Riccardo Dimida nos cuenta como encontró su vocación religiosa de sacerdote a través de la gracia de Dios actuando en él mediante pequeños gestos.
Pertenece al Instituto de los Siervos del Corazón Inmaculado de María, una comunidad religiosa –o asociación de fieles– que centra su espiritualidad en el amor y la reparación al Corazón Inmaculado de María, en profunda comunión con el Corazón de Jesús. Aunque existen varias comunidades con nombres similares en distintos países, todas comparten elementos comunes en su identidad y carisma.
Actualmente, todos los jóvenes de esta comunidad se forman en Roma, en la Universidad Pontificia de la Santa Cruz (PUSC), gracias a las ayudas financiadas por la Fundación CARF.
Riccardo nació el 18 de septiembre de 1985 en Volterra, una ciudad antigua de origen etrusco situada en la región de Toscana, Italia. Actualmente cursa el segundo año de Filosofía, antes de comenzar, el próximo año, el bachillerato en Teología. Nos cuenta su historia a través de su testimonio.
«Nací en una familia católica que me brindó una educación sana y un ejemplo admirable. Mis padres siempre han sido personas moralmente intachables, y me impulsaron a recibir una formación católica. Crecí en un pequeño pueblo de la Toscana, disfrutando de una infancia feliz y despreocupada.
Tras recibir la Confirmación, me integré en las actividades de Acción Católica, donde permanecí hasta pasados los 30 años, organizando campamentos, peregrinaciones y animando grupos de adolescentes y jóvenes.
Después del Bachillerato ingresé en la universidad, y allí comencé a descubrir el mundo en toda su amplitud y diversidad, algo desconocido para mí como chico de pueblo. La vida universitaria puede ser muy estimulante –a veces incluso demasiado– y, de hecho, amplié mis círculos sociales y amistades.
Participé en grupos de representación estudiantil y en muchas otras actividades, algunas más académicas que otras. Digo “más o menos” porque, entre tantas propuestas educativas y de desarrollo personal, siempre se esconde algún riesgo inesperado. Así ocurrió que, en los primeros años, el tiempo dedicado al estudio fue escaso. En cambio, dediqué muchas horas a todo tipo de actividades.
Desde los 15 años toco la guitarra, instrumento que siempre me ha apasionado. Hacía voluntariado desde los 17, y jugaba en el equipo de baloncesto de mi pueblo desde los 7 hasta los 25 años. Además, practicaba natación, atletismo, fútbol sala y senderismo. Siempre me ha atraído el aprendizaje de idiomas y el conocimiento de otras culturas, y por supuesto, el encuentro con nuevas personas y experiencias».
«En todo ese gran entramado de intereses y diversiones asociadas, tuve la oportunidad de vivir muchísimas experiencias. Lamentablemente, no todas fueron positivas ni edificantes: las fiestas, los amigos, los conciertos…
Los viajes –muy frecuentes– me brindaban la ocasión para transgredir las reglas, para pisar siempre el acelerador en la búsqueda del placer y de emociones fuertes.
Fueron años muy intensos los de la universidad, también porque, al mismo tiempo, nunca dejé de asistir a la misa dominical, participaba en peregrinaciones y encuentros de oración, y colaboraba en la organización diocesana de Acción Católica, donde incluso tenía roles organizativos y de responsabilidad.
Obviamente, lo que más sufría era el estudio. Todo esto era posible gracias a la energía propia de los años de juventud temprana (hoy tengo 39 años) y al entusiasmo de descubrir el mundo y descubrirme a mí mismo.
Dentro de mí todo era una gran mezcla de buenos principios, aunque nunca verdaderamente profundizados. Quería mi bien y el de los demás, pero también deseaba disfrutar de los placeres de la vida, y quería que todo eso ocurriera en la mayor medida posible. Era como si viviera una vida de día y otra de noche, tratando de no dejarme nada por experimentar.
Recuerdo que muchas veces, a pesar de volver a casa muy tarde un sábado por la noche (o muy temprano el domingo por la mañana…), incluso con pocas horas de sueño, asistía igualmente a la Misa dominical. Podía pasar cualquier cosa, pero no podía dejar de ir a Misa; era como una tarjeta que debía fichar a toda costa.
