Los buenos amigos, un grupo juvenil en la parroquia, el consejo prudente y sosegado de personas que Dios puso a su lado, y la vida alegre y entregada de otros seminaristas, fueron determinantes para que este joven italiano diera el Sí al Señor.
Hoy es seminarista de la comunidad Obra de Jesús Sumo Sacerdote y estudia en la Universidad Pontificia de la Santa Cruz en Roma. Pero para llegar hasta aquí tuvo que romper algunas barreras, como pensar que el seminario era lo más parecido a una cárcel o incluso sufrir acoso por ser cristiano.
Giacomo disfrutó de una infancia feliz en Riccione, en la provincia de Rímini. Junto a sus padres y su hermana, asistían a Misa los domingos, más por tradición que por devoción y sin entender nunca realmente su verdadero significado.
El gran punto de inflexión en su vida fue a los 14 años, cuando comenzó a formar parte del grupo juvenil de la parroquia, los Ángeles Custodios, un grupo deseado por todos los niños que asistían a la catequesis.
«El grupo juvenil representaba la oportunidad de conocer a muchos otros jóvenes de la misma edad con los que divertirme sanamente y compartir buenas experiencias. Así que uno de los grandes sueños a esa edad se hizo realidad: me uní al grupo juvenil junto con mis mejores amigos y llegué a conocer a otras 70 u 80 personas. Era uno de los grupos juveniles más numerosos de Riccione, hasta el punto de que en los campamentos que organizábamos cada año en las montañas Dolomitas siempre éramos un centenar», recuerda con emoción.
La pasión de Giacomo era la música, una afición que compartía con otros chicos del grupo. Uno de ellos tenía un hermano seminarista –ahora sacerdote– de la comunidad Obra de Jesús Sumo Sacerdote.
«Recuerdo aquel momento cuando me contó que su hermano era seminarista. Estábamos corriendo en la playa y me pareció que ser seminarista era algo totalmente ajeno a mí. ¿Cómo es posible que un joven decida entrar en el seminario? Para mí era un lugar que no tenía nada que envidiar a la cárcel: se estudia todo el día; hay gente triste que sólo quiere sufrir en la vida; te flagelas de vez en cuando; y, sobre todo, tienes que ayunar mucho», relata.
Sin embargo, una curiosidad despertó en su interior: quería comprobar por si mismo todo lo que pensaba sobre la vida de un seminarista.
Al cabo de unos meses, participó en su primer campamento en los Dolomitas, y fue entonces cuando conoció personalmente al famoso seminarista del que tanto había hablado con su amigo. Tal fue la impresión que le causó que le prometió ir a verle al seminario de Roma.
«Que importante es conocer seminaristas alegres, felices y convencidos. Todas mis ideas equivocadas sobre el seminario se desvanecieron. En lugar de viejos tristes que no sabían qué hacer con sus vidas, me encontré con una veintena de jóvenes alegres que se divertían y se querían fraternalmente. Creo que nunca me he reído tanto como cuando estuve en el seminario aquellos días», expresa el joven italiano.
Algo que realmente le impresionó y le marcó fue observar la relación que aquellos muchachos, tan jóvenes, tenían con Jesús: «Era una relación que yo también anhelaba. Pude experimentar que había un verdadero diálogo entre sus corazones y Cristo».
Ver el respeto de estos chicos hacia el Santísimo Sacramento le llamó profundamente la atención. Además, su oración y meditación de rodillas fue como un aldabonazo, porque, para un joven de Riccione, esta actitud de reverencia era clasificada como de gente fanática. Y en estos seminaristas no observó fanatismo, sino amor a Cristo.
«Salí de esta primera experiencia con dos grandes gracias que marcaron mi primera conversión real: la primera que ser un joven cristiano significa ser feliz y no ser un triste intolerante. La segunda es que vi que Dios tenía un plan para mí de lo más bonito, así que a partir de ese momento nació en mí el deseo de conocer cuál era ese plan que Dios tenía pensado para mí».
Y con todas estas vibraciones en su interior, comenzó el Instituto, una etapa algo difícil porque vivir la fe en ese ambiente fue complicado: «Sufrí acoso por ser cristiano». Esta situación, y el amor de Dios que experimentó en sus días en el seminario, le empujaron a asistir a Misa todos los días y a preguntar cada día con insistencia a Jesús qué quería que hiciera con su vida.
