esperanza viva de la Iglesia y del Papa.
Santa María, Madre de los jóvenes, intercede para que sean testigos de Cristo Resucitado, apóstoles humildes y valientes del tercer milenio, heraldos generosos del Evangelio.
Santa María, Virgen Inmaculada, reza con nosotros, reza por nosotros. Amén.
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Oración por el Papa
La oración sostenía ya a la Iglesia primitiva. Esa misma noche bajó un ángel a la prisión, despertó a Pedro, abrió todas las puertas, y cuando ya dejó a Pedro en la calle, desapareció de su presencia. Los planes de Herodes de matar a Pedro quedaron frustrados; y la Iglesia comenzó a crecer en todos los territorios limítrofes con Israel.
Los retos del nuevo pontificado
Hoy no tenemos ningún Herodes que quiera acabar con el Papa, pero si hay más de uno con más poder y más influencia que el miserable –quizá sea el mejor calificativo que le podemos aplicar– Herodes, que pretenden influirle para que no lleve a cabo la misión para la que le ha elegido el fundador de la Iglesia que le ha escogido como cabeza visible: la Iglesia de Cristo. La Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica.
Comentarios y artículos que elucubran sobre si es conservador, progresista, etc., o qué calificativo se le puede aplicar; y tener así un cauce abierto para juzgarle en lo que pueda hacer. Calificativos que no tienen ningún sentido cuando se trata de vivir, o de no vivir, la vida y la doctrina de Cristo.
El peso de la sucesión apostólica
Desde el primer día de su pontificado me parece que ha dejado bien claro que el centro de toda su misión, es seguir a Jesucristo, Dios y hombre verdadero; y que su misión, en la Iglesia es la misma que recibió Pedro: «fortalecer la Fe de todos los creyentes»; y fortalecerla siguiendo el Magisterio de la Tradición de los dos mil años de vida que lleva la Iglesia transmitiendo las enseñanzas de Cristo.
Todos somos muy conscientes de los problemas con los que el papa León XIV se tiene que enfrentar, que son una herencia de corrientes de pensamiento, de comportamiento, y de prácticas que se han ido asentando en los diversos ámbitos de la Iglesia y de la sociedad, que han contado con la debilidad de los pastores; y en algunos casos, por desgracia, no solo de la debilidad; también del mal ejemplo.
Evangelizar en un mundo secularizado
Encontrar las mejores medidas para resolver todos esos problemas, además de requerir un cierto tiempo para pensar, consultar, y descubrir los cauces más adecuados para aplicar las posibles medidas; tiempo sobre el que el papa León XIV hace un comentario en la Audiencia el 28 de mayo, a propósito de la parábola del buen samaritano.
«Podemos imaginar que, después de haber permanecido mucho tiempo en Jerusalén aquel sacerdote y aquel levita tienen prisa por volver a casa. Es precisamente la prisa, tan presente en nuestra vida, la que muchas veces nos impide sentir compasión. Quien piensa que su viaje debe tener prioridad, no está dispuesto a detenerse por otro».
El Papa: un hombre que necesita apoyo filial
Hace apenas cinco meses de su elección, y es lógico darse cuenta de que necesita pensar, meditar, consultar, en materias tan graves y serias como las que se ha encontrado; y pedirle muchas luces a la Trinidad Beatísima, Padre, Hijo y Espíritu Santo.
En la homilía de la Santa Misa en el inicio del pontificado, y después de señalar que «afrontamos ese momento –se refiere al cónclave– con la certeza de que el Señor nunca abandona a su pueblo, lo reúne cuando está disperso y lo cuida “como un pastor a su rebaño” (Jr 31, 10)”, añade:
«Hemos puesto en las manos de Dios el deseo de elegir al nuevo sucesor de Pedro, el obispo de Roma, un pastor capaz de custodiar el rico patrimonio de la fe cristiana y, al mismo tiempo, de mirar más allá, para saber afrontar los interrogantes, las inquietudes y los desafíos de hoy. Acompañados por sus oraciones, hemos experimentado la obra del Espíritu Santo, que ha sabido armonizar los distintos instrumentos musicales, haciendo vibrar las cuerdas de nuestro corazón en una única melodía».
«Fui elegido sin tener ningún mérito y, con temor y trepidación, vengo a ustedes como un hermano que quiere hacerse siervo de su fe y de su alegría, caminando con ustedes por el camino del amor de Dios, que nos quiere a todos unidos en una única familia».
La oración como comunión y servicio
El papa León XIV nos pide oraciones a todos los cristianos para que la gracia de Dios inunde su espíritu a la hora de tomar decisiones sobre la doctrina, sobre las personas, que ayuden a todos los creyentes a ser firmes en la Fe y en la Moral, que la santa Iglesia ha vivido a lo largo de los siglos, y en seguir descubriendo los misterios de amor ocultos en la Encarnación del Hijo de Dios. Esa es su misión, la misión encomendada a Pedro por Nuestro Señor Jesucristo.
Sostener al Pontífice
Y como él, dejemos nuestras oraciones en manos de la Madre de Dios, María Santísima, como el papa León XIV hizo, al rezar el Regina Coeli, al final de la Misa de inicio de su pontificado: «Mientras encomendamos a María el servicio del obispo de Roma, Pastor de la Iglesia universal, desde la barca de Pedro contemplémosla a Ella, Estrella del mar, Madre del Buen Consejo, como signo de esperanza. Imploremos por su intercesión el don de la paz, el auxilio y el consuelo para los que sufren y, para todos nosotros, la gracia de ser testigos del Señor Resucitado».