En un momento, me di cuenta de que no todo iba bien. Comprendí que había una “mejor manera” de hacer las cosas. Tenía fe, sí, pero no la vivía plenamente. Recuerdo que un amigo, con quien compartí gran parte de mi camino de fe, me hizo reflexionar sobre el hecho de que el aborto nunca es aceptable, mientras que yo estaba convencido de que en ciertos casos sí lo era.
Con esa toma de conciencia se encendió en mí algo que, desde entonces, ha funcionado como un verdadero paradigma de vida: comprendí que había cosas que debían asumirse por completo o no asumirse en absoluto.
Entonces me comprometí a terminar mis estudios y a sacarles el mayor provecho posible. Empecé a trabajar como camarero y a dar clases particulares de matemáticas e inglés para poder mantenerme durante la carrera».
«Después de obtener la Licenciatura, inicié la maestría y gané dos becas que me llevaron, primero, seis meses a Amberes (Bélgica), y al año siguiente, otros seis meses a Ciudad de México, en la Universidad Nacional Autónoma de México.
Fueron dos experiencias importantes, intensas, llenas de acontecimientos, que me involucraron tanto intelectual como sentimentalmente. De México me llevé una fuerte herida afectiva que tuvo consecuencias durante muchos años posteriores.
Con los ojos de hoy, me doy cuenta de que fue una gran batalla la que libré para cumplir con mi deber como estudiante en el extranjero sin perderme en las muchísimas ocasiones de desenfreno, intentando hacer prevalecer la parte luminosa de mí sobre la oscura.
En esos últimos años, hasta la obtención de la maestría con la máxima calificación, tomé mucha más conciencia de mí mismo, del mundo y del bien y el mal que lo habitan. Mi comportamiento, tanto interior como exterior, era contrastante y conflictivo, pero aun así trataba de hacer el bien, de estar cerca de Dios o, al menos, de volver a Él para pedir perdón a pesar de las frecuentes caídas.
Después del título, comencé a trabajar como recepcionista en un hotel, y al cabo de un año decidí abrir una pequeña empresa junto con otros socios. Nos dedicábamos al sector de la iluminación LED, la automatización y el ahorro energético.
Esta iniciativa me marcó profundamente, ya que me exigió un gran compromiso, enormes esfuerzos y asumir importantes riesgos, incluso económicos. Aunque al principio empezó con entusiasmo y empuje —coincidiendo con la gran difusión de la iluminación LED en Italia en esos años—, pronto se convirtió en un torbellino de dificultades y desilusiones.
Incluso ocurrió la muerte por leucemia de uno de los socios fundadores, con quien tenía un vínculo muy estrecho. El tema de la enfermedad, y en particular del cáncer, también entró en mi familia en esos años y, desde entonces, no nos ha dejado. A día de hoy, gracias a Dios, seguimos luchando, viviendo milagro tras milagro.
Ese periodo, desde la maestría hasta mi trabajo en la empresa, fue para mí fuente de muchísimo estrés físico y psicológico. Fue una época muy oscura, marcada por un ambiente laboral que me colocaba constantemente en situaciones críticas, mientras yo intentaba descargar el estrés a través de comportamientos tóxicos, tanto hacia mí mismo como en la relación con los demás.
Es cierto que unos años antes había comenzado un camino de conversión serio, pero mi vida nocturna seguía presente y aún no había tocado fondo. No lograba dormir, había adelgazado, y vivía todo de forma profundamente negativa».
«En mi camino espiritual, con el paso de los años, me fui alejando un poco de la Acción Católica y pasé un tiempo en Comunión y Liberación. Posteriormente, me acerqué al ambiente de la Misa en rito antiguo (Vetus Ordo), que me ayudó profundamente a vivir la liturgia y los sacramentos de una manera más seria y comprometida.
Sobre todo, me permitió profundizar en el aspecto doctrinal de la fe: en las verdades que profesamos como católicos y en los principios que sustentan nuestra religión. Fue un paso fundamental en mi vida, ya que, por un lado, acentuó el carácter volitivo y exigente de mi fe, pero por otro, sentó las bases racionales sólidas sobre las que se apoyaba mi adhesión a ella.
