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18 Abril, 25

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Viernes Santo: el sentido de la Cruz

El Viernes Santo es un día de dolor, de silencio, de Amor y de Redención. San Josemaría nos enseña a ver en la muerte y en la Cruz de Jesús, la esperanza, el Amor y el camino hacia la santidad en lo cotidiano.

O Viernes Santo es una jornada de dolor, de silencio, de contemplación y de profunda reverencia. Es el día en que la Iglesia conmemora la Pasión y la muerte del Señor, un acontecimiento que transformó para siempre la historia de la humanidad.

Para los cristianos, este día no es solo memoria, sino una invitación viva a mirar la santa cruz con los ojos de la fe, como lo hizo São Josemaría Escrivá, descubriendo en ella la grandeza del amor de Dios y el camino hacia la santidad. «Cuando veas una pobre Cruz de palo, sola, despreciable y sin valor... y sin Crucifijo, no olvides que esa Cruz es tu Cruz: la de cada día, la escondida, sin brillo y sin consuelo..., que está esperando el Crucifijo que le falta: y ese Crucifijo has de ser tú» (Camino, 178).

La muerte del Señor en la Cruz: un misterio de Amor

O muerte del Señor en la Cruz no es una tragedia sin sentido, sino el acto supremo del amor de Dios hacia la humanidad. Jesús entrega su vida libremente por cada uno de nosotros, cargando sobre sus hombros el peso del pecado del mundo. Su Pasión no es solo un hecho histórico, sino un Misterio que se actualiza en cada Eucaristia y que interpela profundamente el corazón de cada persona.

Para São Josemaría Escrivá, la Cruz de Cristo es la expresión más clara de ese amor divino que no se detiene ante el sufrimiento. Él decía: «La Cruz es la escuela de amor».

Contemplar la muerte del Señor no debe llevarnos al desánimo, sino a la esperanza. En ese momento de dolor se abre para nosotros el camino de la vida eterna. El silencio del Calvario no es vacío: está lleno de sentido, de entrega, de redención.

San Josemaría insistía en que los cristianos estamos llamados a unir nuestros pequeños sufrimientos a los de Cristo. Así, nuestras propias 'muertes' –las renuncias, las enfermedades, los sacrificios por amor– se convierten también en fecundas. En palabras del fundador del Opus Dei: «Cada día has de morir un poco, si quieres vivir de verdad: morir al egoísmo, a la comodidad, al orgullo… Esa es la muerte que da vida.»

O muerte del Señor, entonces, no es el final: es el comienzo de una nueva existencia, reconciliada con Dios. Es la puerta que abre la Resurrección. Y por eso, el Viernes Santo, aunque marcado por la solemnidad, también contiene en su interior la luz de la victoria.

São Josemaría Escrivá

La Cruz como camino de santidad en el dolor y la muerte

São Josemaría Escrivá ofreció una perspectiva profunda sobre el sentido de la cruz. Para él, la Cruz no era solo un símbolo de sufrimiento, sino una manifestación del amor redentor de Dios y una llamada a la santidad en la vida cotidiana. En sus enseñanzas, enfatizaba que cada cristiano está llamado a abrazar su propia cruz diaria con amor y entrega, viendo en ella un camino hacia la unión con Cristo.

«La Cruz dejó de ser símbolo de castigo para convertirse en señal de victoria. La Cruz es el emblema del Redentor: in quo est salus, vita et resurrectio nostra: allí está nuestra salud, nuestra vida y nuestra resurrección» (Via Crucis, II estación). Estas palabras de São Josemaría resumen la esperanza cristiana: el dolor no es estéril si se une al sacrificio de Cristo.

Viernes Santo

Vivir el Viernes Santo cada día de la vida abrazado a la Cruz

O Viernes Santo, por tanto, no solo recuerda el sacrificio de Jesús, sino que también inspira a los cristianos a vivir con esperanza y compromiso.

Aceptar las cruces diarias –grandes o pequeñas– con fe, es un acto de amor y de confianza en Dios, y una forma concreta de imitar a Cristo.

La muerte del Señor como victoria

O muerte del Señor no fue el final, sino el comienzo de una vida nueva para todos. Así lo entendió São Josemaría, quien enseñaba a ver a Cristo también en el sufrimiento, y a transformar la vida diaria –incluso las dificultades– en una ofrenda santa.

«La enseñanza cristiana sobre el dolor no es un programa de consuelos fáciles. Es, en primer término, una doctrina de aceptación de ese padecimiento, que es de hecho inseparable de toda vida humana. No os puedo ocultar —con alegría, porque siempre he predicado y he procurado vivir que, donde está la Cruz, está Cristo, el Amor— que el dolor ha aparecido frecuentemente en mi vida; y más de una vez he tenido ganas de llorar. En otras ocasiones, he sentido que crecía mi disgusto ante la injusticia y el mal. Y he paladeado la desazón de ver que no podía hacer nada, que —a pesar de mis deseos y de mis esfuerzos— no conseguía mejorar aquellas inicuas situaciones.

dolor en la cruz muerte de jesus

Cuando os hablo de dolor, no os hablo sólo de teorías. Ni me limito tampoco a recoger una experiencia de otros, al confirmaros que, si —ante la realidad del sufrimiento— sentís alguna vez que vacila vuestra alma, el remedio es mirar a Cristo. La escena del Calvario proclama a todos que las aflicciones han de ser santificadas, si vivimos unidos a la Cruz.

Porque las tribulaciones nuestras, cristianamente vividas, se convierten en reparación, en desagravio, en participación en el destino y en la vida de Jesús, que voluntariamente experimentó por Amor a los hombres toda la gama del dolor, todo tipo de tormentos. Nació, vivió y murió pobre; fue atacado, insultado, difamado, calumniado y condenado injustamente; conoció la traición y el abandono de los discípulos; experimentó la soledad y las amarguras del castigo y de la muerte. Ahora mismo Cristo sigue sufriendo en sus miembros, en la humanidad entera que puebla la tierra, y de la que Él es Cabeza, y Primogénito, y Redentor.

El dolor entra en los planes de Dios. Esa es la realidad, aunque nos cueste entenderla. También, como Hombre, le costó a Jesucristo soportarla: Padre, si quieres, aleja de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya36. En esta tensión de suplicio y de aceptación de la voluntad del Padre, Jesús va a la muerte serenamente, perdonando a los que le crucifican.

Precisamente, esa admisión sobrenatural del dolor supone, al mismo tiempo, la mayor conquista. Jesús, muriendo en la Cruz, ha vencido la muerte; Dios saca, de la muerte, vida. La actitud de un hijo de Dios no es la de quien se resigna a su trágica desventura, es la satisfacción de quien pregusta ya la victoria. En nombre de ese amor victorioso de Cristo, los cristianos debemos lanzarnos por todos los caminos de la tierra, para ser sembradores de paz y de alegría con nuestra palabra y con nuestras obras. Hemos de luchar —lucha de paz— contra el mal, contra la injusticia, contra el pecado, para proclamar así que la actual condición humana no es la definitiva; que el amor de Dios, manifestado en el Corazón de Cristo, alcanzará el glorioso triunfo espiritual de los hombres». (Es Cristo que pasa, 168).