Desde joven, David, de la diócesis de Escuintla (Guatemala), sintió una llamada especial del Señor, sin saber qué era realmente. Su vocación comenzó a fraguarse en su familia. Con un tío sacerdote en el que se fijaba mucho, su abuela le enseñó a rezar el rosario. Aprendió a tener mis ratos de conversación con Dios. «Ella siempre dijo que yo sería sacerdote. Los abuelos son un libro grande en donde se puede aprender muchas cosas y son la base fundamental de una familia: sin ellos, las costumbres y tradiciones desaparecerían».
Con apenas cinco años, un día, sentado en la parroquia de su tío, se quedó observando el crucifijo del altar. «Sentí como el Señor me miraba; así que comencé a charlar con Él, y ¿sabes que fue lo mejor? que Él me respondía. Puede sonar como algo que me imaginé, pero para mí es algo real. Lo único que me decía era: “Me duele, me duele” y yo le preguntaba qué era lo que le dolía y Él solo me respondía: “Sígueme y lo veras”».
David es el más pequeño de cinco hermanos, una familia numerosa, algo que hoy en día se ve como una locura. «Mis padres siempre han trabajado mucho para darnos una formación. Vivíamos al día, pero gracias a Dios nunca nos faltó de nada. Mi padre es militar y mi madre siempre buscó la manera de traer dinero a casa, ya fuera vendiendo helados hasta tener un salón de belleza, con el cual nos pagó a todos los estudios. Mi madre siempre ha trabajado y aún lo hace. Es una mujer excepcional. Es mi modelo de vida».
Antes de casarse su madre era mormona. Se convirtió al poco de conocer a su padre, practicando la fe de forma muy piadosa. Enseñó a David a amar a Dios sobre todas las cosas y a tener una gran devoción a la Virgen María. «En su sencillez y humildad, yo quise seguir al Señor». Además de la influencia en la vocación de su hijo, su madre le ayudó a comprender y aceptar cuando una de sus hermanas se hizo adventista.
La familia de David también ha pasado por momentos de Cruz que han sabido acoger con mucha fe. La segunda de los hermanos falleció con apenas tres meses de vida a causa de una enfermedad que en aquel momento no tenía curación. Cada año, cuando se llega su cumpleaños, la recuerdan con especial cariño y emoción. «Mi madre sigue entristeciéndose, pero cree firmemente que es nuestro ángel guardián y que nos cuida y nos reserva un lugar en el Cielo».
David entró el propedéutico (curso de discernimiento del seminario) en Guatemala cuando tenía 17 años. Luego, por cuestiones personales, decidió dejar el seminario y comenzó a estudiar en la universidad la carrera de Ciencias Jurídicas y Sociales, acompañado espiritualmente por un sacerdote.
«Cuando el Señor me volvió a llamar con más fuerza, lo dejé todo y comencé a estudiar Filosofía en la Universidad Pontificia de la Santa Cruz en Roma. Después, regresé a Guatemala y estuve trabajando en el Tribunal Eclesiástico. Fue entonces cuando mi obispo decidió que debía continuar los estudios teológicos y llegué a España, a Pamplona, en 2021. El Señor es el que guía mi camino y Él decide cómo se realiza y cómo finalizará. Estoy en sus manos».
Ante un mundo secularizado y con escasez de vocaciones, David cree que el sacerdote tiene que ser una persona bien preparada, que conozca y sepa de Teología. Que sea un hombre de fe, de esperanza y de caridad. Que sea un sacerdote al ciento por uno, es decir, que siempre esté para los demás, que no esté ausente. Un sacerdote que no margine ni haga distinción. Que sepa ser un pastor con mayúsculas y que, como dice el papa Francisco, al final del día huela a oveja. Que sea Cristo para la gente.
Marta Santín, periodista especializada en información religiosa.