Francisco Eusebio Vinumo, angoleño en Roma, ve con asombro a la ciudad eterna como un sueño inimaginable. Porque para él resulta así: «Es una ciudad con una historia cristiana de siglos. Estar aquí es tocar las raíces de nuestros antepasados, nuestros patriarcas en el cristianismo, convivir y socializar con santos, mártires, papas, y con todos aquellos que han dejado su huella en la historia del cristianismo. Estar aquí es una experiencia incomparable, porque te maravillas con todo lo que ves; tocas cosas transmitidas por los apóstoles y los santos... En definitiva, estar en Roma es experimentar la universalidad de la Iglesia».
Pero hasta llegar a Roma, Francisco Eusebio pasó por distintas pruebas y elecciones. Creció feliz en una familia numerosa. Es el más pequeño de seis hermanos, de una familia bien protegida y cuidada por su madre, María Teresa de Jesús, que inculcó a sus hijos el amor al Señor.
Su vida transcurrió con normalidad. Y por eso explica que su vocación no tuvo nada de extraordinario, «como las vocaciones bíblicas de Moisés, Abraham, Isaías, Jeremías, Samuel y las de algunos sacerdotes y monjas, que tenían una especie de toque mágico». Sin embargo, quizás ese 'toque mágico' del que habla Francisco se lo dio su querida madre a lo largo de una vida corriente y cotidiana.
María Teresa, como madre africana que acoge, educa y cuida, animó a sus seis hijos (tres varones y tres mujeres, y una séptima en el cielo) a participar en las actividades religiosas, como la catequesis y el rosario que en ocasiones rezaban en familia y, lo más importante, la asistencia a la Santa Misa.
Como familia disciplinada y tradicionalista de África, recibían algunos castigos, si no participaban en las actividades religiosas, algo que no es recomendable, pero que Francisco recuerda sin trauma, como algo «gracioso en la vida cristiana de nuestra familia, gracioso por lo inusual, pero que fue muy significativo para nuestra formación religiosa».
Por lo tanto, ir a Misa y a la catequesis era una obligación para los niños y, si no participaban, les castigaban sin una comida y lavar todos los platos. Y como su relato seguramente extrañará, Francisco matiza con una sonrisa: «El amor de una madre es tan grande que, a los castigados, al final siempre guardaba algo de comida para nosotros, aunque no fuera una comida completa».
Francisco insiste en que este tipo de castigos, por poco recomendables que parezcan, tanto él como sus hermanos los recuerdan con nostalgia y gratitud, porque, así como Dios corrige a sus hijos con amor, este castigo fue pedagógico, porque nuestra madre siempre quiso nuestro bien y quiso vernos en el buen camino. Y gracias a estos castigos comenzó mi aventura vocacional.
Entre el castigo pedagógico y la asistencia a Misa, un interés despertó en él: observar con atención al sacerdote. «Su forma de celebrar me cautivaba, sobre todo cuando cantaba. En la inmensidad y diversidad con que Dios llama a la gente a su viña, yo en esos momentos me sentí llamado a servirle».
Otra figura no menos importante en el descubrimiento de su vocación fue su hermano, que por entonces ya era seminarista y ahora, sacerdote. Su testimonio influyó mucho en su elección.
Así comenzó a asistir al grupo de vocaciones de su parroquia, dirigido por las Hermanas del Santísimo Salvador, y luego se unió al grupo de monaguillos.
Sin embargo, el proceso de ingreso en el seminario no fue fácil. En primer lugar, el párroco tenía que hacer una elección, porque el número de monaguillos y de vocaciones es mayor que el de vacantes. Afortunadamente, él fue uno de los elegidos. Pero la batalla aún no había terminado, ya que tenía que pasar por otra prueba de admisión en el seminario menor. Una vez más, el número de solicitantes era enorme. Como se suele decir: «cuando Dios te llama, insiste hasta que lo consigas».
Después de la prueba, unos días más tarde, descubrió con entusiasmo que él era uno de los admitidos. Así, a los 14 años, en 2011, entré en el seminario menor Nuestra Señora de la Misericordia, en la archidiócesis de Huambo.
Como en todo camino, ha habido dificultades y desafíos en su trayectoria seminarística, pero hoy se siente cada vez más maduro en su vocación sacerdotal.
«En los seminarios en los que he estado, tanto en Angola como aquí en Roma, en el seminario Sedes Sapientiae, todo ha confluido para que mi fe, mi amor a Dios, a la Virgen María y mi perseverancia en la vocación crecieran y se hicieran cada vez más fuertes», expresa con entusiasmo.
Y de África a Roma que, como relataba al principio, su estancia en la ciudad del Tíber le está causando tal asombro que no tiene palabras para describirlo. O quizás sí: una experiencia «única, singular, irrepetible y enriquecedora».
Porque para él, entrar en contacto con una realidad distinta a la que estaba acostumbrado siempre enriquece, sobre todo, cuando se trata de una nueva cultura y un modus vivendi totalmente diferente.
«Estoy viviendo esta apasionante realidad porque estar en Roma, la capital de la cristiandad, es una ocasión y una oportunidad únicas. No sólo entras en contacto con una nueva cultura, sino con una variedad de culturas, conociendo a gente de todo el mundo. Esto se vive en la convivencia del seminario y en la universidad, pero también en el entorno de la ciudad de Roma y de Italia, donde nos relacionamos con el mundo», relata este joven angoleño.
Dentro de la variedad de personas de distintos países y culturas, para Francisco hay algo que las une: el cristianismo, y especialmente el catolicismo.
«Esta experiencia te hace ver y vivir realmente la naturaleza de la frase 'Una, Santa, Católica y Apostólica' de la Iglesia, y así estar unido en la diversidad. Vivir en Roma es un aprendizaje continuo, una riqueza única e irrepetible, y la estoy saboreando. Realmente veo la belleza de la Iglesia en su universalidad. Me atrevo a decir que Roma es la ciudad eterna, no porque nunca muera, sino porque te eterniza».
Y por esa experiencia tan maravillosa que está viviendo en su querida Roma, en el Seminario Internacional Sedes Sapientiae y en la Universidad Pontificia de la Santa Cruz, quiere concluir con un agradecimiento sincero y de corazón:
«Hoy, ya como diácono, lo único que tengo que decir es: ¡gracias, gracias, gratias tibi Domini, y gracias a los benefactores de la Fundación CARF por darme la inmensa oportunidad de formarme como seminarista y sacerdote en la Ciudad Eterna de Roma!».
Gerardo Ferrara
Licenciado en Historia y en Ciencias Políticas, especializado en Oriente Medio.
Responsable de alumnado en la Universidad Pontificia de la Santa Cruz de Roma.