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«Decidí que no valía la pena vivir sino era para buscar a Dios»

Nome: João Henrique Funari Fouto.
Età: 32 anni.
Situazione: Sacerdote.
Origine: San Paolo, Brasile.
Studio: Filosofia presso la Pontificia Università della Santa Croce a Roma.

«Es con gran alegría que presento un poco de mí. Me llamo João Henrique Funari Fouto y he nacido y crecido en San Pablo, Brasil, en una familia bien estructurada. He recibido una buena educación de mis padres y he tenido una infancia muy feliz.

Mis padres me transmitieron valores, amor y fe, me colocaron en una buena escuela y me enseñaron la importancia del estudio. También me dieron un hermano y una hermana, quienes, juntos con nuestros trece primos del lado de mi madre, garantizaban una buena compañía para jugar con ellos. Veo muy claramente lo importante que han sido estos regalos de Dios para  mi vocación. El verdadero amor de mis padres ha hecho que para mí fuera fácil creer en el amor de Dios. Ni siquiera cuando estaba distante de la fe, he tenido dudas con esto, pues dichos valores (en especial la firmeza de mi madre, que nunca se contrapuso con su ternura) y la intensidad de mi infancia me han dado un sentido de la realidad de gran importancia.

Este sentido de la realidad, que incluye una gran pasión por la libertad, me ha hecho soñar con cosas más grandes que las fiestas, la fama, etc. Sin embargo, nuestra fe era, por muchos aspectos, débil (de hecho algunos valores no han sido enseñados y había como una discrepancia entre lo que nos decían de creer y lo que vivíamos) y nos faltaba mucho para decirnos católicos ejemplares. Para ser breve, diría que no había una verdadera búsqueda de santidad. Y sabemos que si alguien no va hacia delante, al final va hacia atrás, y eso ha sido lo que me ha pasado a mí.

No puedo regañar a nadie por ello, pues sucedió que, después de entrar a la Universidad (estudiaba Economía en la Universidad de san Pablo), fui desarrollando poco a poco una vida completamente opuesta a la enseñanza de Cristo. Eso sucedió casi “naturalmente”: no tenía objetivos firmes y personales, así que hacía más o menos lo que todo el mundo hacía (intentando de vez en cuando hacerlo mejor). De todas formas, con el pasar de los años, empecé a darme cuenta que las cosas no estaban bien y, a pesar de que todos mis amigos parecían pasárselo bien con nuestra vida hedonista, en cierto momento se me hizo claro que tenía que cambiar. De todas las cosas que pasaban por mi cabeza en aquel momento, una era particularmente especial: me di cuenta de que las personas alrededor de mí no estaban conscientes de verdad de sus vidas horribles, mientras que sí yo lo estaba. No podía encontrar ninguna excusa para no luchar para encontrar un verdadero sentido en mi vida y de una manera u otra sabía que, al final de mi existencia, me iba a arrepentir mucho por no haber luchado.

Además, luchar me parecía una cuestión de justicia, pues yo nunca he merecido la buena familia que he tenido. Lo vi como una obligación: tenía que tomar la iniciativa, sin esperar que lo hicieran otros alrededor de mí. Como había recibido más que mis amigos, Dios por cierto me iba a pedir más.

A pesar de pensar como católico, no tenía amigos católicos, me faltaba formación (no sabía, por ejemplo, qué es un director espiritual) y todavía tenía una personalidad por construir. Es verdad que, desde aquel momento, seguí cayendo constantemente, y varias veces por día, pero había decidido muy firmemente dedicar toda mi vida para encontrar a Dios. 

“Dios no deja a nadie ganarle en generosidad”, me decía un cura. De hecho, para cada uno de los pequeños pasos que hacía, Él siempre me contestaba proporcionalmente. Terminé la universidad (también trabajando, en los últimos años) y empecé un máster en Economía. A mitad de ese camino, vi con mucha claridad lo que hace tiempo estaba en mi cabeza: Dios me llamaba a ser sacerdote. Curiosamente, desde el tiempo de mi conversión, aún no siendo todavía católico en un sentido práctico, ya había sentido el deseo de dejarlo todo para entrar en el seminario o en un monasterio, y este deseo me lo vi confirmado después de tres años. Así que abandoné los estudios de Economía y pedí que me admitieran al seminario diocesano local. En aquella época, ya estaba hablando con un sacerdote desde hacía un año y medio, y fue él quien tuvo la idea de proponerle al obispo que me enviara a mí y a otro chico del seminario a estudiar en Roma. La propuesta fue aceptada y por primera vez mi diócesis envió a un seminarista a recibir formación en el extranjero.

Hace ya años que estoy en Roma y de verdad no podía imaginarme lo provechoso que habría sido venirme por acá. El contacto con católicos de todo el mundo, el ambiente muy caritativo del Seminario Sedes Sapientiae, la residencia Altomonte y la calidad de nuestros sacerdotes, además del alto nivel de la oferta académica de nuestra Universidad Pontificia de la Santa Cruz, proveen una oportunidad fantástica para todos aquellos que estén verdaderamente interesados en formarse.

De todos los aspectos positivos, voy a marcar dos: en primer lugar, se nos anima a rezar, todo anima a rezar, empezando por nuestra bellísima y tranquila iglesia; en segundo lugar, en la universidad vivimos una unión adecuada entre fe y razón. Existe gran especulación filosófica, pero nadie tiene miedo de discutir bajo la luz de la fe.

En fin, puedo decir que estoy muy feliz. No es que mi vocación y felicidad dependan del hecho de estar aquí, pues no es así, ya lo sé. Sin embargo, estar aquí seguramente me ayuda a ser más útil al plan de Dios en mi vida. Mi gran deseo es llevar toda esta experiencia a Brasil, donde muchísimas almas esperan a alguien que pueda indicarles el camino hacia Dios. También estoy muy agradecido por la oportunidad que mis bienhechores me han dado, rezo por ellos cada día y espero que ellos también recen por mí para que yo pueda corresponder de forma adecuada todo lo que he recibido».

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