Se ha fijado especialmente en la oración de Jesús el día de su bautismo en el río Jordán. Allí quiso ir, él, que no tenía pecado alguno de que lavarse, en obediencia a la voluntad del Padre. Y no se quedó al otro lado del río en la orilla, como diciendo: yo soy el santo, y vosotros sois los pecadores. Se puso a la cabeza de los penitentes, “en un acto de solidaridad con nuestra condición humana”.
Esto es siempre así, constata el Papa: “Nunca rezamos solos, siempre rezamos con Jesús”. Un tema desarrollado y profundizado antes por el Papa emérito Benedicto. También para comprender a Cristo.
Así lo dice el Catecismo de la Iglesia Católica y lo recoge Francisco: “La oración filial, que el Padre esperaba de sus hijos va a ser vivida por fin por el propio Hijo único en su Humanidad, con los hombres y en favor de ellos” (n. 2599).
El evangelio de san Lucas relata que, cuando Jesús se estaba bautizando, puesto en oración, se abrió como una brecha en el cielo y se oyó la voz del Padre: “Tú eres mi Hijo; yo hoy te he engendrado” (lc 3, 22). Y observa el Papa que esta sencilla frase encierra un inmenso tesoro, porque nos hace intuir algo del misterio de Jesús y de su corazón siempre dirigido al Padre:
“En el torbellino de la vida y el mundo que llegará a condenarlo, incluso en las experiencias más duras y tristes que tendrá que soportar, incluso cuando experimenta que no tiene dónde recostar la cabeza (cfr. Mt 8, 20), también cuando el odio y la persecución se desatan a su alrededor, Jesús no se queda nunca sin el refugio de un hogar: habita eternamente en el Padre”
Añade Francisco que esa oración personal de Jesús “en Pentecostés se convertirá por gracia en la oración de todos los bautizados en Cristo”. Y por eso nos aconseja que si alguna vez nos sentimos incapaces de rezar, indignos de que Dios nos escuche, debemos pedirle a Jesús que rece por nosotros, que vuelva a enseñar sus llagas a Dios Padre, en nombre nuestro.
Si tenemos esa confianza, nos asegura el Papa, de alguna manera escucharemos dirigidas a nosotros, esas palabras: “Tú eres el amado de Dios, tú eres hijo, tú eres la alegría del Padre de los cielos”.
En definitiva, “Jesús nos ha regalado su propia oración, que es su diálogo de amor con el Padre. Nos lo dio como una semilla de la Trinidad, que quiere echar raíces en nuestro corazón. ¡Acojámoslo! Acojamos este don, el don de la oración. Siempre con Él. Y no nos equivocaremos”
Hasta aquí las palabras de Francisco en su catequesis del miércoles. A partir de aquí podemos profundizar sobre cómo se relaciona nuestra oración con la del Señor, y cómo eso se relaciona con la misa, que siempre tiene algo de “fiesta”. Y cómo finalmente, eso nos lleva a participar de la misión de la Iglesia. Vayamos por pasos, de la mano del teólogo Joseph Ratzinger.
"Dirijamos nuestro agradecimiento sobre todo a Dios en el cual vivimos, nos movemos y existimos" Benedicto XVI
El contenido de la oración de Jesús –oración de alabanza y de acción de gracias, de petición y reparación– se despliega desde la íntima conciencia de su filiación divina y su misión redentora.
Por eso Ratzinger observaba –en la perspectiva del punto del Catecismo citado por Francisco– que el contenido de la oración de Jesús se concentra en la palabra Abba, palabra con la que los niños hebreos llamaban a sus padres (equivalente a nuestro “papá”). Se trata de la seña de identidad más clara de Jesús en el Nuevo Testamento, así como de la expresión sintética más clara de toda su esencia. En el fondo esa palabra expresa el asentimiento esencial a su ser Hijo. Por eso el Padrenuestro es una extensión del Abba trasladada al nosotros de sus fieles (cf. La fiesta de la fe, Bilbao 1999, pp. 34-35).
Así es. La oración cristiana, nuestra oración, tiene como fundamento vivo y centro propio la oración de Jesús. En ella se enraíza, de ella vive y la prolonga sin superarla, puesto que la oración de Jesús, que es nuestra “cabeza”, precede a la nuestra, la sostiene y le otorga la eficacia de Su misma oración. Es la nuestra una oración de hijos "en el Hijo". Nuestra oración, como la de Jesús y en unión con la suya, es siempre una oración a la vez personal y solidaria.
