Esas convicciones cristianas están recogidas en la referencia al concilio Vaticano II: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo” (Gaudium et spes, 1).
Por tanto, arranca desde una mirada al mundo que “es más que una aséptica descripción de la realidad”. Supone un “intento de buscar una luz en medio de lo que estamos viviendo”, una búsqueda abierta al diálogo y con el fin de “plantear unas líneas de acción” (56). El método es el propio del discernimiento ético y pastoral, que trata, como indica la palabra, de distinguir el camino del bien para encauzar, superando los riesgos de las polarizaciones unilaterales, el obrar personal en el contexto de la sociedad y de las culturas.
Al tratar de la fraternidad y la amistad social, el Papa declara que se detiene en la dimensión universal de la fraternidad. No en vano una de las claves del documento es el rechazo del individualismo. “Todos somos hermanos”, miembros de la misma familia humana, que procede de un solo Creador, y que navega en la misma barca. La globalización nos manifiesta la necesidad que tenemos de colaborar para promover juntos el bien común y el cuidado de la vida, el diálogo y la paz.
Aunque no falta el reconocimiento de los avances científico-tecnológicos y de los esfuerzos de muchos por hacer el bien –como se ha visto con ocasión de la pandemia–, la mirada se encuentra ante “las sombras de un mundo cerrado” (capítulo 1): manipulaciones, injusticias y egoísmos, conflictos, miedos y “cultura de los muros”, xenofobia y desprecio de los débiles.
Se rompen los sueños, falta un proyecto común y es patente la dificultad para responder ante las crisis personales y sociales. “Estamos más solos que nunca en este mundo masificado que hace prevalecer los intereses individuales y debilita la dimensión comunitaria de la existencia” (12).
Todo ello manifiesta la “acentuación de muchas formas de individualismo sin contenidos” (13) y acontece ante “un silencio internacional inaceptable” (29). Para superar el cinismo, llenar el vacío de sentido de la vida y evitar la violencia necesitamos, dice el Papa, "recuperar la pasión compartida por una comunidad de pertenencia y de solidaridad" (36).
¿Cómo responder a esa situación? ¿Cómo lograr una verdadera apertura al mundo, es decir, una comunicación que nos haga mejores y contribuya a mejorar la sociedad?
El evangelio presenta la figura del buen samaritano (capítulo 2: “Un extraño en el camino”). En él nos queda claro que "la existencia de cada uno de nosotros está ligada a la de los demás: la vida no es tiempo que pasa, sino tiempo de encuentro" (n. 66). Estamos hechos para una plenitud que solo se alcanza en el amor: “No es una opción posible vivir indiferentes ante el dolor, no podemos dejar que nadie quede 'a un costado de la vida'. Esto nos debe indignar, hasta hacernos bajar de nuestra serenidad para alterarnos por el sufrimiento humano" (68).
En nuestras vidas hay siempre una oportunidad para recomenzar a vivir la fraternidad. Para responder a la pregunta ¿quién es mi prójimo?, Jesús "no nos invita a preguntarnos quienes son los que están cerca de nosotros, sino a volvernos nosotros cercanos, prójimos" (80).
Por eso no hay excusas para la esclavitud, los nacionalismos cerrados y los maltratos hacia los que son diferentes: "Es importante que la catequesis y la predicación incluyan de modo más directo y claro el sentido social de la existencia, la dimensión fraterna de la espiritualidad, la convicción sobre la inalienable dignidad de cada persona y las motivaciones para amar y acoger a todos" (86).
La apertura es palabra clave. Para “pensar y gestar un mundo abierto” (título del capítulo 3), se necesita “un corazón abierto al mundo entero” (capítulo 4). Una garantía es la apertura a la trascendencia, la apertura a Dios, la apertura al Padre de todos: «Dios es amor, y el que permanece en el amor permanece en Dios» (1 Jn 4,16).
Declara Francisco: “Me sentí especialmente estimulado por el Gran Imán Ahmad Al-Tayyeb, con quien me encontré en Abu Dabi para recordar que Dios ‘ha creado todos los seres humanos iguales en los derechos, en los deberes y en la dignidad, y los ha llamado a convivir como hermanos entre ellos’ (Documento sobre la fraternidad humana por la paz mundial y la convivencia común, Abu Dabi, 4-II-2019) (5).
Para los cristianos, “la fe colma de motivaciones inauditas en reconocimiento del otro, porque quien cree puede llegar a reconocer que Dios ama a cada ser humano con un amor infinito y que ‘con ello le confiere una dignitidad infinita’ (Juan Pablo II, Mensaje a los discapacitados, 16-XI-1980)” (85). Prueba de ello es que “Cristo derramó su sangre por todos y cada uno, por lo cual nadie queda fuera de su amor universal” (Ib.).
Fratelli tutti, sobre la fraternidad y la amistad social es una encíclica social, escrita desde las “convicciones cristianas”
En el trasfondo de esa dimensión universal de la fraternidad humana que el Papa desea impulsar, está lo que verdaderamente vale, porque no todo vale lo mismo: “Una cultura sin valores universales no es una verdadera cultura» (Juan Pablo II, Discurso 2-II-1987) (146). La verdad se descubre con la sabiduría, que comporta el encuentro con la realidad (cf. n. 47). La verdad no se impone ni se defiende violentamente, sino que se abre en el amor. También la verdad de la dignidad humana: “la inalienable dignidad de cada persona humana más allá de su origen, color o religión, y la ley suprema del amor fraterno” (39). A la vez, la relación del amor con la verdad le protege de ser mero sentimentalismo, individualismo o humanismo cerrado a la trascendencia (cf. 184),
El verdadero diálogo (ver capítulo 6: “Diálogo y amistad social”) no tiene que ver con la mera negociación en busca de beneficios particulares: "Los héroes del futuro serán los que sepan romper esa lógica enfermiza y decidan sostener con respeto una palabra cargada de verdad, más allá de las conveniencias personales. Dios quiera que esos héroes se estén gestando silenciosamente en el corazón de nuestra sociedad" (202).
Tampoco el diálogo tiene que ver con los consensos manipulados o los relativismos impuestos: “Ante las normas morales que prohíben el mal intrínseco no hay privilegios ni excepciones para nadie. No hay ninguna diferencia entre ser el dueño del mundo o el último de los miserables de la tierra: ante las exigencias morales somos todos absolutamente iguales” (Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 96) (209).
Se hace necesario buscar una nueva cultura que recupere la amabilidad. Recomenzar, en efecto, desde la verdad, junto con la justicia y la misericordia, y la artesanía de la paz (ver capítulo 7: “Caminos de reencuentro”). Por eso hay que oponerse a la guerra y a la pena de muerte. Y las religiones están llamadas a colaborar en primera línea en ese proyecto (cf. capítulo 8: "Las religiones, al servicio de la fraternidad en el mundo"). No se puede hacer callar a Dios ni en la sociedad ni en el corazón del hombre:
“Cuando, en nombre de una ideología, se quiere expulsar a Dios de la sociedad, se acaba por adorar ídolos, y enseguida el hombre se pierde, su dignidad es pisoteada, sus derechos violados” (274). Los cristianos creemos que en Él se encuentra el auténtico manantial de la dignidad humana y de la fraternidad universal (cf. 277).
Don Ramiro Pellitero Iglesias
Profesor de Teología pastoral
Facultad de Teología
Universidad de Navarra
Publicado en “Iglesia y nueva evangelización”