
San Francisco Javier es una de las figuras más destacadas de la Historia de la Evangelización cristiana, y cada año su fiesta recuerda a la Iglesia católica que la misión requiere una preparación previa, el envío y una visión verdaderamente universal.
Su vida, marcada por una entrega total, se conecta de forma natural con el trabajo que realizan instituciones dedicadas a la formación sacerdotal, como la Fundación CARF. Esta relación permite leer su vida no como un episodio histórico aislado, sino como una referencia viva para el servicio que la Iglesia presta en todo el mundo.

Francisco de Jasso Azpilicueta nació en 1506 en el castillo de Javier, Navarra, en el seno de una familia noble. Desde joven destacó por sus capacidades intelectuales y deportivas, lo que le abrió las puertas de la Universidad de París, donde llegó a ser profesor. Allí vivió un periodo decisivo para su vocación: el encuentro con Íñigo de Loyola, su compañero de habitación y amigo: san Ignacio.
En un principio, Francisco no tenía intención alguna de orientar su vida hacia la vida religiosa o misionera. Su objetivo era progresar en el ámbito académico. Sin embargo, Ignacio supo interpelarlo con una frase que se convirtió en punto de inflexión: «¿de qué te sirve ganar el mundo entero si pierdes tu alma?» Con el tiempo, ese mensaje transformó sus prioridades.
Este cambio interior lo llevó a unirse al núcleo fundacional de la Compañía de Jesús en 1534. Aquella decisión marcó el inicio de una vida orientada por completo al servicio de la Iglesia católica en todo el mundo.
En 1541, a petición del rey de Portugal, la Compañía de Jesús recibió el encargo de enviar a misioneros a los territorios asiáticos del reino. Aunque Ignacio había pensado inicialmente en otros compañeros, las circunstancias hicieron que fuera Francisco Javier quien tomara el rumbo a Oriente. Aceptó sin dudarlo.

Su llegada a Goa en 1542 inauguró una etapa misionera sin precedentes. San Francisco Javier recorrió India, Malaca, las islas Molucas y Japón, siempre con un estilo claro: cercanía con la gente, aprendizaje de lenguas, búsqueda de adaptación cultural y una actitud de escucha permanente. Su sueño era llegar a China, pero murió en 1552 en la isla de Shangchuan, a las puertas del continente.
Su método, basado en la presencia directa y la comprensión del contexto local, sentó las bases de lo que hoy la Iglesia reconoce como una evangelización respetuosa y profundamente humana.
Javier entendió que su vocación de misionero no era una idea abstracta, sino una tarea concreta que exige humildad, estudio y constancia. Su capacidad para moverse entre culturas diferentes, aprender idiomas y comprender sociedades y quererlas hizo que su fuego interior (ese amor por Jesucristo) le llevase a bautizar a más de treinta mil personas. Se cuenta que a veces se tenía que sostener un brazo con el otro porque le fallaban las fuerzas de tanto impartir el sacramento.
Su apostolado también llegaba a Europa por medio de cartas encendidas y entusiastas que provocaron que muchos otros jóvenes se animasen a convertirse en misioneros los siglos siguientes.
Uno de los elementos más relevantes de su labor fue la formación de catequistas, la creación de comunidades cristianas y la preparación de líderes locales que garantizaran la continuidad de la evangelización de la Iglesia católica. San Francisco Javier sabía que no bastaba con llegar a nuevos territorios: era imprescindible formar personas capaces de sostener la fe en cada comunidad.
Ese énfasis convierte su vida en referencia directa para quienes trabajan hoy en la formación integral de sacerdotes. La Fundación CARF desarrolla un trabajo que conecta también con la visión misionera de san Francisco Javier: formar seminaristas y sacerdotes diocesanos con una preparación intelectual, humana y espiritual suficiente para evangelizar en cualquier parte del mundo.
La Fundación apoya cada año a seminaristas y sacerdotes provenientes de más de 130 países, muchos de ellos de lugares donde la Iglesia está en crecimiento, donde existe escasez de recursos o donde los desafíos pastorales son grandes. Esa diversidad refleja la universalidad que san Francisco Javier encarnó durante su vida de gigante de las misiones.
San Francisco Javier es conocido como el hombre que transformó las misiones en una aventura global. Su impaciencia por salvar almas le llevó a no parar nunca, y siempre buscó ir más allá. Por todo ello la Iglesia católica lo nombró Patrono Universal de las Misiones (junto a la monja Santa Teresita del Niño Jesús, aunque por motivos deferentes a ella).
Los jóvenes que estudian con el apoyo de la Fundación CARF se forman para su diócesis de origen y para servir a la Iglesia universal. Aprenden a dialogar con culturas distintas, a comprender realidades sociales complejas y a sostener comunidades donde, muchas veces, el sacerdote es el único referente educativo o social.
Así como san Francisco Javier supo que la misión necesitaba personas preparadas, la Fundación CARF contribuye a que parroquias, diócesis y territorios de misión puedan contar con sacerdotes sólidamente formados. Todos estos alumnos regresan después a sus países, donde la figura del sacerdote es esencial para la educación, el acompañamiento espiritual, la estabilidad comunitaria y la transmisión de la fe.
Desde un punto de vista humano, poco explicable, lo que más impacta de la vida de San Francisco Javier fue la magnitud física de su trabajo. En el siglo XVI, sin los medios de transporte modernos, llegó a recorrer unos cien mil kilómetros (equivalente a dar la vuelta al mundo más de dos veces). Con motivo recibe el calificativo de gigante de las misiones.
Si algo caracterizó la vida de san Francisco Javier fue su visión global y su capacidad para abrir caminos. La misión de la Fundación CARF replica su aventura geográfica desde la esencia: generar condiciones para que la fe llegue donde más se necesita, de forma ordenada, profunda y con visión de futuro.