
El padre Miguel Romero Camarillo es un sacerdote enamorado de los dos países que han marcado su trayectoria: su México natal y España, el país que le acogió para que pudiera completar sus estudios en Derecho Canónico. En ambos ha visto una fe que se deshace, por lo que vive entregado para que esto no ocurra llamando a los creyentes a ayudar a revivir la fe que ha dado forma a nuestra civilización.
Actualmente es párroco de Santa María de la Asunción, en Tlancualpicán, en el estado mexicano de Puebla. Y desde allí hace un análisis del catolicismo de su tierra, uno de los países con más católicos del mundo: «considero que se encuentra un poco frío, creo que las idolatrías nos están alcanzando nuevamente. El culto a la muerte, el neopentencostalismo, la nueva era, los abusos litúrgicos e incluso la ignorancia de los clérigos van hundiendo poco a poco las verdades de fe». Sin embargo, recuerda también que son muchos los católicos que «están comprometidos con la Iglesia y sostienen la vida de fe». Pero como ocurre en tantas ocasiones –añade– «lo malo hace más ruido».

Antes de ser sacerdote, Miguel asegura que era una persona normal y corriente. Trabajaba como técnico químico industrial hasta que, finalmente y tras años planteándose su vocación, decidió dar ese paso al que Dios le llamaba.
Esta vocación se fue cultivando en su interior ya en su infancia, algo que luego fue fundamental cuando en su familia se dio un alejamiento de la fe. «Sobre todo mi abuela paterna y mi madre jugaron un papel importante. Recuerdo cosas de mi infancia, como que mi madre me leyera pasajes de san Francisco o viésemos películas de santos, o que mi abuela me hablara de los escritos de san Agustín», indica.
Sobre aquellos momentos destaca algo que le sucedió cuando tenía sólo seis años y de lo que se acuerda como si hubiera ocurrido ayer: «en Preescolar preguntaron qué era la Santísima Trinidad. Y yo con mis seis añitos contesté correctamente. La cara de la maestra era para haberla hecho una foto. Yo entonces tenía un fuerte deseo de ser sacerdote».
Sin embargo, poco después su familia se alejó de la Iglesia, aunque esa semilla ya estaba insertada en su interior y acabaría brotando unos años más tarde. Fue a los 16 años cuando Miguel decidió entrar en un coro parroquial porque «sentía que alguien me llamaba a estar allí». No sabía a qué estaba llamado realmente. Tardaría cinco años en descubrirlo.
Ese deseo, que tenía con seis años de ser sacerdote y que se alejó, reapareció con fuerza a los 22 años. «En una Hora Santa se refrescó aquello que tenía guardado hace 16 años», indica. Poco después acabaría ingresando en el seminario, donde fue ordenado sacerdote en 2017. Apenas, unos meses después, su obispo le envió a Pamplona a estudiar la Licenciatura de Derecho Canónico gracias a una ayuda de la Fundación CARF.

De su experiencia en el seminario internacional Bidasoa afirma guardar “gratos recuerdos”, porque además de la enseñanza que recibió fue una oportunidad única para hacer un apostolado en España. «Ayudé a muchas personas y quisiera volver a hacerlo», asegura sobre lo que encontró en Europa. A su juicio, «la fe del mundo está en peligro y parece que la fe desaparece, pero no he visto un lugar más sombrío para esto que mi querida España. Falta el amor a la Cruz».
Aún así, el padre Miguel reconoce que «hay mucha gente luchando para que esto no suceda», por lo que considera urgente «batallar en nuestra trinchera y ayudar a nuestros obispos a que sean hombres de fe, valientes y entregados».
Con su amor por la liturgia y sus conocimientos adquiridos de Derecho Canónico, este sacerdote quiere proteger los grandes tesoros de la Iglesia. En su opinión, «la fe se revitaliza con una adecuada liturgia y una liturgia guiada por el derecho canónico es maravillosa». Y es ahí donde cree que la Iglesia debe esforzarse en cuidar la liturgia con el rico derecho adquirido tras tantos siglos de cristianismo.
Preguntado sobre los retos del sacerdote actual, Miguel Romero lo tiene claro: «El peor peligro al que se puede enfrentar un sacerdote es olvidar para qué y para quién se consagró, o más bien a quién le dejó su vida en sus manos». De este modo, considera que «si nosotros fuéramos conscientes de lo que hemos hecho ante Dios, la Iglesia reflejaría otro rostro».
Por último, este clérigo mexicano agradece a la Fundación CARF toda la ayuda que prestan. «Agradezco su esfuerzo diario para llevar a los pueblos más lejanos la formación. Gracias por todo y espero un día ayudarles para seguir haciendo crecer el conocimiento de la Iglesia. No se olviden de que esto es de Dios», concluye.
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