Elías Emmanuel Mniko tiene 22 años y una mirada que transmite paz y convicción. Nació en la región de Mwanza, al norte de Tanzania, a orillas del lago Victoria. Creció en un hogar lleno de armonía y fe, donde su padre Emmanuel y su madre Miluga educaron con amor a sus cuatro hijos.
Desde la Secundaria, comenzó a sentir un deseo profundo: ser sacerdote. No sabía explicarlo del todo, pero algo en su interior se encendía cada vez que veía a los curas del colegio: entregados, serenos y cercanos. Le fascinaban los seminaristas con sus sotanas blancas, elegantes y discretas. «Era un deseo que el Señor puso en mi corazón», dice ahora con sencillez.
Aunque no ingresó en el seminario menor, Elías no se desanimó. Pasó un año de formación en la casa vocacional san Juan Pablo II, en su diócesis natal. Allí, en el silencio de la oración y en la alegría del servicio, fue madurando su vocación. Comprendió que, en Tanzania, ser sacerdote no es solo una opción de vida: es una necesidad urgente.
La diócesis de Mwanza, a la que pertenece Elías, se enfrenta a grandes desafíos. Aunque los católicos representan cerca del 30 % de la población –unos 1,2 millones de personas–, los sacerdotes son escasos y las comunidades crecen rápidamente. En muchas aldeas, la Misa se celebra solo una vez al mes, y hay fieles que caminan más de 10 kilómetros para poder asistir. Las vocaciones sacerdotales son una bendición deseada con esperanza y fe por todo el pueblo.
A pesar de todo, la Iglesia en Mwanza está viva. Los fieles son entusiastas, los jóvenes se sienten orgullosos de su fe, y la diócesis impulsa, con gran esfuerzo, proyectos educativos y sanitarios. Muchas escuelas y hospitales son gestionados por la Iglesia. Allí, en medio de la sencillez y, a veces, de la precariedad, se siembra esperanza cada día.
Actualmente, Elías reside en el seminario internacional Bidasoa, en Pamplona. Ha terminado su primer año de Filosofía y su rostro refleja asombro y gratitud. «Estoy viviendo una experiencia maravillosa y fraterna», comenta. Le emociona compartir la vida diaria con seminaristas de todos los continentes, aprender de los formadores y conocer otras culturas.
«Europa me está enseñando muchas cosas –dice–. Los europeos son muy cariñosos. Pero también creo que vosotros, los europeos, podéis aprender de nosotros, los africanos, la importancia de la vida familiar».
Elías habla con calma, pero cada palabra suya está cargada de fuego interior. Sabe que la vida sacerdotal exige sacrificios. Sabe que, cuando regrese a Tanzania, le esperará una misión exigente: cuidar de muchas almas, acompañar comunidades dispersas, consolar a los que sufren y ser la presencia viva de Cristo en medio de su pueblo.
A veces piensa en su familia, en su tierra, en los cantos alegres de la Misa y en el maíz molido que acompaña casi todas las comidas. También rememora a sus amigos, a los catequistas de su parroquia y al obispo que lo animó a no tener miedo de decir sí a Dios.
La vida en el seminario internacional Bidasoa le parece un regalo. Tiene momentos de oración, estudio, deporte, servicio y también de fiesta. «Aquí aprendemos a ser hermanos», explica. Aunque al principio le costó adaptarse –el frío de Navarra, el idioma, la comida–, hoy se siente en casa. Su español mejora día a día y, cuando sonríe, lo hace con esa calidez propia de África.
Elías no es ingenuo. Conoce los problemas de la Iglesia, tanto en Europa como en África. En su país, además de la escasez de sacerdotes, existen desafíos sociales: la pobreza, la falta de acceso a la educación en zonas rurales y el riesgo de sincretismos religiosos. Pero también sabe que hay un fuego que no se apaga. «Los jóvenes en Tanzania tienen mucha esperanza. Saben que son el futuro de la Iglesia. Por eso quieren formarse bien, servir con alegría y dar la vida si es necesario».
Mwanza, su diócesis, ha visto nacer vocaciones como la suya. El seminario mayor local no da abasto para formar a todos los candidatos, por lo que la diócesis envía a algunos, como Elías, a centros de formación fuera del país. Es una inversión valiente, con la esperanza de que estos jóvenes vuelvan a dar fruto.
Elías mira al futuro sin miedo. «Quiero volver a mi país y servir a mi gente. Quiero ser un pastor bueno, como Jesús. Y, si puedo, ayudar también a que otros jóvenes escuchen la voz de Dios». Lo dice con una paz que conmueve, porque no hay nada más fuerte que un corazón entregado.
Su historia, como la de muchos seminaristas africanos, es un canto de esperanza para toda la Iglesia. En un mundo donde a veces parece que la fe se apaga, voces como la suya nos recuerdan que el Evangelio sigue vivo, sembrando en tierras fértiles como Tanzania.
Marta Santín, periodista especializada en información religiosa.