Esto es posible por la acción del Espíritu Santo, que nos une a todos en el Señor, en su cuerpo (místico) que es la Iglesia: "En la comunión en el Espíritu Santo la oración cristiana es oración en la Iglesia". "En la oración, el Espíritu Santo nos une a la Persona del Hijo Unico, en su humanidad glorificada. Por medio de ella y en ella, nuestra oración filial comulga en la Iglesia con la Madre de Jesús (cf Hch 1, 14)" (Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2672 y 2673).
Pon cara a tu donativo. Ayúdanos a formar sacerdotes diocesanos y religiosos.
Pues bien, continúa Ratzinger, desde la unión con la oración de Jesús, –es decir, desde la conciencia de nuestra participación en la filiación divina en comunidad con Cristo–,la misa prolonga esa oración de Jesús en la vida cotidiana. Y entonces -afirma- el mundo se puede convertir en fiesta.
Una fiesta, dirá años después Benedicto XVI, es “un acontecimiento en el que todos están, por así decirlo, fuera de sí mismos, más allá de sí mismos, y así consigo mismos y con los demás” (Discurso a la curia romana, 22-XII-2008).
Pero –nos podríamos preguntar ahora nosotros– qué sentido tendría convertir el mundo en una “fiesta” en circunstancias como las actuales, en medio de una pandemia, de una complicada crisis económica, de injusticias y violencias, incluso en nombre de Dios, que dejan por todas partes rastros de dolor y de muerte?
Más preguntas: ¿Qué queremos significar los cristianos cuando decimos que “celebramos” la misa? ¿Y por qué la misa tiene que ver con una fiesta? Y encontramos esta respuesta: no, ciertamente, en un sentido superficial de la palabra fiesta, que suele asociarse al bullicio y a la diversión, un tanto inconscientes, de quien se distancia de los problemas; sino por un motivo bien diverso: porque en la misa, escribe Ratzinger, nos situamos en torno a Dios, que se hace presente en medio de nosotros.
Eso nos da una alegría serena, compatible con el claroscuro de la fe, con el dolor e incluso con la muerte, porque sabemos que tampoco la muerte tiene la última palabra. Esa última palabra solo es el amor, que no muere nunca.
Así explicaba el Papa Benedicto, en este largo párrafo que merece ser transcrito, lo que acontece en la liturgia cristiana:
“Él [Dios) está presente. Él entra en medio de nosotros. Se ha rasgado el cielo y esto hace luminosa la tierra. Esto es lo que hace alegre y abierta la vida, y une a unos y otros en una alegría que no se puede comparar con el éxtasis de un festival rock. Friedrich Nietzsche dijo en cierta ocasión: ‘El arte no consiste en organizar una fiesta, sino en encontrar personas capaces de alegrarse en ella’. Según la Escritura, la alegría es fruto del Espíritu Santo (cf. Ga 5, 22) (…) La alegría es parte integrante de la fiesta. La fiesta se puede organizar; la alegría no. Sólo se puede ofrecer como don; (…) El Espíritu Santo nos da la alegría. Y él es la alegría. La alegría es el don en el que se resumen todos los demás dones. Es la manifestación de la felicidad, de estar en armonía consigo mismo, lo cual sólo puede derivar de estar en armonía con Dios y con su creación. La alegría, por su propia naturaleza, debe irradiarse, debe comunicarse.
El espíritu misionero de la Iglesia no es más que el impulso de comunicar la alegría que nos ha sido dada” (Discurso a la curia romana, 22-XII-2008)
Respecto a la eucaristía, cabe recordar que ya la comida pascual judía tenía un fuerte carácter a la vez familiar, sagrado y festivo. En ella se combinaban dos importantes aspectos. Un aspecto de sacrificio. pues se comía del cordero ofrecido a Dios e inmolado sobre el altar. Y un aspecto de comunión, comunión con Dios y con los otros, manifestada en el compartir y beber el pan y el vino, después de bendecidos, como signo de alegría y de paz, de acción de gracias y renovación de la Alianza (cf. La fiesta de la fe, pp. 72-74).
La misa asume lo esencial de todo ello y lo supera como “actualización” sacramental (es decir, por medio de signos que manifiestan una acción divina real, en la que colaboramos) de la muerte y resurrección del Señor para nuestra salvación.
En ella pedimos por todos, los vivos y sanos y los enfermos, también por los difuntos. Y ofrecemos nuestros trabajos, penas y alegrías por el bien de todos.
Nuestra fe nos asegura que Dios gobierna la historia y estamos en sus manos, sin que nos ahorre el esfuerzo por mejorarlo, por encontrar la solución a los problemas y a las enfermedades, por hacer un mundo mejor. Y así la misa es la expresión central del sentido cristiano de la vida.
