Cuando seguimos las pistas que nos señalan la existencia de Dios y adquirimos confianza para dirigirnos a él, estamos dando los primeros pasos para afianzar una amistad inolvidable que nos proporcionará una gran estabilidad y serenidad, ya que podremos descansar confiadamente apoyados en quien nunca falla.
Dios nos busca y nos habla como amigos, y espera que le respondamos con nuestra amistad, creyendo en él, intentando comprender lo que nos dice, y aceptando sin reservas lo que nos propone.
La fe es la respuesta a la invitación que Dios nos hace a comunicarnos con él y a gozar de su compañía. Mediante la fe el hombre somete por completo su inteligencia y su voluntad a Dios, prestando asentimiento a lo que Dios ha revelación y decidiendo vivir de modo coherente con esas verdades.
Pero ¿esto una postura razonable? ¿creer es humano? ¿está en sus cabales una persona que somete su inteligencia a lo que otro le dice, o pone sus decisiones en manos de otro?
La fe es ante todo una adhesión personal a Dios, y al mismo tiempo e inseparablemente asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado.
Es verdad que sería vano y equivocado poner una fe semejante en una criatura. ¿Pero sucede lo mismo con Dios? La realidad de las cosas depende fundamentalmente de la respuesta que tenga una cuestión, que es la fundamental: ¿Dios existe o no existe? Si no existiera y fuera sólo una construcción ideológica, no tendría sentido. Pero ¿y si existe?
Digamos que la opción de prestar ese asentimiento supone asumir un riesgo, porque no es posible controlar intelectualmente toda la realidad. Requiere un ejercicio de confianza, algo así como la que requeriría lanzarse a una piscina a una persona que nunca lo hubiera hecho. Ve a otras personas que están allí y disfrutan del baño, pero la primera impresión es que si se tira se va a ir al fondo y se ahogará.
Para prestar el asentimiento de fe no se puede esperar a encontrar una demostración matemática de la existencia de Dios ni de cada una de las verdades que ha revelado. Supone un riesgo, y por eso requiere una ayuda que tenemos que recibir desde fuera. La fe es un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por él. Para dar una respuesta positiva a lo que Dios ha revelado es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede a todos gusto en aceptar y creer la verdad. Así lo enseña el Concilio Vaticano II (Dei Verbum, n.5) y el Catecismo de la Iglesia Católica (n.153).
El Papa Benedicto XVI dice sobre Santo Tomás de Aquino, que es ejemplo de la armonía que debe existir entre la fe y la razón.
Ahora bien no es contrario ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre depositar la confianza en Dios y aceptar las verdades por él reveladas. Ya en las relaciones humanas no es contrario a nuestra propia dignidad creer lo que otras personas nos dicen sobre ellas mismas y sobre sus intenciones, y prestar confianza a sus promesas (como, por ejemplo, cuando un hombre y una mujer se casan). Nos fiamos de nuestros padres cuando somos pequeños, nos fiamos de nuestros maestros y de lo que dicen los manuales. Nos fiamos de lo que leemos en la prensa, escuchamos en la radio o vemos en la televisión. No tenemos tiempo ni posibilidad de contrastar experimentalmente todo la información de vamos recibiendo. En la vida normal casi todo lo que sabemos es porque nos hemos fiado de alguien. Así que no es contrario a nuestra dignidad fiarnos de Dios.
El motivo de creer no radica en el hecho de que las verdades reveladas aparezcan como verdaderas e inteligibles a la luz de nuestra razón natural. Creemos a causa de la autoridad de Dios mismo que revela, y que no puede engañarse ni engañarnos.
También en la vida real, necesitamos contrastar por lo menos algunos datos de lo que nos dicen y verificar si son verosímiles, aunque muchas veces no podamos demostrarlos. La ciencia avanza más por inducción que por deducción matemáticamente probada.
Por eso, también es razonable que deseemos conocer con más precisión y profundizar en lo que nos dice la fe. Como señalaba San Anselmo, “la fe trata de comprender”. Es propio de la fe católica que el creyente desee conocer mejor a aquel en quien ha puesto su fe, y comprender mejor lo que le ha sido revelado, y por eso que ponga todo su empeño en acercarse cuanto pueda a entender los misterios de la revelación.
Fe y razón no son realidades incompatibles, sino complementarias. La investigación científica correctamente realizada, nunca estará realmente en oposición con la fe, porque las realidades profanas y las realidades de fe tienen su origen en el mismo Dios.
Don Francisco Varo Pineda
Director de Investigación
Universidad de Navarra
Facultad de Teología
Profesor de Sagrada Escritura