Esto es lo que los cristianos revivimos en la Semana Santa. En una entrevista al papa emérito Benedicto XVI, recogida en el “Osservatore Romano”, sale a relucir el sentido del sufrimiento en Dios.
El hombre moderno parece no tener necesidad de justificarse ante Dios, e incluso a veces se atreve a pedir a Dios que se justifique ante los males del mundo. El hombre ha perdido la sensibilidad de los propios pecados, se cree justo, y no siente necesidad de ninguna salvación. O por lo menos tiene la sensación de que Dios no puede dejar que se pierda la mayor parte de la humanidad.
Pero de otro lado se siente la necesidad de la misericordia de Dios y de su delicadeza. Así lo experimentaron Faustina Kowalska y Juan Pablo II, quien afirma que la misericordia es lo único que verdaderamente es eficaz contra el mal. “En la dureza del mundo tecnificado en el que los sentimientos ya no cuentan nada, observa el papa Ratzinger, aumenta sin embargo la espera de un amor salvífico que venga dado gratuitamente”.
En este marco se plantea la relación entre Dios Padre y su Hijo. No sirve insistir sobre la justicia en un sentido absoluto o cruel, con el argumento de que el Hijo obedece al Padre y obedeciendo acepta la cruel exigencia de la justicia.
Explica Benedicto XVI: “Cuando el Hijo en el huerto de los olivos lucha contra la voluntad del Padre, no se trata del hecho de que deba aceptar una disposición cruel de Dios, sino que se trata de atraer a la humanidad dentro de la voluntad de Dios” . Sobre la relación entre las dos voluntades del Padre y del Hijo, puede verse el libro de J. Ratzinger, Jesús de Nazaret, vol. I, especialmente su capítulo 6.
Pero entonces, se pregunta el papa emérito, ¿qué sentido tiene la cruz?
Y responde de este modo: tengamos presente la sucia y enorme cantidad del mal, de la violencia y de la mentira, del odio, la crueldad y la soberbia que inundan el mundo entero. La tradición del Antiguo Testamento esperaba en un amor infinito que pudiera vencer el mal y el sufrimiento del mundo. Cristo nos trae, especialmente en su sufrimiento, ese amor y esa victoria. Se plantea si esto implica, y en qué sentido, el sufrimiento en Dios Padre.
En su argumentación, Benedicto XVI reproduce un texto de Henri De Lubac. Éste presenta primero el amor de Cristo que le lleva a padecer por nosotros: “El Redentor entró en el mundo por compasión hacia el género humano. Cargó sobre sí nuestros padecimientos mucho antes de ser crucificado; es más, incluso antes de abajarse a asumir nuestra carne: si no los hubiese experimentado antes no habría venido a formar parte de nuestra vida humana. ¿Y cuál fue ese sufrimiento que soportó antes por nosotros? Fue la pasión del amor”.
Aun que no se trata solamente del sufrimiento de Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, al que representamos en las figuras de la Cuaresma y Semana Santa ; sino que se pregunta De Lubac: “Pero el Padre mismo, el Dios del universo, el que es sobreabundante en longanimidad, paciencia, misericordia y compasión, ¿no sufre también él en un cierto sentido?”.
Aquí cita un pasaje bíblico: “El Señor tu Dios se ha puesto tus vestidos como el que carga a su hijo” (Dt. 1,31). “Dios –comenta De Lubac– toma sobre sí nuestros vestidos como el Hijo de Dios toma sobre sí nuestros sufrimientos. ¡El Padre mismo no carece de pasiones! Si se le invoca, entonces Él conoce misericordia y compasión. Él siente un sufrimiento de amor”.
En este punto interviene Benedicto XVI, evocando devociones de su tierra e imágenes del arte cristiano.
“En algunas zonas de Alemania hubo una devoción muy conmovedora que contemplaba la Not Gottes (‘la indigencia de Dios’). A mí me evoca una imagen impresionante que representa al Padre que sufre, que como Padre participa interiormente en los sufrimientos del Hijo. Y también la imagen del ‘trono de gracia’ forma parte de esta devoción: el Padre sostiene la cruz y el crucificado, se inclina amorosamente sobre él y de otra parte, por así decir, está junto con él en la cruz. Así de modo grandioso y puro se advierte ahí qué significan la misericordia de Dios y la participación de Dios en el sufrimiento del hombre”.
Entonces deduce: “No se trata de una justicia cruel, ni del fanatismo del Padre, sino de la verdad y de la realidad de la creación: de la verdadera e íntima superación del mal que, en último análisis, solo pude realizarse en el sufrimiento del amor”.
En efecto, del trono de la gracia, que es la Cruz de Jesús, desciende el amor de Dios que limpia el mal volcado por el hombre sobre el mundo a través de los siglos. Ese amor que el Padre juntamente con el Hijo han manifestado con el sufrimiento de la cruz y que mana en misericordia.
En el Año de la misericordia, el papa Francisco ya ha explicado el sentido de la Semana Santa.
“Si Dios nos ha demostrado su amor supremo en la muerte de Jesús, entonces también nosotros, regenerados por el Espíritu Santo, podemos y debemos amarnos los unos a los otros”
Papa Francisco
El jueves santo, Jesús instituye la Eucaristía, como amor que anticipa la Cruz y se hace servicio, especialmente para los más débiles.
“Viernes santo es el momento culminante del amor. La muerte de Jesús, que en la cruz se abandona al Padre para ofrecer la salvación al mundo entero, expresa el amor entregado hasta el fin, sin fin. Un amor que pretende abrazar a todos, sin excluir a nadie. Un amor que se extiende a todo tiempo y a todo lugar: una fuente inagotable de salvación a la que cada uno de nosotros, pecadores, puede llegar” (Audiencia general, 23-III-206).
Así es el amor de Dios Padre, del Hijo y del Espíritu Santo que se entregará en la Pentecostés a la acción de la gracia en el mundo.
Concluye Francisco: “Si Dios nos ha demostrado su amor supremo en la muerte de Jesús, entonces también nosotros, regenerados por el Espíritu Santo, podemos y debemos amarnos los unos a los otros”. Luego, el sábado santo es el día del silencio de Dios, en espera de amor por los abandonados.
En conjunto, y esto es lo que celebramos en la Semana Santa, “es todo un gran misterio de amor y de misericordia” que viene a nuestro encuentro para llevarnos hasta la Resurrección. Un amor y una misericordia que nos pueden cambiar, a condición de que lo acojamos, tanto en la confesión de nuestros pecados como en el ejercicio de las obras de misericordia.
Publicado en “Iglesia y nueva evangelización”