El siglo XX estuvo marcado por guerras, persecuciones y una profunda crisis humana y espiritual. En medio de este panorama, Dios quiso regalar a la Iglesia un ejemplo excepcional de santidad: san Pío de Pietrelcina, más conocido como Padre Pío. Este humilde y divertido fraile capuchino se convirtió en un foco de atracción para millones de fieles de todo el mundo que hoy siguen conmoviéndose con su vida.
Su mensaje sencillo –«Reza, espera y no te preocupes»– encierra una espiritualidad de confianza absoluta en la bondad y misericordia de Dios. Para los seminaristas y sacerdotes diocesanos, y para todos, su vida fue ejemplo de amor a Dios y a la Iglesia. Su figura es modelo vivo de lo que significa configurarse con Cristo, Buen Pastor, en favor de las almas.
El futuro santo nació como Francesco Forgione en Pietrelcina (Italia) en 1887, en el seno de una familia campesina humilde y profundamente creyente. Desde niño destacó por su vida de oración y su sensibilidad espiritual. Sus padres, Grazio y Maria Giuseppa, le transmitieron una fe sencilla y sólida, que se convirtió en la base de toda su vida.
Con apenas diez años, Francesco expresó claramente su deseo de consagrarse a Dios. Ingresó en la orden de los capuchinos, donde tomó el nombre de Pío en honor a san Pío V. Su formación estuvo marcada por la austeridad y la disciplina, pero sobre todo por un amor ardiente a Cristo Eucaristía y una profunda devoción a la Virgen María.
Este detalle es clave para entender su posterior ministerio: el sacerdocio no fue para él un oficio ni una tarea, sino una entrega total y radical a los demás por Jesucristo.
En 1910, a los 23 años, recibió la ordenación sacerdotal. Desde el inicio de su ministerio destacó por su celo pastoral y por una intensa vida interior.
Durante casi toda su vida sacerdotal residió en San Giovanni Rotondo, un pequeño convento capuchino que pronto se convertiría en un centro de peregrinación mundial. Allí, el Padre Pío se dedicaba a dos grandes misiones: celebrar la Santa Misa con fervor extraordinario y pasar innumerables horas en el confesionario, reconciliando a los fieles con Dios.
Su vida demuestra que la misión de un sacerdote no depende de grandes escenarios ni de programas complicados, sino de vivir fielmente el misterio de Jesucristo a través de los sacramentos y, sobre todo, en la Eucaristía y en el perdón de los pecados. Como recuerda san Josemaría Escrivá de Balaguer en muchos de sus textos, la santidad se alcanza en lo ordinario, en la fidelidad al deber de cada día y en el amor con que se sirve a Dios y a los demás.
Uno de los fenómenos más sorprendentes de su vida fueron los estigmas, las llagas visibles de la Pasión de Cristo, que aparecieron en su cuerpo en 1918 mientras rezaba ante un crucifijo. Estas heridas en manos, pies y costado permanecieron con él durante 50 años, hasta su muerte en 1968. Ningún santo ha vivido tanto tiempo con los estigmas de la Pasión. Sirva de ejemplo que san Francisco de Asís los tuvo los dos últimos años de su vida.
El Padre Pío aceptó este sufrimiento como una participación en la Cruz de Cristo. Nunca presumió de estos dones extraordinarios; al contrario, los vivió con discreción y humildad, soportando muchas incomprensiones y hasta investigaciones de las autoridades eclesiásticas.
Los estigmas fueron un signo visible de lo que todo sacerdote está llamado a ser: otro Cristo. El ministerio sacerdotal no es una carrera de prestigio, sino de una entrega que pasa por la cruz. Para los seminaristas que se forman para se sacerdotes, contemplar la vida del Padre Pío es una invitación a no temer el sacrificio, sino a abrazarlo con amor.