El gran paso adelante llegó cuando toqué fondo. Me encontraba en una profunda crisis laboral y personal: solo, derrotado, sin poder dormir, cada vez más agresivo con los demás y conmigo mismo. Un sacerdote –a quien aún hoy agradezco profundamente– me invitó a participar en unos ejercicios espirituales con los padres de Schoenstatt. No conocía ese movimiento, pero acepté. Esos cinco días en un monasterio cambiaron mi vida. Por primera vez, entregué toda mi vida a Dios.
Durante esos días comprendí cuánto me amaba el Señor, cuánta paciencia había tenido conmigo y cuántas oportunidades me había ofrecido a lo largo de los años. Tomé conciencia de que no quería seguir jugando con mi vida, sino que deseaba, de verdad, caminar en la presencia de Dios, seguir su voluntad y responder a su amor. Desde entonces, todo cambió.
Comencé un camino nuevo: más sobrio, más claro, más libre. Dejé ciertos ambientes, amistades y costumbres que no me hacían bien. Reconcilié muchas cosas dentro de mí y aprendí a mirar a los demás –y a mí mismo– con ojos más misericordiosos.
Aprendí también a asumir compromisos duraderos, a trabajar mejor, a rezar con más profundidad. Descubrí el Rosario, los sacramentos vividos con verdadera devoción, y la presencia viva de la Virgen María como madre y educadora.
Sigo siendo un pecador, con muchos defectos, pero hoy puedo decir con paz que tengo un corazón nuevo, un alma que desea a Dios más que cualquier otra cosa, y una vida llena de sentido».
«Hasta entonces, mi relación con Dios era como un intercambio: yo cumplía y Él me premiaba. Había visitado muchos santuarios –Lourdes, Tierra Santa, Montenegro…–, pero Dios ocupaba un segundo plano, y el protagonista era yo. Todo giraba en torno a “mi esfuerzo”, “mi mérito”.
En 2018 encontré un buen trabajo que me dio estabilidad y me llevó a pensar seriamente en formar una familia, con plena conciencia de las dificultades que ello implica hoy para un católico.
Llegaron los años del COVID, que me causaron mucho sufrimiento y amargura por la forma en que muchas personas reaccionaban: con miedo, egoísmo y frialdad. Vivía con gran estrés y sin rumbo claro.
En 2021 hice un peregrinaje al Monte Athos con unos amigos. La sacralidad de aquel lugar me impactó profundamente, hasta el punto de hacer tambalear brevemente mi fe. En septiembre del mismo año fui a Lourdes y recé con fervor para encontrar un director espiritual. Un mes después, una religiosa me llevó con un sacerdote del Instituto, y por fin encontré esa guía tan deseada.
En junio de 2022 me consagré a la Virgen como laico en el Movimiento de la Familia del Corazón Inmaculado de María. El discernimiento continuaba, con dificultades, sí, pero también con firmeza. Finalmente, en octubre de 2023 tomé una excedencia laboral, y en octubre de 2024 dejé oficialmente el trabajo. Ya no hay “fichajes” que marcar.
El discernimiento sigue, y, como ocurre con las personas, creo que nunca terminamos de conocernos del todo, ni a nosotros mismos ni a Dios. Hoy estoy en Roma, gracias a la Providencia, viviendo en un instituto religioso y formándome en la Universidad Pontificia de la Santa Cruz.
La gracia de Dios actúa incluso a través de los gestos más pequeños: un Rosario rezado medio dormido, una peregrinación improvisada, una donación. Solo Él sabe hasta dónde llega esa caridad. Y es mejor así, que seguir fichando.
Quiero expresar mi gratitud a todas aquellas personas que encontré en el camino y que, literalmente, me salvaron. La Virgen, inevitablemente, me conducía siempre a Jesús. Un agradecimiento especial va dirigido a los benefactores de la Fundación CARF, instrumentos de la Providencia en la formación de todos nosotros, los Siervos del Corazón Inmaculado de María. ¡Que Dios los bendiga siempre!».
Gerardo Ferrara, Licenciado en Historia y en Ciencias Políticas, especializado en Oriente Medio. Responsable de alumnado de la Universidad de la Santa Cruz de Roma.