Nuestra fe nos da también un sentido a la muerte como un paso definitivo a la vida eterna con Dios y los santos. Lloramos, como es natural, a los que perdemos de vista en la tierra. Pero no los lloramos desesperadamente, como si esa pérdida fuera irreparable o definitiva, porque sabemos que no lo es. Tenemos fe en que, si han sido fieles, están mejor que nosotros. Y esperamos un día reunirnos con ellos para celebrar, ya sin límites, nuestro encuentro.
Retomemos la línea de Ratzinger. Rezar es un acto de afirmación del ser, en unión con el “Sí” de Cristo a la propia existencia, a la del mundo, a la nuestra. Un acto que nos capacita y nos purifica, para participar en la misión de Cristo.
En esa identificación con el Señor –con su ser y su misión– que es la oración, el cristiano encuentra su identidad, insertada en su ser Iglesia, familia de Dios. Y, para ilustrar esta realidad profunda de la oración, señala Ratzinger:
“Partiendo de esta idea, la teología de la Edad Media estableció como objetivo de la oración, y de la conmoción del ser que en ella se produce, que el hombre se transformara en ‘anima ecclesiastica’, en encarnación personal de la Iglesia. Es identidad y purificación al mismo tiempo, dar y recibir en lo más profundo de la Iglesia. En ese movimiento se hace nuestro el idioma de la madre, aprendemos a hablar en él y por él, de manera que sus palabras van volviéndose nuestras palabras: la entrega de la palabra de ese milenario diálogo de amor con aquél que quería volverse una sola carne con aquélla, se convierte en el don del habla, por el cual me entrego verdaderamente a mí mismo y justamente así soy devuelto por Dios a todos los otros, entregado y libre” (Ibid., 38-39).
Por eso, concluye Ratzinger, si nos preguntamos cómo aprendemos a rezar, deberíamos responder: aprendemos a rezar rezando “con” otros y con la madre.
Así es siempre, en efecto, y podemos ir concluyendo por nuestra parte. La oración del cristiano, una oración siempre unida a la Cristo (aunque no nos demos cuenta de ello) es una oración en el "cuerpo" de la Iglesia, aunque uno esté físicamente solo y rece individualmente. Su oración es siempre eclesial, si bien en ocasiones esto se manifiesta y lleva a cabo de modo público, oficial e incluso solemne.
La oración cristiana, siempre personal, tiene formas diversas: desde la participación también externa en la oración de la Iglesia durante la celebración de los sacramentos (sobre todo de la misa), hasta la oración litúrgica de las horas. Y, de modo más básico y asequible a todos, la oración “privada” del cristiano –mental o vocal–, ante un sagrario, ante un crucifijo o sencillamente desgranada en medio de las actividades ordinarias, en la calle o en el autobús, en el trabajo o en la vida familiar, social y cultural.
También la piedad popular de las procesiones y peregrinaciones puede y debe ser camino y expresión de oración.
Por medio de la oración se llega a la contemplación y a la alabanza de Dios y de su obrar, que deseamos permanezca con nosotros, de modo que el nuestro sea fructuoso.
Para que la eucaristía se haga vida de nuestra vida se necesita la oración.
La oración –que tiene siempre un componente de adoración– precede, acompaña y sigue a la misa. La oración cristiana es signo e instrumento de cómo la misa se “introduce” en la vida y convierte la vida en una celebración, en una fiesta.
Desde ahí podemos comprender, finalmente, cómo nuestra oración, siempre unida a la de Cristo, es, no solamente una oración “en” la Iglesia, sino que además nos prepara y fortalece para participar en la misión de la Iglesia.
La vida cristiana, convertida en “vida de oración” y trasformada por la misa, se traduce en servicio a las necesidades materiales y espirituales de los demás. Y mientras vivimos y crecemos como hijos de Dios en la Iglesia, participamos en su edificación y en su misión, gracias a la oración y a la eucaristía. Nada de esto son simples teorías o imaginaciones como quizás podrían pensar algunos, sino realidades hechas posibles por la acción del Espíritu Santo.
Lo dice el Catecismo de la Iglesia Católica: el Espíritu Santo "prepara la Iglesia para el encuentro con su Señor, recuerda y manifiesta a Cristo a la fe de la asamblea; hace presente y actualiza el misterio de Cristo por su poder transformador; finalmente, el Espíritu de comunión une la Iglesia a la vida y a la misión de Cristo".
Don Ramiro Pellitero Iglesias
Profesor de Teología pastoral
Facultad de Teología
Universidad de Navarra
Publicado en “Iglesia y nueva evangelización”