Entre los carismas más notables del Padre Pío se encuentran:
Pero, sobre todo, el Padre Pío se caracterizó por su profunda devoción a la Eucaristía, a la Virgen María y a la Pasión de Cristo. Su vida estuvo marcada por la oración constante, la penitencia, la obediencia a la Iglesia (incluso en momentos de persecución y acusaciones falsas; entre otras cosas se le prohibió celebrar la Misa en público de 1923 a 1933) y una dedicación incansable a la confesión y a la dirección espiritual.
Estos carismas impresionaban a las multitudes, pero él siempre insistía en lo esencial: la gracia de Dios se derrama principalmente a través de los sacramentos.
Su vida recuerda que lo más importante del ministerio sacerdotal no son los fenómenos extraordinarios, sino la fidelidad en la vida cotidiana: celebrar la Misa con devoción, confesar con paciencia, predicar con verdad y rezar con perseverancia.
El amor del Padre Pío no se limitaba al ámbito espiritual. En 1956 inauguró el Hospital Casa Sollievo della Sofferenza, una institución que hasta hoy sigue siendo referencia médica en Italia.
Este proyecto nació de su convicción de que los enfermos no deben ser tratados solo con técnicas médicas, sino también con compasión y atención espiritual. El hospital fue fruto de su oración, de la Providencia divina y de la colaboración de muchos benefactores.
De este modo, el Padre Pío mostró que la caridad cristiana no se queda en palabras, sino que se traduce en obras concretas que alivian el dolor humano. Una lección muy actual para la Iglesia: los sacerdotes están llamados a ser instrumentos de esperanza y de misericordia con el que sufre.
El 23 de septiembre de 1968, el Padre Pío entregó su alma a Dios después de una vida de entrega heroica. Tenía 81 años. Sus últimas palabras fueron: «Jesús, María».
Su funeral congregó a más de 100.000 personas, testimonio del inmenso cariño y devoción que había suscitado en vida. En 1999 fue beatificado por san Juan Pablo II, y en 2002, el mismo Papa lo canonizó, proponiéndolo al mundo como modelo de santidad.
Hoy, millones de peregrinos acuden a San Giovanni Rotondo para rezar ante su tumba, y su devoción se ha extendido por todos los continentes.
Más allá de los fenómenos extraordinarios, lo que más atrae del Padre Pío es la profundidad de su vida espiritual. Su mensaje puede resumirse en tres palabras: oración, sufrimiento y confianza.
Estas tres actitudes son fundamentales para cualquier cristiano, pero especialmente para quienes se preparan al sacerdocio. El sacerdote debe ser hombre de oración, que ofrece su vida con Cristo y confía plenamente en la Providencia de Dios Padre.
La Fundación CARF trabaja para que miles de seminaristas y sacerdotes diocesanos, sobre todo de países sin recursos de todo el mundo, reciban formación en la Universidad Pontificia de la Santa Cruz, en Roma, y en las Facultades Eclesiásticas de la Universidad de Navarra, en Pamplona.
El seminarista o el sacerdote, y todos los fieles laicos, al mirar la vida del Padre Pío, encontramos una inspiración directa:
Los futuros sacerdotes, sostenidos por la ayuda de los benefactores de la Fundación, deben seguir este camino de santidad. El testimonio del Padre Pío recuerda que el sacerdote no se pertenece a sí mismo, sino que es todo de Cristo y de toda la Iglesia.
Su ejemplo de vida invita a los fieles a redescubrir el valor de la Confesión, de la Eucaristía, de la oración y de la confianza en Dios Padre. Para los sacerdotes y seminaristas, debería ser un espejo donde contemplar lo que significa vivir configurados con Cristo hasta las últimas consecuencias.
Hoy, su voz resuena con la misma fuerza que en vida: «Reza, espera y no te preocupes. La ansiedad no sirve de nada. Dios es misericordioso y escuchará tu oración». Mediaset Italia produjo una gran producción cinematográfica sobre su vida de más de tres horas de duración. Te dejamos el enlace para ver