
La vocación es un misterio de amor entre Dios que llama al hombre con amor y un hombre que le responde libremente y por amor. Sin embargo, la vocación al sacerdocio no es simplemente un sentimiento. Más bien es una certeza interior que nace de la gracia de Dios, que toca el alma y pide una respuesta libre.
Si Dios te llama, la certeza irá creciendo en la medida de que tu respuesta vaya siendo más generosa. La llamada al sacerdocio pide al hombre que la recibe, dedicar su vida a facilitar que sus hermanos vivan más cerca de Dios. Ha sido llamado para realizar un humilde servicio a favor de toda la humanidad.
Al ser ordenado sacerdote: se recibe el Sacramento del Orden, quedando preparado para prestar su cuerpo y su espíritu, o sea todo su ser, al Señor. Actuará sirviéndose de él especialmente en aquellos momentos en los que realiza el Sacrificio del Cuerpo y de la Sangre de Cristo y cuando, en nombre de Dios, en la Confesión sacramental, perdona los pecados.
Sí, todos hemos sido creados por Dios con un propósito y un fin. Dios ha querido para cada uno un proyecto único e irrepetible, pensado desde toda la eternidad: «Antes de formarte en el vientre, te elegí; antes de que salieras del seno materno, te consagré» (Jeremías 1, 5).
El Catecismo de la Iglesia Católica habla de la vocación a la bienaventuranza, en definitiva, a la santidad. A la unión con Dios que nos hace participar de Su felicidad y nos ama con totalidad y sin condiciones. La vocación común de todos los discípulos de Cristo es la vocación a la santidad y a la misión de evangelizar el mundo.
Dios invita a cada uno a recorrer la vida junto a Él por un camino concreto. A algunos los llama a la vocación sacerdotal, a otros a la vida religiosa, y a los laicos, los llama a encontrarle en la vida ordinaria.
