Roven Earl Danao de la Cruz es un seminarista de la diócesis de Masbate en Filipinas.
«Mi familia y parientes son católicos y por eso me compartían la fe cristiana. Cuando mis padres me enviaron a estudiar en un colegio católico de nuestra zona, esta semilla de la fe fue creciendo. En aquel ambiente empezaba, poco a poco, descubrir mi vocación sacerdotal. Recuerdo claramente aquel momento en que me dije, por primera vez en mi vida, que quiero ser sacerdote. Tenía ocho años y fue en una Misa mensual en nuestro colegio en que me afectó mucho la vida del sacerdote. Como siempre llegaba muy tarde a la Misa y las sillas ya estaban ocupadas, me ponía de pie. Sin embargo, lo que me daba pena es que yo llegaba más temprano que el sacerdote. Pues empezaba la Misa y, por mi sorpresa, veía que el sacerdote podía sentarse a pesar de que llegando muy tarde que yo. Después de la Misa, me acerqué a mi profesora para preguntarle sobre el tema. Pues, me dijo en forma de broma de que tenía que ser uno como él para que pudiera sentarme. Por lo tanto, decidí en aquel momento que quería ser sacerdote: solamente para que pudiera tener sitio cuando llegara tarde.
Cuatro años después, gracias a la providencia divina, esta razón superficial, se ha madurado. Al terminar la primaria, hablé con mis padres para decirles que quería entrar en el seminario. La primera respuesta fue muy negativa. Por lo cual, rezaba al Señor que me diera una señal cierta para saber si me estaba llamando al sacerdocio. Entonces, le pedí que si me permitía entrar en el seminario, lo tomaría como señal cierta de que soy para el sacerdocio. Pocas semanas después, esta oración fue concedida: mis padres me permitieron entrar al seminario menor. Ingresé al seminario menor con 12 años y allí empecé a tener un tiempo largo de discernimiento que resultaba en una buena relación con Dios y con mis hermanos. Allí disfruté mucho la vida comunitaria.
Fue en el seminario menor donde experimenté por primera vez en mi vida ser extrovertido que se convertía en tener muchos buenos amigos con quienes compartía mis alegrías y tristezas. Me acuerdo un instante cuando mis compañeros de promoción nos unimos a un compañero nuestro que, por arrojar sin querer un papel estrujado a un profesor mientras estábamos jugando durante la clase, fue castigado por nuestros formadores con una semana de trabajo de limpieza. El motivo por lo cual lo hicimos fue que, en nuestra promoción, la frase “¡Uno para todos! ¡Y todos para uno!” está siempre por encima de cualquier regla de fraternidad. Cumplimos el castigo con alegría porque fue un momento en que pudimos tener conversaciones de risas. De estos chicos, he aprendido que una vida feliz es la que siempre piensa en el otro. Al mismo tiempo, he realizado también que el trayecto de mi vida es pensar en lo que me pide Dios: mi vocación sacerdotal.
Cuatro años más tarde, continuaba mi formación en el seminario mayor. En este tiempo, hubo dificultades que me hacían dudar la certeza de mi vocación. Pues, planteé el tema con mi formador y en aquella charla me hizo recordar los primeros momentos cuando decidí ser sacerdote. Entonces, de ahí me recordé la señal que había pedido antes de entrar al seminario. Gracias a este formador mío he descubierto de nuevo la grandeza de mi vocación y por eso sigo estando en seminario con la certeza de que Dios es siempre fiel a su promesa».