«Mientras por un lado se lo pedía a Dios en la oración, por otro tenía mucho miedo de que me llamara para ser sacerdote. La experiencia en Roma fue ciertamente hermosa, pero no quería en absoluto ser uno de los que un día tendrían que trasladarse al seminario. Yo, como un adolescente más de Riccione, tenía el deseo de formar una familia con muchos hijos, y pensaba que entrar en el seminario era el mayor sacrificio del mundo».
Sus cinco años de Bachillerato transcurrieron entre la vida normal de cualquier adolescente y algunas prácticas de piedad: Misa diaria, confesión frecuente y “pánico total” a que el Señor le llamara al sacerdocio.
«El último mes de mi último año fue el más difícil, precisamente porque se acercaba el momento en que tendría que tomar una decisión para mi vida. Faltaban pocas semanas para el examen de Estado, así que, como siempre había hecho en los años anteriores, me fui cuatro días al seminario a rezar por los exámenes y tratar de averiguar qué hacer con mi vida».
En este estado de incertidumbre se encontraba cuando, sentado en la mesa con una monja de su comunidad, le comenzó a relatar todo lo que pasaba por su corazón. «¿Por qué no te vas a Irlanda con uno de nuestros sacerdotes y haces una experiencia de un año en la Misión de la Sagrada Familia?», le dijo la religiosa.
Teniendo en cuenta su escaso dominio del idioma, rechazó inmediatamente la propuesta, pero de camino a casa pensó que realmente era el Espíritu Santo quien le guiaba a través de esta monja.
Como acostumbraba a hacer, lo puso todo en la oración, pidiendo al Señor que abriera el camino para conocer Su voluntad: o la universidad o Irlanda. Mientras se debatía entre estas dos alternativas, ese verano comenzó a trabajar como socorrista en uno de los parques acuáticos más grandes de Italia situado en Riccione.
Finalmente, se decidió acudir a la Misión de Irlanda, pero la incertidumbre no le dejaba tranquilo. «Estábamos llegando al final de mi estancia en Irlanda y en la capilla, después de Misa, me puse de rodillas y le dije abiertamente al Señor: "Escucha, si quieres que sea sacerdote está bien, pero tienes que darme el amor por la vocación porque ahora no lo tengo"».
La respuesta no tardó en llegar. Volviendo de la peregrinación de Medjugorje, del festival de la juventud, donde todo lo encomendó a la Virgen, se puso enfermo, con una fiebre que le duró una semana.
Convaleciente, recordó las palabras que un sacerdote le había dicho: «Tómatelo con calma porque, cuando llegue la gracia de comprender lo que Dios quiere de ti, lo tendrás tan claro que incluso recordarás la posición en la que estabas y el olor del aire».
«Una de aquellas mañanas, en las que estuve enfermo, estaba tumbado en la cama y en un momento me pareció experimentar la alegría y el amor del Cielo en mi corazón», cuenta Giacomo.
«En cierto momento se me presentó interiormente la claridad de lo grande y hermosa que es la vocación del sacerdote: un simple hombre elegido por Dios recibe el poder de perdonar y absolver los pecados de una persona; ni siquiera los ángeles y la Virgen, a pesar de la dicha que experimentan, pueden absolver; el sacerdote sí. Durante ese momento de gracia, ya no tenía ninguna razón para decir no a la llamada y dije mi primer y verdadero Sí. Desde aquel momento de gran gracia hasta mi entrada en el seminario no pasó mucho tiempo, apenas un par de meses».
Así, el 6 de octubre de 2019 ingresó en la comunidad Obra de Jesús Sumo Sacerdote y, tras haber completado los dos primeros años de estudios propedéuticos, comenzó el curso de estudios en la Universidad Pontificia de la Santa Cruz en Roma. «Lo que tengo por delante son todavía varios años de estudio, pero con un solo deseo: hacer sólo la voluntad de Dios. “(…) laddove è abbondato il peccato, ha sovrabbondato la grazia (Romanos 5:20-21)” (donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia)».
Está muy agradecido a todos los benefactores de la Fundación CARF que hacen posible sus estudios en Roma: «Tengo presente en mis oraciones a todos los amigos de la Fundación CARF que hacen posible mi estancia en Roma. Muchas gracias por su generosidad».
Gerardo Ferrara
Licenciado en Historia y en Ciencias Políticas, especializado en Oriente Medio.
Responsable de alumnado en la Universidad Pontificia de la Santa Cruz de Roma.